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Robert Heinlein

Viernes

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by Robert A. Heinlein — 1985

Traducción: Domingo Santos — 1982

1

Cuando abandoné la cápsula del Tallo de Kenya lo llevaba tras mis talones. Me siguió a través de la puerta que conducía a Aduanas, Sanidad e Inmigración. Cuando la puerta se contrajo tras él, lo maté.

Nunca me ha gustado ir por el Tallo. Mi desagrado proviene de mucho antes del desastre del Enganche Celeste de Quito. Un cable que sube hacia el cielo sin nada que lo sujete desde arriba huele demasiado a magia. Pero la única otra forma de alcanzar Ele— Cinco toma demasiado tiempo y es demasiado cara; mis órdenes y mi cuenta de gastos no cubrían ninguna de las dos cosas.

Así que estaba nerviosa antes incluso de abandonar la lanzadera de Ele-Cinco en la Estación Estacionaria para abordar la cápsula del Tallo… pero, maldita sea, estar nerviosa no es ninguna razón para matar a un hombre. Yo sólo había pretendido ponerlo fuera de combate durante unas cuantas horas.

El subconsciente tiene su propia lógica. Lo sujeté antes de que golpeara el suelo y lo arrastré rápidamente hacia una hilera de armarios cerrados a prueba de bombas, apresurándome para evitar manchar el suelo… apreté su pulgar contra la cerradura, lo metí dentro y agarré su bolsa, encontré su tarjeta del Diners Club, la metí en la ranura, retiré sus documentos de identidad y su dinero suelto, y arrojé el bolso dentro con el cadáver al tiempo que el armario se cerraba y lo ocultaba. Me alejé.

Un Ojo Público estaba flotando encima y más allá de mí.

No había razón para ponerse nerviosa. Nueve de cada diez veces un Ojo está vagando al azar, sin nadie que lo dirija, y su cinta de veinticuatro horas puede ser comprobada por un humano o no antes de ser borrada. La décima vez… Puede que haya un oficial de paz controlándolo desde cerca… o puede que se esté rascando y pensando en lo que hizo la otra noche.

Así que lo ignoré y me dirigí hacia la salida del corredor. Aquel engorroso Ojo debería haberme seguido puesto que yo era la única masa en aquel pasillo radiando a treinta y siete grados. Pero se demoró, tres segundos al menos, comprobando aquel armario, antes de apresurarse de nuevo tras de mí.

Estaba estimando cuál de tres posibles vías de acción era la más segura, cuando aquella parte rebelde de mi cerebro tomó el control y mis manos ejecutaron una cuarta: mi pluma de bolsillo se convirtió en un rayo láser y «mató» a aquel Ojo Público… lo mató por completo mientras mantenía el rayo a toda potencia sobre él hasta que el Ojo cayó al suelo, no sólo ciego sino con la antigrav destruida. Y su memoria borrada… esperaba.

Utilicé de nuevo mi tarjeta de crédito de emergencia, trabajando la cerradura del armario con mi pluma para evitar emborronar la huella de su pulgar. Tuve que darle una buena patada al Ojo para conseguir meterlo en el ya repleto armario. Luego me apresuré: ya era tiempo de convertirme en otra persona. Como la mayor parte de los puertos de entrada, el Tallo de Kenya tiene distracciones para los viajeros a ambos lados de la barrera. En vez de cruzar la inspección, encontré los lavabos y pagué con moneda para utilizar una ducha-vestidor.

Veintisiete minutos más tarde no sólo había tomado una ducha, sino que también había conseguido un pelo distinto, ropas diferentes, otro rostro… desechando el que me había costado tres horas ponerme pero que había eliminado en quince minutos con agua y jabón. No me sentía ansiosa por mostrar mi auténtico rostro, pero tenía que librarme de la persona que había utilizado en aquella misión. Toda la parte de esa persona que no podía lavarse bajo el chorro de agua había ido a parar a la trituradora: mono, botas, bolso, huellas dactilares, lentes de contacto, pasaporte. El pasaporte que llevaba ahora mostraba mi auténtico nombre — bueno, uno de mis nombres —, una estereografía de mi rostro, y exhibía un auténtico sello de transeúnte de Ele-Cinco estampado en él.

Antes de triturar los objetos personales que había tomado del cadáver, les eché una ojeada… e hice una pausa.

Sus tarjetas de crédito y documentos de identidad mostraban cuatro identidades.

¿Dónde estaban sus otros tres pasaportes?

Probablemente en algún lugar en la carne muerta que llenaba aquel armario. No había efectuado un registro como correspondía — ¡no tenía tiempo! — , simplemente había cogido lo que había encontrado en su bolso.

¿Volver y echar otra mirada? Si iba allá de nuevo y abría otra vez el armario lleno con un cadáver aún caliente, alguien terminaría dándose cuenta. Tomando aquellas tarjetas y pasaporte había esperado posponer la identificación del cuerpo y así concederme un poco más de tiempo para largarme, pero… Espera un momento. Hummm, sí, el pasaporte y la tarjeta del Diners Club estaban extendidos a nombre de «Adolf Belsen». La de la American Express iba a nombre de «Albert Beaumont», y la del Banco de Hong Kong decía «Arthur Bookman», mientras que la MasterCard hablaba de un tal «Archibald Buchanan».

«Reconstruí» el crimen: Beaumont-Bookman-Buchanan acababa de apoyar su pulgar en la cerradura del armario cuando Belsen lo golpeó por detrás, lo metió en el armario, utilizó su propia tarjeta del Diners Club para cerrarlo, y se marchó a toda prisa.

Sí, una excelente teoría… y ahora a enturbiar las aguas aún más.

Los documentos de identidad y las tarjetas de crédito pasaron a mi cartera. El pasaporte de «Belsen» lo oculté en mi propio cuerpo. No pasaría un registro personal, pero hay formas de evitar un registro personal, incluyendo (aunque no limitándolo) soborno, influencia, corrupción, informes falsos, y alboroto.

Cuando salí de los servicios, los pasajeros de la siguiente cápsula estaban entrando y poniéndose en la cola ante Aduanas, Sanidad e Inmigración; me uní a la cola. El oficial notó lo ligero de mi equipaje, e hizo una observación acerca de las condiciones del mercado negro de arriba. Adopté mi mejor expresión de estupidez, la misma que mostraba mi pasaporte. Entonces encontró la cantidad correcta de billetes convenientemente doblados en mi pasaporte, y olvidó el asunto.

Le pregunté por el mejor hotel y por el mejor restaurante. Dijo que se suponía que él no podía dar ningún tipo de recomendaciones, pero que pensaba que el mejor era el Nairobi Hilton. En cuanto a la comida, si yo podía resistirla, el Hombre Gordo, enfrente del Hilton, ofrecía la mejor comida de África. Esperaba que disfrutara de mi estancia en Kenya.

Le di las gracias. Unos pocos minutos más tarde había bajado de la montaña y estaba en la ciudad, y empezaba ya a lamentarlo. La Estación de Kenya está a más de cinco kilómetros de altura; el aire allí es siempre suave y frío. Nairobi está más alta que Denver, casi tan alta como la ciudad de México, pero está tan sólo a una fracción de la altura del monte Kenya, y está justo al sur del ecuador.

El aire era denso y demasiado cálido para respirar; casi inmediatamente mis ropas estuvieron empapadas de sudor; pude sentir que mis pies empezaban a hincharse… y además me dolían sometidos a toda una gravedad. No me gustan las misiones fuera de la Tierra, pero regresar de una es aún peor.

Apelé a mi entrenamiento del control mental para que me ayudara a no darme cuenta de mi incomodidad. Basura. Si mi maestro de control mental hubiera pasado menos tiempo en la posición del loto y más tiempo en Kenya, su instrucción me hubiera podido ser mucho más útil ahora. Lo olvidé y me concentré en el problema: cómo salir lo más rápidamente posible de aquella sauna.

El vestíbulo del Hilton estaba agradablemente fresco. Y lo mejor de todo era que disponía de una agencia de viajes completamente automatizada. Me dirigí allí, encontré una cabina vacía, me senté frente a la terminal. Inmediatamente apareció la empleada.