– Si tienes picazón, me avisas. Yo puedo rascarte cuando tú quieras, donde tú quieras y como tú quieras, ¿me oíste? -Y dio media vuelta, sintiendo cómo los puñales salidos de los ojos del otro le cosían la espalda. Pero qué coño le pasa a éste…
Ya me jodío la mañana, se dijo. Ahora no tenía paciencia ni ánimos para esperar el elevador y atacó las escaleras hasta el séptimo piso. Sintió cómo las duralginas volvían a gravitarle en el estómago y pensó que aquella historia iba a terminar mal. Al carajo, se dijo, como él quiera, y entró en la antesala del despacho del mayor Rangel.
Maruchi lo miró y movió la cabeza en gesto de saludo sin dejar de teclear en su máquina.
– ¿Qué hubo, pepilla? -la saludó y se acercó a su mesa.
– Te mandó a buscar tempranito, pero parece que ya tú habías salido -dijo la muchacha, mientras indicaba con la cabeza la puerta de la oficina-. No sé, creo que hay algún lío gordo.
El Conde suspiró y encendió un cigarro. Temblaba cuando el mayor hablaba de líos gordos, que venían de arriba, Conde, hay que apurarse. Pero esta vez no aceptaría sustituir a nadie, aunque le costara el trabajo. Se acomodó la pistola, siempre intentaba escapársele de la cintura delblue-jean, y más ahora que estaba adelgazando sin razón aparente, y puso una mano sobre el papel que copiaba la secretaria del Viejo.
– ¿Cómo yo te caigo, Maruchi?
La muchacha lo miró y sonrió.
– ¿Te me vas a declarar y quieres ir sobre seguro?
Ahora fue el Conde quien sonrió ante su torpeza:
– No, es que ya ni yo mismo me soporto -y tocó con los nudillos el cristal de la puerta.
– Dale, dale, acaba de entrar.
El mayor Rangel fumaba su tabaco y por el olor el Conde supo que no era un buen día para el Viejo: olía a breva barata y reseca, de las de sesenta centavos, y eso podía alterar definitivamente el humor del jefe de la Central. A pesar del mal tabaco capaz de agriarle el rostro, el Conde admiró la estampa marcial de su jefe: llevaba con distinción el uniforme, que hacía resaltar su piel tostada de jugador de squash y nadador consuetudinario. No se deja caer, el cabrón.
– Me dijeron… -trató de explicar, pero el mayor le indicó un asiento y luego movió una mano, pidiéndole silencio.
– Siéntate, siéntate, que se te acabó el vacilón. Busca a Manolo, que tienes un caso. Llevas como una semana sin nada especial, ¿no?
El Conde miró un instante hacia la ventana de la oficina del Viejo. Desde allí el horizonte era una mancha azul y no se advertía el revuelo de hojas y papeles desatado por el viento, y comprendió que no tenía escapatoria. El mayor intentaba ahora revivir la brasa de su tabaco y la angustia de aquel ejercicio de fumador mal correspondido se reflejaba en cada mueca de su rostro. Aquella mañana el Viejo tampoco era feliz.
Parece que viene el fin del mundo, o que nos cayó una maldición, o que la gente se volvió loca en este país. Oye, Conde: o yo me estoy poniendo viejo o las cosas están cambiando y nadie me había avisado. Yo creo que hasta voy a dejar el vicio, no se puede con esto, mira, mira bien, ¿tú crees que esta mierda se pueda llamar tabaco? Mira esto: pero si la capa tiene más arrugas que el culo de mi abuela, es como si me estuviera fumando un tarugo de hojas de plátano, de verdad que sí. Hoy mismo saco turno para un sicólogo, me le acuesto en el sofá y le digo que me ayude a dejar de fumar. Y con la falta que me hacía hoy un buen tabaco: no te digo un Rey del Mundo o un Gran Corona o un Davidoff… Me conformo con un Montecristo… Maruchi, traenos café, anda… A ver si me quito de la boca el sabor de esta bazofia. Bueno, si esto es café, que venga Dios y lo certifique… Oye, al grano. Me hace falta que te metas de cabeza en este caso y que te portes bien, Conde; no quiero oírte rezongar, ni lamentarte, ni que te tomes un trago, ni un carajo; quiero que lo resuelvas ya. Trabaja con Manolo y con quien te dé la gana, tienes carta blanca, pero muévete. Fíjate, esto es entre tú y yo, pero levanta bien la oreja: algo gordo está pasando, no sé bien dónde ni qué es, pero lo huelo en el ambiente y no quiero que nos coja en el aire, pensando en las musarañas. Tiene que ser algo gordo y feo porque el movimiento no es de los que yo conozco. Viene de muy arriba y es una investigación de arranca-pescuezo. Métete esto en la cabeza, ¿está bien?… Y no me preguntes, que no sé nada, ¿me entiendes?… Bueno, mira, a lo que te interesa: aquí están los papeles de este caso. Pero no te pongas a leer ahora, viejo. Te digo: una profesora de preuniversitario, veinticuatro años, militante de la Juventud, soltera; la mataron, la asfixiaron con una toalla, pero antes le dieron golpes de todos los colores, le fracturaron una costilla y dos falanges de un dedo y la violaron al menos dos hombres. No se llevaron nada de valor, aparentemente: ni ropa, ni equipos eléctricos… Y en el agua del inodoro de la casa aparecieron fibras de un cigarro de marihuana. ¿Te gusta el caso? Es metralla, y yo, yo, Antonio Rangel Valdés, quiero saber qué pasó con esa muchacha, porque no soy policía hace treinta años por gusto: ahí tiene que haber mucha porquería escondida para que la hayan matado como la mataron, con tortura, marihuana y violación colectiva incluida… ¿Pero qué clase de tabaco es éste? Es como si viniera el fin del mundo, por mi madre que sí. Y acuérdate de lo que te dije: pórtate bien, que el horno no está para panetelas…
El Conde se consideraba un buen catador de olores. Era el único de sus atributos que le parecía respetable y su olfato le dijo que el Viejo tenía razón: aquello olía a mierda. Lo supo desde que abrió la puerta del apartamento y observó un escenario donde sólo faltaban una víctima y sus victimarios. En el suelo, marcada con tiza, aparecía en su posición final la silueta de la joven profesora asesinada: un brazo había quedado muy cerca del cuerpo y el otro como intentando llegar a la cabeza, las piernas unidas y fiexiona-das, en un esfuerzo inútil por proteger el vientre ya vencido. Era un contorno lacerado, entre un sofá y una mesa de centro volteada hacia un lado.
Entró en el apartamento y cerró la puerta tras él. Observó entonces el resto de la sala: en un multimueble que ocupaba toda la pared opuesta al balcón había un televisor en colores, seguramente japonés, y una grabadora de doble casetera con una cinta terminada por la cara A, oprimió el stop, sacó el cásete y leyó:Prívate dancer, Tina Turner. Sobre el televisor, en el paño más largo del mueble, había una hilera de libros que le interesó más: varios de química, las obras de Lenin en tres tomos de un rojo desvaído, una Historia de Grecia y algunas novelas que el Conde jamás se atrevería a volver a leer: Doña Bárbara, Papá Goriot, Mare Nostrum, Las inquietudes de Shanti Andía, Cecilia Valdés y, en el extremo, el único libro que sintió deseos de robarse: Poesía, Pablo Neruda, que tan bien jugaba con su ánimo de ese momento. Abrió el libro y leyó al azar unos versos: