— ¿Cómo, Brian?
— Aquí está la base de su papel de custodio. Como responsable de las finanzas y los negocios de la familia, es poco menos que irreemplazable. Quizá algún otro de nosotros pudiera hacerlo, pero seguro que ninguno desea el trabajo, y yo sospecho mucho que ninguno de nosotros podría acercarse a su competencia. Pero también es una ejecutiva fuerte y capaz en otros asuntos además del dinero. Ya sea en parar las peleas entre los niños o en decidir cualquiera de las mil cuestiones que trae consigo el llevar una casa.
Anita puede encontrar siempre la mejor solución y hacer que las cosas sigan funcionando.
Un grupo familiar como el nuestro necesita un líder fuerte y capaz.
(Un tirano fuerte y capaz, dije para mí misma).
Bien, Marjie, querida, ¿puedes aguardar un poco y darle al viejo Brian algo de tiempo para arreglar las cosas? ¿Te crees que quiero a Ellen tanto como puedas quererla tú?
Palmeé su mano.
— Por supuesto, querido. — (¡Pero no te tomes demasiado tiempo!) — Ahora, cuando volvamos a casa, ¿irás a Vickie y le dirás que estabas bromeando, y que lamentas haberla preocupado? Por favor, querida.
(¡Uf! Había estado pensando tan intensamente en Ellen que había olvidado cómo había empezado aquella conversación).
— Espera un momento, Brian. Aguardaré y evitaré irritar a Anita puesto que tú me dices que es necesario. Pero no voy a complacer los prejuicios raciales de Vickie.
— No tendrás que hacer eso. Nuestra familia no es de una sola opinión en tales asuntos.
Yo estoy de acuerdo contigo, y descubrirás que Liz lo está también. Vickie está en cierto modo en la línea divisoria; desea encontrar alguna excusa para traer a Ellen de vuelta a la familia y, ahora que yo he hablado con ella, está dispuesta a admitir que los tonganos son exactamente iguales a los maoríes y que el auténtico test es la persona en sí. Pero es esa extraña broma que hiciste acerca de ti misma lo que la ha alterado.
— Oh. Brian, tú me dijiste en una ocasión que estabas a punto de licenciarte en biología cuando cambiaste a leyes.
— Sí. Aunque «estar a punto» quizá sea un poco demasiado fuerte.
— Entonces sabes que una persona artificial es biológicamente indistinguible de cualquier ser humano ordinario. La falta de un alma no se aprecia físicamente.
— ¿Eh? Sólo soy un miembro de la junta parroquial, querida; las almas son asunto de los teólogos. Pero realmente no es difícil descubrir a un artefacto viviente.
— No he dicho «artefacto viviente». Ese término cubre incluso a un perro parlante como Lord Nelson. Pero una persona artificial está estrictamente limitada a la forma y apariencia humanas. De modo que, ¿cómo puedes detectar a una? Esa era la tontería que estaba diciendo Vickie, que en cualquier momento podía detectar una. Tómame a mí, por ejemplo. Brian, conoces mi ser físico hasta su último rincón… y me alegra decirlo. ¿Soy un ser humano ordinario? ¿O una persona artificial?
Brian sonrió y se pasó la lengua por los labios.
— Encantadora Marjie, testificaré ante cualquier tribunal que eres humana en tus nueve décimas partes… el resto es angélico. ¿Debo especificar?
— Conociendo tus gustos, querido, no creo que sea necesario. Gracias. Pero por favor, seamos serios. Supón, sólo para los propósitos de la discusión, que soy una persona artificial. ¿Cómo podría un hombre en la cama conmigo, como estuviste tú la última noche y muchas otras noches, decir que yo era artificial?
— Marjie, por favor, deja correr esto. No es divertido.
(A veces la gente humana me exaspera hasta más allá del límite).
— Soy una persona artificial — dije rápidamente.
— ¡Marjorie!
— ¿No crees en mi palabra? ¿Tengo que probarlo?
— Deja de bromear. ¡Inmediatamente! O, Dios me ayude, cuando volvamos a casa voy a zurrarte, Marjorie. Nunca te he puesto la mano encima excepto para acariciarte… ni a ti ni a ninguna de mis esposas. Pero te estás mereciendo una buena tunda.
