Выбрать главу

Pero todavía era apenas Miércoles de Ceniza, por más que contara y volviera a contar las horas que le faltaban para su nuevo encuentro con ella. Tres días de espera, por lo pronto, ya le habían bastado para imaginarlo todo: matrimonio y niños incluidos, pasando, como etapa previa, por actos amatorios en camas, playas, hierbazales tropicales y prados británicos, hoteles de diversos estrellatos, noches con y sin luna, amaneceres y Fiats polacos, y después, todavía desnuda, la veía colocarse el saxo entre las piernas y chupar la boquilla, para atacar una melodía pastosa, dorada y tibia. No podía hacer otra cosa que imaginar y esperar, y masturbarse cuando la imagen de Karina, saxofón en ristre, resultaba insoportablemente erógena.

Decidido a transarse otra vez por la compañía del Flaco Carlos y de la botella de ron, el Conde volvió a ponerse la camisa y cerró la puerta de su casa. Salió al polvo y el viento de la calle, y se dijo que, a pesar de la Cuaresma que lo enervaba y deprimía, en aquel instante pertenecía a la rara estirpe del policía en vísperas de ser feliz.

– ¿Y no me piensas decir qué coño te pasa, tú?

El Conde apenas sonrió y miró a su amigo: ¿qué le digo?, pensó. Las casi trescientas libras de aquel cuerpo vencido sobre el sillón de ruedas le dolían una por una en el corazón. Le resultaba demasiado cruel hablar de felicidades potenciales a aquel hombre cuyos placeres se habían reducido para siempre a una conversación pasada por alcohol, una comida pantagruélica y un fanatismo enfermizo por el béisbol. Desde que recibiera el tiro en Angola y quedara definitivamente inválido, el Flaco Carlos, que ya no era flaco, se había convertido en un lamento profundo, en un dolor infinito que el Conde asumía con un estoicismo culpable. ¿Qué mentira le digo?, ¿también a él tendré que mentirle?, pensó y volvió a sonreír, amargamente, mientras se veía caminar muy despacio frente a la casa de Karina y hasta detenerse para tratar de vislumbrar, a través de las ventanas asomadas al portal, la imposible presencia de la mujer en la penumbra de una sala cuajada de helechos y malangas de hojas con corazones rojos y anaranjados. ¿Cómo era posible que nunca la hubiera visto, si era una de esas mujeres que se olfatean de lejos? Terminó su trago de ron y al fin le dijo:

– Iba a decirte una mentira.

– ¿Ya te hace falta eso?

– Yo creo que yo no soy lo que tú piensas, Flaco. Yo no soy igual que tú.

– Mira, mi socio, si lo que tú quieres es hablar mierda, me lo dices -y levantó la mano para marcar la pausa que pedía mientras se tomaba otro trago de ron-. Yo me pongo a tono rápido. Pero antes acuérdate de una cosa: tú no eres lo mejor del mundo, pero eres mi mejor amigo en el mundo. Aunque me mates a mentiras.

– Salvaje, conocí a una mujer ahí y creo… -dijo, y miró a los ojos del Flaco.

– ¡Cojones! -exclamó el Flaco Carlos y también sonrió-. Era eso. Así que era eso. Pero tú no tienes cura, ¿verdad?

– No jodas, Flaco, quisiera que tú la vieras. No sé, a lo mejor hasta la has visto, vive aquí al doblar, en la otra cuadra, se llama Karina, es ingeniera, pelirroja, está buenísima. La tengo metida aquí -y se oprimió el entrecejo con un dedo.

– Coñó, pero vas a mil… Aguanta, aguanta. ¿Es jeva tuya?

– Ojalá -suspiró el Conde y exhibió su cara de hombre desconsolado. Se sirvió más ron y le contó su encuentro con Karina, sin omitir un solo dato (toda la verdad, incluido que andaba mal por la retaguardia, sabiendo el valor que para los juicios estéticos del Flaco tenía un buen culo), ni una sola esperanza (incluido el adolescentario espionaje callejero practicado esa noche). Al final siempre le contaba todo a su amigo, por feliz o terrible que fuera la historia.

El Conde vio que el Flaco se estiraba sin alcanzar la botella y se la entregó. El nivel del líquido ya se perdía tras la etiqueta y calculó que aquélla era una conversación de dos litros, pero encontrar ron en La Víbora, a esa hora, podía ser una tarea vana y desesperanzadora. El Conde lo lamentó: hablando de Karina, en el cuarto del Flaco, entre nostalgias tangibles y viejos afiches decolorados por el tiempo, empezaba a sentirse tan sosegado como en los tiempos en que para ellos el mundo giraba sólo alrededor de un buen culo, unas tetas duras y, sobre todo, de aquel orificio imantado y alucinante del que siempre hablaban en términos de gordura, profundidad, población capilar y facilidades de acceso (No, no, compadre, mira cómo camina, si es señorita yo soy un helicóptero, solía decir el Flaco), sin importar mucho a quién pertenecían aquellos claros objetos del deseo.

– Tú no cambias, bestia, ni sabes quién coño es esa mujer, pero ya estás metido como un perro sato. Mira lo que te pasó con Támara…

– No, viejo, no compares.

– No jodas, tú, tú eres… ¿Y de verdad que vive ahí al doblar? Oye, ¿no será un cuento?

– No, viejo, que no. Oye, Flaco, yo tengo que ligar a esa mujer. O la ligo o me mato o me vuelvo loco o me meto a maricón.

– Mejor maricón que muerto -lo interrumpió el otro y sonrió.

– De verdad, salvaje. Tengo la vida hecha un yogur. Me hace falta una mujer como ésa: ni siquiera sé bien quién es, pero me hace falta.

El Flaco lo observó como diciendo: No tienes remedio, tú.

– No sé, pero me da la ligera impresión de que estás hablando mierda otra vez… Cómo te gusta darle vueltas a la manigueta… Tú eres policía porque te sale de los güevos. ¿No te conviene? Renuncia, chico, y al carajo con todo… Ahora, después no vengas a decirme que en el fondo te gustaba joderles la vida a los hijos de puta y a los cabrones. Esa muela sí que no te la voy a aguantar. Y lo que te pasó con Támara ya estaba escrito con sangre, mi socio: nunca en la vida esa jeva fue para tipos como nosotros, así que acaba de olvidarte de ella de una vez y apunta en tu autobiografía que por lo menos te quitaste la picazón y pudiste darle un cuerazo. Y a cagar el mundo, salvaje. Dame más ron, anda.

El Conde miró la botella y lamentó su agonía. Necesitaba oír de boca del Flaco las cosas que él mismo pensaba, y aquella noche, mientras fuera el viento de Cuaresma alborotaba suciedades y muy dentro de él aleteaba una esperanza en forma de mujer, estar en el cuarto de su más entrañable amigo, hablando de lo humano y lo divino, resultaba limpio y alentador. ¿Y qué va a pasar si se me muere el Flaco?, pensó, cortando la cadena que conducía a la paz espiritual. Optó por el suicidio alcohólico: le sirvió más ron a su amigo, vertió otro trago en su vaso y entonces notó que habían olvidado hablar de pelota y oír música. Mejor la música, decidió.

Se puso de pie y abrió la gaveta de los casetes. Como siempre, se alarmó con la mezcla de gustos musicales del Flaco: cualquier cosa posible entre Los Beatles y Los Mustangs, pasando por Joan Manuel Serrat y Gloria Estefan.

– ¿Qué te gustaría oír?

– ¿Los Beatles?

– ¿Chicago?

– ¿Fórmula V?

– ¿Los Pasos?

– ¿Credence?

– Anjá, Credence… Pero no me digas que Tom Foggerty canta como un negro, ya te dije que canta como Dios, ¿verdad? -Y los dos asintieron, sí, sí, admitiendo su más raigal conformidad: el muy cabrón cantaba como Dios.

La botella expiró antes que la versión larga deProud Mary. El Flaco dejó su vaso en el suelo y movió su sillón de ruedas hasta el borde de la cama donde estaba sentado su amigo policía. Colocó una de sus manos esponjosas sobre el hombro del Conde y lo miró a los ojos:

– Ojalá te salgan bien las cosas, mi hermano. La gente buena merece tener un poco más de suerte en la vida.

El Conde pensó que tenía razón: el Flaco mismo era la mejor persona que conocía y la suerte le había vuelto la cara. Pero aquello le parecía inaceptablemente patético y, buscando una sonrisa, le respondió:

– Ya estás hablando mierda, asere. Los buenos se acabaron hace rato.