Cuando el doctor Krasny me dejó marchar, yo no estaba «bien de bien». Era simplemente una paciente recuperada que ya no requería los cuidados de una enfermera en la cama.
Nueve semanas más tarde hubiera podido conseguir algunas medallas en los viejos Juegos Olímpicos sin ni siquiera sudar un poquito. Cuando abordé el semibalístico Abel Tasman en el puerto libre de Winnipeg, el capitán me echó el ojo. Yo sabía que mi aspecto era excelente, y añadí un contoneo a mis asentaderas que nunca utilizo cuando estoy en misión… como correo normalmente intento fundirme con el entorno. Pero ahora estaba de permiso y es divertido hacerse notar. Aparentemente no había olvidado como hacerlo, puesto que el capitán se dirigió a mi alvéolo mientras yo estaba todavía colocándome el cinturón. O puede que fuera a causa del mono de superpiel que llevaba…
nuevo de aquella temporada y recién estrenado; me lo había comprado en el puerto libre y me lo había puesto allá mismo en la tienda. Estoy segura de que tan sólo es cosa de tiempo hasta que las sectas que piensan que el sexo tiene algo que ver con el pecado clasifiquen el llevar superpiel como un pecado mortal.
Dijo:
— Señorita Baldwin, ¿verdad? ¿Tiene a alguien aguardándola en Auckland? Con la guerra y todo lo demás no es una buena idea que una mujer sin escolta vaya sola por un puerto internacional.
(No le dije: «Mira, chico, la última vez me cargué al tipo»). El capitán medía metro noventa y cinco, quizá, y pesaría un centenar de kilos, y ni un gramo de ellos era grasa.
Apenas debía haber rebasado la treintena, y era el tipo de rubio que una esperaría encontrar en las Líneas Aéreas Escandinavas antes que en las de Australia y Nueva Zelanda. Si deseaba mostrarse protector estaba dispuesta a no desanimarle. Respondí:
— Nadie me está esperando, pero simplemente estoy transbordando para la lanzadera a la Isla del Sur. ¿Cómo funcionan esos cierres? Oh, ¿esos galones significan que es usted el capitán?
— Déjeme mostrárselo. El capitán, sí… Capitán Ian Tormey. — Empezó a abrochar mis cinturones; le dejé hacerlo.
— Capitán. ¡Huau! Nunca había conocido a un capitán antes.
— Una observación como esa ni siquiera es una pequeña mentira cuando es una respuesta ritual en los antiguos bailes de pueblo que se celebraban en el granero. Él me había dicho: «Estoy de ronda y tú pareces adecuada. ¿Estás interesada?» Y yo había contestado: «Pareces aceptable, pero lamento tener que decirte que hoy no tengo tiempo».
En este punto él podía abandonar sin mayor insistencia, o podía elegir intentarlo de nuevo con vistas a un posible futuro encuentro. Él eligió lo segundo.
Cuando terminó de atarme los cinturones — lo bastante apretados, pero no demasiado apretados, y sin aprovecharse de la ocasión… de forma completamente profesional — dijo:
— El margen de tiempo de esa conexión no es mucho hoy. Si se espera cuando desembarquemos y se queda la última, me sentiré muy feliz de acompañarla a bordo de su Kiwi. Será más rápido que buscar su camino por sí misma entre la multitud.
(El margen de tiempo de la conexión es de veintisiete minutos, capitán… lo que te deja veinte minutos para charlar conmigo antes de que den la última señal. Pero sigue mostrándote amable y quizá te conceda una oportunidad).
— ¡Oh, gracias, capitán!… si eso no le causa realmente demasiados problemas.
— Es un servicio de las ANZAC, señorita Baldwin. Pero además un placer por mi parte.
Me gusta viajar en los semibalisticos… la presión de varias gravedades del despegue que siempre da la sensación como si el alvéolo fuera a rasgarse y derramar fluido por toda la cabina, los minutos de caída libre en que te falta la respiración y que te hacen sentir como si se te estuvieran saliendo todas las tripas, y luego la reentrada y ese largo, largo planeo que deja chiquitos a todos los demás vuelos libres jamás imaginados.
¿Dónde se puede encontrar más diversión en cuarenta minutos con las ropas puestas?
