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Y se puso de pie, con intenciones de abrazar a su amigo, pero no se atrevió. Nunca se atrevió a hacer cientos y cientos de cosas.

Nadie se imagina cómo son las noches de un policía. Nadie sabe qué fantasmas lo visitan, qué ardores lo agreden, en qué infierno se cocina a fuego lento -o envuelto en llamas agresivas. Cerrar los ojos puede ser un cruel desafío, capaz de despertar a esas penosas figuras del pasado que jamás abandonan su memoria y regresan, una y otra noche, con la persistencia incansable del péndulo. Las decisiones, los errores, los actos de prepotencia y hasta las debilidades de la bondad regresan como culpas impagables a una conciencia marcada por cada pequeña infamia cometida en el mundo de los infames. A veces me visita José de la Caridad, aquel negro camionero que me rogó, me suplicó, que no lo mandara a la cárcel porque era inocente y yo lo interrogué cuatro días seguidos, tenía que ser él, no podía ser otro que él, mientras él se derrumbaba y lloraba y repetía su inocencia, hasta que lo metí entre rejas a esperar un juicio que lo declararía inocente. A veces regresa Estrellita Rivero, la niña a la que traté de aguantar un segundo antes de que diera el paso fatal y recibiera entre las cejas aquel disparo que el sargento Mateo trató de dirigir a las piernas del hombre que huía. O vienen desde la muerte y el pasado Rafael y Támara, bailando un vals, como hace veinte años, él de traje, ella de largo y de blanco, como la novia que pronto sería. Nada es dulce en las noches de un policía, ni siquiera el recuerdo de esa última mujer o la esperanza de la próxima, porque cada recuerdo y cada esperanza -que un día también será recuerdo- arrastra la mancha grabada por el horror cotidiano de la vida del policía: a ella la encontré mientras investigaba la muerte de su marido, las estafas, las mentiras, los chantajes, los abusos y los miedos de aquel hombre que parecía perfecto desde la altura de su poder; a ella la recordaré, tal vez, por el asesinato de uno, la violación de otra, el dolor de alguien. Son aguas turbias las noches de un policía: con olores pútridos y colores muertos. ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar! Y he aprendido una sola forma de vencerlas: la inconsciencia, que es un poco la muerte cada día y es la muerte misma cada amanecer, cuando la supuesta alegría del brillo del sol es una tortura en los ojos. Horror al pasado, miedo al futuro: así corren hacia el día las noches del policía. Atrapar, interrogar, encarcelar, juzgar, condenar, acusar, reprimir, perseguir, presionar, aplastar son los verbos en que están conjugados los recuerdos, la vida toda del policía. Sueño que podría soñar otros sueños felices, construir algo, tener algo, entregar algo, recibir algo, crear algo: escribir. Pero es un desvarío inútil para quien vive de lo destruido. Por eso la soledad del policía es la más temible de las soledades: es la compañía de sus fantasmas, de sus dolores, de sus culpas… Si al menos una mujer con saxofón hiciera su canción de cuna para dormir al policía. Pero, ¡silencio!… Ha llegado la noche. Fuera el viento maldito está quemando la tierra.

***

Las dos duralginas le pesaban en el estómago como una culpa. El Conde las había tragado con una taza gigantesca de café solitario, después de comprobar que los restos de la última leche comprada era un suero feroz en el fondo del litro. Por suerte, en elcloset había descubierto que aún le quedaban dos camisas limpias, y se dio el lujo de seleccionar: votó por la de rayas blancas y carmelitas, de mangas largas, que se recogió hasta la altura del codo. El blue-jean, que había ido a parar debajo de la cama, apenas tenía quince días de combate después de la última lavada y podía resistir otros quince, veinte días más. Se acomodó la pistola contra el fajín del pantalón y notó que había bajado de peso, aunque decidió no preocuparse: hambre no era, pero cáncer tampoco, qué carajos. Además, salvo el ardor en el estómago todo estaba bien: apenas tenía ojeras, su calvicie incipiente no parecía ser de las más corrosivas, su hígado seguía demostrando valentía y el dolor de cabeza se esfumaba y ya era jueves, y mañana viernes, contó con los dedos. Salió al viento y al sol y casi se pone a maltratar una vieja canción de amor.

