Mentira, se dijo. La nostalgia no podía seguir siendo igual que antes. Ahora, a la altura de 1989, funcionaba como una sensación empalagosa y perfumada, cándida y apacible, que lo abrazaba con la pasión reposada de los amores bien añejados. El Conde se preparó y la esperó agresiva, dispuesta a pedir cuentas, a reclamar intereses crecidos con los años, pero un acecho tan prolongado había servido para limar todos los bordes ásperos del recuerdo y dejar apenas aquella sosegada sensación de pertenencia a un lugar y un tiempo cubiertos ya por el velo rosado de una memoria selectiva, que prefería evocar sabia y noblemente los momentos ajenos al rencor, al odio y a la tristeza. Sí, puedo resistirla, pensó al contemplar las columnatas cuadradas que sostenían el altísimo portal del viejo Instituto de Segunda Enseñanza de La Víbora, convertido después en el preuniversitario que sería la guarida, por tres años, de los sueños y esperanzas de aquella generación escondida que quiso ser tantas cosas que nunca lograrían ser. La sombra de las vetustas majaguas de flores rojas y amarillas ascendía por la breve escalinata, desdibujando el sol del mediodía y protegiendo, incluso, el busto de Carlos Manuel de Céspedes, que tampoco era el mismo: la efigie clásica de los viejos tiempos, de cabeza, cuello y hombros rundidos en bronce, ribeteada de verde por tantas lluvias, había sido sustituida por una imagen ultramoderna que parecía enterrada en un alto bloque de concreto mal fraguado. Mentira, dijo otra vez, porque deseaba intensamente que todo pudiera ser mentira y la vida fuese un ensayo con retoques posibles antes de su ejecución finaclass="underline" por aquel portal y aquella escalera, el Flaco Carlos, cuando era muy flaco y tenía dos piernas saludables, había caminado y corrido y saltado con la alegría de los justos, mientras su amigo el Conde se dedicaba a mirar a todas las muchachas que no serían sus novias a pesar de sus mejores deseos de que así fuera, Andrés sufría (como sólo él era capaz de sufrir) sus penas de amor, y el Conejo, con su parsimonia invencible, se proponía cambiar el mundo rehaciendo la historia, a partir de un punto preciso que podía ser la victoria de los árabes en Poitiers, la de Moctezuma sobre Cortés o, simplemente, la permanencia de los ingleses en La Habana desde su conquista de la ciudad en 1762… Entre aquellas columnas, por aquellas aulas, tras esa escalinata y sobre esa plaza ilógicamente bautizada como Roja -porque era negra, sencillamente negra, como todo lo que podía tocar el hollín y la grasa del paradero de ómnibus tan cercano-, había terminado la niñez, y aunque apenas habían aprendido algunas operaciones matemáticas y leyes físicas empecinadamente invariables, se hicieron adultos mientras empezaron a conocer el sentido de la traición y también el de la maldad, vieron crecer arribistas y frustrarse a ciertos corazones cándidos, se enamoraron apasionadamente y se emborracharon de dolor y de alegría, y aprendieron, sobre todo, que existe una necesidad invencible que a falta de mejor nombre se conoce como amistad. No, no es mentira. Aunque sólo fuera como homenaje a la amistad, aquella nostalgia inesperadamente pausada valía la angustia de ser vivida, se convenció, cuando ya atravesaba las columnatas y escuchaba cómo Manolo le explicaba al bedel de la puerta que deseaban ver al director.
El bedel miró al Conde y el Conde miró al bedel y, por un instante, el policía se sintió atrapado en falta. Era un viejo de más de sesenta años, pulcro y bien peinado, de ojos clarísimos, que se quedó mirando al teniente con cara de a-éste-yo-lo-conozco. Tal vez si Manolo no se hubiera presentado como policía, el bedel habría preguntado si él mismo no era el cabroncito aquel que se le escapaba todos los días a las doce y cuarto descolgándose por el patio de educación física.
De las aulas bajaba un murmullo leve y el patio interior estaba desierto. El Conde sintió definitivamente que aquel lugar, adonde regresaba después de quince años de ausencia, ya no era el mismo que él había dejado. Si acaso le pertenecía en el recuerdo, en el olor inconfundible del polvillo de la tiza y el aroma alcohólico de los stencils, pero no en la realidad, empecinada en confundirlo con un desorden de dimensiones: lo que suponía pequeño resultaba ser demasiado grande, como si hubiera crecido en aquellos años, y lo que creía inmenso podía ser insignificante o ilocalizable, pues tal vez sólo existió en su más afectiva memoria. Entraron en la secretaría y luego al vestíbulo de la Dirección, y entonces fue imposible que no recordara el día en que realizó aquel mismo recorrido para escuchar cómo era acusado de escribir cuentos idealistas que defendían la religión. El coño de su madre, casi dijo, cuando salió una joven del despacho del director y les preguntó qué se les ofrecía.