Luego viene la siempre interesante pregunta: ¿Estará la entrada libre? Un semibalístico no cambia nunca de rumbo; no puede.
Aquí en el folleto dice claramente que un SB nunca despega hasta que recibe «campo libre» desde el puerto de reentrada. Seguro, seguro, y yo creo en las Hadas Madrinas como creían los padres del Jefe. ¿Qué hay del tipo con el VMA que toma la banda equivocada y aparca en ella? ¿Qué hay de aquella vez en Singapur en la que yo estaba sentada en el bar de la terraza superior y observé como tres SB aterrizaban en nueve minutos?… no en la misma banda, lo admito, ¡pero sí en bandas entrecruzadas! Una ruleta rusa.
Pero seguiré tomándolos; me gustan, y mi profesión requiere que los use a menudo.
Pero contengo la respiración desde que tocamos tierra hasta que nos detenemos por completo.
Este viaje fue tan divertido como siempre, y un trayecto en semibalístico nunca es lo bastante largo como para resultar cansado. Me solté los cinturones cuando aterrizamos y, naturalmente, mi educado lobo estaba saliendo de su cabina cuando alcancé la salida. El ayudante de vuelo me tendió mi equipaje, y el capitán Tormey lo tomó sin hacer caso a mis insinceras protestas.
Me llevó hasta la puerta de la lanzadera, se encargó de confirmar mi reserva y seleccionar mi asiento, luego se abrió paso hasta más allá del cartel Sólo Pasajeros y se acomodó a mi lado.
— Lástima que se vaya tan pronto… lástima para mí, quiero decir. Según las reglas no puedo hacer el próximo vuelo hasta dentro de tres días… y en este viaje ocurre que a este lado no tengo a nadie. Mi hermana y su marido vivían aquí… pero se trasladaron a Sydney, y ya no tengo a nadie a quien visitar.
(Muchacho, no puedo imaginarte pasando todo tu tiempo libre con tu hermana y tu cuñado).
— ¡Oh, qué pena! Sé cómo debe sentirse. Mi familia está en Christchurch, y siempre me siento sola cuando debo permanecer lejos de ella. Es una familia enorme, ruidosa, alegre… me casé en un grupo-S. — (Siempre les digo esto desde un principio).
— ¡Oh, qué agradable! ¿Cuántos maridos tiene?
— Capitán, eso es siempre lo primero que preguntan los hombres. Procede del desconocimiento de la naturaleza de un grupo-S. Por pensar que S significa «sexo».
— ¿No lo significa?
— ¡Dioses, no! Significa «seguridad» y «sociabilidad» y «santuario» y «socorro» y «salvaguardia» y montones de cosas, todas ellas cálidas y dulces y reconfortantes. Oh, también significa «sexo». Pero el sexo puede encontrarse fácilmente en todas partes. No es necesario formar nada tan complejo como un grupo-S simplemente por el sexo. (S significa también «familia sintética», porque así es como era designada en la legislación de la primera nación territorial, la Confederación de California, para legalizarla. Pero hay unas posibilidades de diez contra uno de que el capitán Tormey sepa esto. Estábamos simplemente utilizando las variaciones estándar del Gran Saludo).
— No encuentro que el sexo sea fácilmente conseguible…
(Me negué a contestar a esa maniobra. Capitán, con tu altura y tus anchos hombros y tu lasciva mirada y casi todo tu tiempo libre para La Caza… en Winnipeg y Auckland, por el amor de Dios, dos lugares donde nunca falla la cosecha… ¡Por favor, señor! Inténtalo de nuevo).
— …pero estoy de acuerdo con usted de que no es razón suficiente para que uno se case. No soy propenso al matrimonio, nunca… porque yo voy allá donde van los patos salvajes. Pero un grupo-S suena como algo bueno para meterse en ello.
— Lo es.
— ¿Cuán grande es el suyo?
— ¿Todavía interesado en mis maridos? Tengo tres maridos, señor, y tres hermanas de grupo para compartirlos… y creo que a usted le gustarían las tres, especialmente Lispeth, la más joven y hermosa. Liz es una jovencita escocesa pelirroja un poco casquivana.