Pasarán más de mil años, muchos más,

yo no sé si tenga amor, la eternidad,

pero allá tal como aquí…

Entró en la Central a las ocho y cuarto, saludó a varios compañeros, leyó con envidia en la tablilla del vestíbulo la nueva resolución de 1989 sobre la jubilación y, fumando el quinto cigarro del día, esperó el elevador para reportar ante el oficial de guardia. Alentaba la hermosa esperanza de que no le entregaran todavía un nuevo caso: quería dedicar toda su inteligencia a una sola idea e, incluso, en los últimos días había sentido otra vez deseos de escribir. Releyó un par de libros siempre capaces de remover su molicie y en una vieja libreta escolar, de papel amarillo rayado en verde, había escrito algunas de sus obsesiones, como un pitcher olvidado al que envían a calentar el brazo para tirar un juego decisivo. Su reencuentro con Támara, unos meses atrás, le había despertado nostalgias perdidas, sensaciones olvidadas, odios que creía desaparecidos y que regresaron a su vida convocados por un reencuentro inesperado con aquel trozo esencial de su pasado, con el cual valdría la pena ponerse alguna vez de acuerdo, y entonces condenarlo o absorberlo, de una vez y para siempre. Ahora pensaba que en todo aquello quizás había algún material para armar una historia bien conmovedora sobre los tiempos en que todos eran muy jóvenes, muy pobres y muy felices: el Flaco, cuando todavía era flaco, Andrés empecinado en ser pelotero, Dulci-ta, que no se había ido, el Conejo, claro, sería historiador, Támara, que no se había casado con Rafael y era tan, tan linda, y hasta él mismo, entonces soñaba más que nunca ser escritor y solamente escritor, mientras desde su cama observaba una foto del viejo Hemingway, colgada en la pared, y trataba de descubrir en aquellos ojos el misterio de la mirada con que el escritor desanda el mundo, viendo lo que otros no ven. Ahora pensaba que si alguna vez escribía toda aquella crónica de amor y de odio, de felicidad y de frustración, la titularíaPasado perfecto.

El elevador se detuvo en el tercer piso y el Conde dobló hacia la derecha. Los pisos de la Central resplandecían, recién barridos con aserrín humedecido con luzbrillante, y el sol que penetraba por los altos ventanales de aluminio y cristal pintaba con su claridad recién despertada el largo corredor. Decididamente, aquello estaba tan limpio y bien iluminado que no parecía una central de policía. Empujó la doble puerta de cristales y entró en el salón de la guardia, que vivía a esa hora de la mañana sus momentos más huracanados del día: oficiales que entregaban informes, investigadores protestando contra alguna medida del tribunal, auxiliares que pedían auxilio y hasta el teniente Mario Conde, con un bolero insistente a flor de labios -«De mi vida, doy lo bueno / soy tan pobre qué otra cosa puedo dar…»-, y un cigarro entre los dedos, que al acercarse al buró del oficial de guardia, esa mañana ocupado por el teniente Fabricio, apenas pudo oír:

– Dice el mayor que vayas a verlo. Ni me preguntes que no sé ni cuero y esto hoy está del carajo, y tú sabes que tus casos te los da el jefe, para algo eres su niño lindo.

El Conde miró un instante al teniente Fabricio, parecía realmente aturdido entre papeles, timbres de teléfonos y voces, y se dio cuenta de que las manos le habían empezado a sudar: era la segunda vez que Fabricio lo trataba de aquel modo y el Conde se dijo que no, no estaba dispuesto a soportarle esas zoqueterías. Hacía unos meses, en la investigación de una serie de robos en varios hoteles de La Habana, el mayor Rangel había ordenado que el Conde, después de cerrar un caso, relevara a Fabricio en la investigación. El Conde trató de negarse pero no hubo escapatoria: el Viejo lo había decidido, Esto no se puede demorar más, y él optó por disculparse con el teniente Fabricio, explicándole que no era su decisión. Varios días después, cuando el Conde halló a los culpables de los robos, trató de comentarle a su compañero el destino del caso y Fabricio le dijo: «Me alegro, Conde, seguro que el mayor te va a dar un beso y todo». Y él buscó todas las razones posibles para disculpar la actitud del teniente. Y al final lo había disculpado. Pero ahora una conciencia remota de su origen le recordó que él había nacido en un barrio demasiado caliente y pendenciero, donde no se permitía arriar ni por un momento las banderas de la hombría, so pena de quedarse sin bandera, sin hombría, incluso sin asta: no, no estaba dispuesto a asimilar, a su edad, aquel tipo de respuesta. Levantó un dedo, preparándose para iniciar un discurso, pero se contuvo. Esperó un instante a que el buró quedara vacío y entonces apoyó las manos en el borde y bajó la cabeza hasta la altura de los ojos de Fabricio para decir: