El director quiso sonreír y avanzó un poco hacia el centro del patio.
– ¿Usted se escapaba?
– Pregúntele a Julián el cancerbero, el conserje de la puerta. A lo mejor todavía se acuerda de mí.
Manolo se acercó, sigiloso, y se colocó junto a su jefe, pero muy lejos de la conversación. El Conde sabía que estaría observando a las muchachas, respirando el aroma de tantas virginidades amenazadas o inmoladas muy recientemente, y entonces lo imitó, pero sólo durante unos segundos, porque enseguida se sintió viejo, terriblemente alejado de aquellas muchachas en flor, de sayas amarillas cortadas sobre los muslos y de una frescura que sabía irrecuperable para siempre.
– Bueno, ustedes me disculpan, pero es que yo…
– No se preocupe, director -dijo el Conde sonriéndole por primera vez-. Ya nos vamos. Pero quería hacerle una pregunta… difícil, como usted dice. ¿Usted ha oído algún comentario de que entre los muchachos se esté fumando marihuana?
La sonrisa del director, que esperaba otro tipo de dificultad en la pregunta, se convirtió en una mala caricatura de cejas unidas. El Conde asintió: sí, eso mismo, oyó bien.
– Oiga, ¿por qué me pregunta eso?
– Nada, por saber si eran de verdad distintos a nosotros.
El hombre pensó un instante antes de responder. Parecía confundido, pero el Conde sabía que estaba buscando la mejor respuesta.
– No lo creo, la verdad. Al menos yo no lo creo, aunque todo puede suceder, en una fiesta, en su barrio, no sé si los friquis la fuman… Pero yo no lo creo. Son despreocupados y un poco superficiales, pero no quise decir que fueran malos, ¿no?
– Ni yo tampoco -dijo el Conde y extendió su mano al director.
Avanzaron hacia la salida donde varios estudiantes trataban de convencer a Julián el cancerbero para que los dejara salir a algo que se planteaba como una urgencia inaplazable. No, no me hagan cuentos, si no es con un papel de la dirección de aquí no sale nadie, seguramente decía Julián, repitiendo su consigna de los últimos treinta años. Bueno, no son tan distintos, es la misma historia de siempre, pensó ahora el Conde, que, al pasar junto al bedel, volvió a mirarle a los ojos, y mientras el hombre abría la puerta para darles salida, le dijo:
– Julián, yo soy el Conde, el mismo que se escapaba por allá atrás para irme a oír los episodios de Guaytabó -y salió, satisfecho del pasado, a la ventolera del presente que desgajaba las últimas flores primaverales de las majaguas. Sólo entonces notó que habían talado los dos árboles más cercanos a la escalinata, bajo los que había enamorado a un par de muchachas. Qué triste, ¿no?
– Discúlpeme, pero no puedo hasta eso de las siete -dijo, y el Conde pensó que últimamente todo el mundo se disculpaba y que la voz de la mujer seguía siendo dulce y convencida, como cuando afirmaba públicamente que a una cara angulosa le sienta mejor un largo de cabellos que sobrepase la mandíbula-. Es que estoy terminando un artículo que debo entregar mañana. ¿Puede ser a esa hora?
– Cómo no, cómo no. Vamos a ir. Hasta luego -se despidió, mientras comprobaba en el reloj que apenas eran las tres y media de la tarde. Colgó el teléfono y regresó al carro, cuando ya Manolo encendía el motor.
– Dime, ¿qué hubo? -preguntó el sargento sacando la cabeza por la ventanilla.
– Hasta las siete.
– Cago en su madre -dijo el otro y golpeó el timón con las dos manos. Ya le había contado al Conde que esa noche saldría con Adriana, su novia de turno, una mulata con el culo más duro que había tocado en su vida, y unas tetas que te hincaban y una cara que, vaya, para qué contar. Mira cómo me tiene, había dicho, abriendo los brazos, acusando a la más reciente adquisición sexual de su irremediable depauperación física.
– Vamos, déjame en la casa y me recoges a las seis y media -le propuso el teniente Mario Conde, pensando que no estaba dispuesto a ir en guagua hasta el Casino Deportivo sólo porque Manolo necesitara desesperadamente tocar el culo de Adriana.