— ¿De veras? ¿Ves ese último trozo de tarta en tu plato? Voy a tomarlo. Adelanta las dos manos a la vez hacia tu plato e intenta detenerme.
— No seas tonta.
— Hazlo. No podrás moverte con la suficiente rapidez como para detenerme.
Nos miramos a los ojos. Repentinamente empezó a juntar sus manos. Yo me puse automáticamente en sobremarcha, tomé mi tenedor, pinché el trozo de tarta, retiré el tenedor entre sus manos que se cerraban, detuve la sobremarcha justo antes de meter el trozo entre mis labios.
(Esa cuchara de plástico en la inclusa no era un acto discriminatorio sino para protegerme. La primera vez que utilicé un tenedor me atravesé el labio porque aún no había aprendido a frenar mis movimientos al ritmo de las personas no perfeccionadas).
Puede que no exista ninguna palabra para describir la expresión en el rostro de Brian.
— ¿Basta con esto? — le pregunté —. No, probablemente no. Querido, démonos la mano. — Le tendí mi mano derecha.
El dudó, luego la tomó. Le dejé controlar el apretón, luego empecé a apretar yo, lentamente.
— No te hagas daño, querido — le advertí —. Avísame cuando quieras que pare.
Brian no es un blando y puede resistir bastante dolor. Estaba ya a punto de dejarlo correr, puesto que no deseaba romperle ningún hueso de la mano, cuando repentinamente gritó:
— ¡Ya basta!
Inmediatamente lo solté y empecé a masajear suavemente su mano con las dos mías.
— No me gustaba hacerte daño, querido, pero tenía que demostrarte que te estoy diciendo la verdad. Normalmente soy muy cuidadosa en no mostrar reflejos no usuales o una fuerza inhabitual. Pero los necesito en mi trabajo. En varias ocasiones la fuerza y la velocidad perfeccionadas me han salvado la vida. Tomo muchas precauciones para no usar ninguna de ellas a menos que me vea obligada. Ahora… ¿necesito algo más para probarte que soy lo que digo que soy? Estoy perfeccionada en otros aspectos, pero la velocidad y la fuerza son los más fáciles de demostrar.
— Es hora de que volvamos a casa — respondió.
En el camino de vuelta a casa no intercambiamos ni una docena de palabras. Me encanta el lujo de un paseo a caballo y en coche de caballos. Pero aquel día hubiera utilizado alegremente algo ruidoso y mecánico… ¡pero rápido!
Durante los siguientes días Brian me evitó; lo vi solamente en la mesa, en las comidas.
Una mañana, Anita me dijo:
— Marjorie, querida, voy a ir a la ciudad a arreglar algunos asuntos. ¿Podrías venir conmigo y ayudarme? — Naturalmente, dije que sí.
Hizo varias paradas en las inmediaciones de la calle Gloucester y Durham. No había nada para lo que necesitara mi ayuda. Llegué a la conclusión de que simplemente deseaba compañía, y me sentí complacida por ello. Es enormemente agradable estar con Anita siempre que una no se entrecruce con sus deseos.
Cuando terminó, bajamos hasta la Cambridge Terrace a lo largo de la orilla del Avon y entramos en el Hagley Park y los jardines botánicos. Ella eligió un lugar soleado desde el que podíamos ver los pájaros, y sacó su punto. Durante un rato no hablamos de nada en particular, o simplemente permanecimos sentadas.
Habría transcurrido quizá media hora cuando su teléfono zumbó. Lo sacó de su bolsa de punto, se metió el auricular en la oreja.
— ¿Sí? — Luego añadió —: Gracias. Adiós. — Y volvió a guardar el teléfono sin decirme quién la había llamado. Era su privilegio.
Aunque sí lo hizo indirectamente:
— Dime, Marjorie, ¿nunca has sentido remordimientos? ¿O una sensación de culpabilidad?
— Bueno, a veces sí. ¿Debo sentirlos? ¿Acerca de qué? — Rebusqué en mi cerebro, como si pensara que no había sido lo bastante cuidadosa en no preocupar a Anita.