– Queremos hablar con el director. Venimos por el caso de la profesora Lissette Núñez Delgado.
Muchas veces se ha dicho que enseñar es un arte y hay mucha literatura y mucha frase bonita sobre la educación. Pero la verdad es que una cosa es la filosofía del magisterio y otra tener que ejercerlo todos los días, durante años y años. Bueno, discúlpenme, pero ni café puedo brindarles. Ni té. Pero siéntense, por favor. Lo que no se dice es que para enseñar también hay que estar un poco loco. ¿Saben lo que es dirigir un preuniversitario? Mejor que ni lo sepan, porque es eso, una locura. Yo no sé qué está pasando, pero cada vez a los muchachos les interesa menos aprender de verdad. ¿Saben qué tiempo yo llevo en esto? Veintiséis años, compañeros, veintiséis: empecé de maestro, y ya llevo quince de director y cada vez creo que es peor. Hay algo que no está funcionando bien, la verdad, y estos muchachos de ahora son distintos. Es como si de pronto el mundo fuera demasiado rápido. Sí, es algo así. Dicen que es uno de los síntomas de la sociedad posmoderna. ¿Así que posmodernos nosotros, con este calor y las guaguas tan llenas? El caso es que todos los días salgo de aquí con dolor de cabeza. Está bien que se preocupen por el pelo, los zapatos y la ropa, que todos quieran estar, disculpen la palabra, templando como desaforados a los quince años, porque es lo lógico, ¿no?, pero también que se preocupen un poco por la escuela. Y todos los años les damos baja a unos cuantos porque les da por meterse a friquis y, según ellos, los friquis ni estudian ni trabajan ni piden nada: sólo que los dejen tranquilos, oiga eso, que los dejen tranquilos hacer la paz y el amor. Historia vieja de los años sesenta, ¿no?… Pero lo que más me preocupa es que ahora mismo usted agarra a uno de doce grado, que le faltan tres meses para graduarse, y le pregunta qué va a estudiar, y no sabe, y si dice que sabe, no sabe por qué. Están siempre como flotando y… Bueno, discúlpenme la perorata, que ustedes no son funcionarios del Ministerio de Educación, por suerte, ¿no?… Ayer por la mañana, sí, ayer, vinieron a decirnos lo de la compañerita Lissette. Yo no podía creerlo, la verdad. Siempre es difícil meterse en la cabeza que una persona joven, que uno ve todos los días, saludable, alegre, no sé, esté muerta. Es difícil, ¿verdad? Sí, ella empezó aquí con nosotros el curso pasado, con décimo grado, y la verdad es que ni yo ni su jefe de cátedra tenemos, digo, teníamos, ninguna queja de ella: cumplía con todo y lo hacía bien, creo que es de las pocas gentes jóvenes que nos han llegado que de verdad tenían vocación de maestra. Le gustaba su trabajo y siempre estaba inventando cosas para motivar a los alumnos, lo mismo iba a un campismo con ellos que hacía repasos por las noches, Q se metía en la educación física con su grupo, porque jugaba muy bien al volleyball, la verdad, y creo que los muchachos la querían. Yo siempre he sido de la opinión que entre profesores y alumnos debe haber una distancia y que esa distancia la crea el respeto, no el miedo ni la edad: el respeto por el conocimiento y por la responsabilidad, pero también creo que cada maestro tiene su librito y si ella se sentía bien estando siempre con los alumnos y los resultados docentes eran buenos, ¿pues qué le iba a decir? El año pasado sus tres aulas completas aprobaron química, con casi noventa puntos de promedio, y eso no lo consigue todo el mundo, así que me dije: si ése es el resultado, pues vale la pena, ¿no? Bueno, suena a Maquiavelo, pero no es maquiavélico. De todas maneras un día le comenté algo del exceso de familiaridad, pero ella me dijo que así se sentía mejor y no se volvió a hablar de eso. Es una pena lo que ha pasado, y ayer tuvimos problemas con la asistencia por la tarde, porque fueron muchísimos alumnos al velorio y al cementerio, pero decidimos justificarles la ausencia… ¿En lo personal? No sé, ahí no la conocía tanto. Tuvo un novio que venía a recogerla en una moto, pero eso fue el año pasado, aunque en el velorio la profesora Dagmar me dijo que hace como tres días lo había visto esperándola allá fuera. Miren, Dagmar sí puede hablarles de ella, era su jefe de cátedra y creo que su mejor amiga aquí en el Pre, pero ella no vino hoy, le afectó de verdad lo de Lissette… Bueno, eso sí, se vestía muy bien, pero tengo entendido que el padrastro y la madre viajan al extranjero con frecuencia y es lógico que le traigan sus cositas de fuera, ¿no? Acuérdense de que ella también era muy joven, de esta misma generación… Qué lástima, con lo bonita que era…