El auto se puso en marcha y descendió por la colina negra de la Plaza Roja hacia la tiznada Calzada del 10 de Octubre.
– Llama a la jeva y dile que la ves a las nueve. Lo de Caridad debe ser rápido -propuso el Conde para tratar de aliviar la frustración de su compañero.
– Qué remedio, ¿no? ¿Y por qué no vemos ahora a la tal Dagmar?
El Conde miró la libreta donde Manolo había apuntado la dirección de la profesora.
– Prefiero no hacer más nada hasta que hablemos con la madre. Mejor llama tú a Dagmar y ponte de acuerdo para mañana. Y me hace falta que te ocupes de otra cosa: llégate a la Central y ve a ver a la gente de Drogas. Trata de hablar con el capitán Cicerón. Me hace falta que me digan todo lo que hay sobre marihuana por esta zona y que analicen la que apareció en el inodoro de Lissette. En esta historia hay varias cosas muy raras y esos restos de marihuana en el inodoro es lo que más me preocupa, porque hay que ser muyamateur para dejar una huella así.
Manolo esperó el cambio de luces en el semáforo de la Avenida de Acosta y entonces dijo:
– Y no hay robo tampoco.
– Sí, con un par de cosas que faltaran se podía pensar que ése era el móvil.
– Oye, Conde, ¿i de verdad tú crees que vamos a terminar temprano?
El teniente sonrió.
– Eres peor que una ladilla con insomnio.
– Conde, lo que pasa es que tú no has visto a Adriana.
– Coño, Manolo, si no es Adriana es su hermana, tú siempre tienes el mismo lío.
– No, viejo, no, esto es especial. Fíjate que hasta estoy pensando en casarme. Ah, ¿no me crees?, por mi madre te lo juro…
El Conde sonrió porque fue incapaz de calcular cuántas veces Manolo había hecho aquella misma promesa. Lo asombroso es que con tanto juramento en vano su madre siguiera viva. Miró hacia la Calzada, repleta de gentes que trataban desesperadamente de atrapar una guagua para regresar a sus casas a continuar una vida que casi nunca solía ser normal. Después de tantos años trabajando en la policía se había acostumbrado a ver a las personas como casos posibles en cuyas existencias y miserias tendría que escarbar alguna vez, como un ave carroñera, y destapar toneladas de odio, miedo, envidia e insatisfacciones en ebullición. Ninguna de las gentes que iba conociendo en cada caso que investigaba era feliz, y aquella ausencia de felicidad que también alcanzaba su propia vida le resultaba ya una condena demasiado larga y agotadora, y la idea de dejar aquel trabajo empezaba a convertirse en una decisión. Después de todo, pensó, esto es simpático: yo poniendo en orden la vida de las gentes, ¿y la mía cómo la enderezo?
– ¿De verdad te gusta ser policía, Manolo? -le preguntó, casi sin proponérselo.
– Creo que sí, Conde. Además, no sé hacer otra cosa.
– Pues si te gusta estás loco. Yo también estoy loco.
– Me gusta la locura -admitió Manolo, que atravesó la línea del tren sin alterar la velocidad-. Igual que al director del Pre.
– ¿Qué te pareció el hombre?
– No sé, Conde, creo que no me gustó, pero no me hagas mucho caso. Es una impresión.
– De impresión a impresión: yo tengo la misma.
– Oye, Conde, le digo a Adriana que a las ocho y media, ¿verdad?
– Ya te dije que sí, Manolo. Oye, tú que te las das de haber tenido tantas mujeres, ¿alguna vez tuviste una que tocara el saxofón?
Manolo aminoró apenas la marcha para mirar a su jefe, y sonrió:
– ¿Con la boca?
– Vaya a que le den por el saco -soltó el Conde y también sonrió. No hay respeto, se dijo, mientras encendía un cigarro, un par de cuadras antes de llegar a su casa. Ahora se sentía mejor: tenía casi tres horas libres y se iba a sentar a escribir. A escribir cualquier cosa. A escribir.