El oficial de ASI ni siquiera lo tocó.
— Hola, capitán. ¿Qué está pasando esta vez?
— Lo de siempre. Diamantes ilegales. Secretos comerciales. Armas especiales. Drogas de contrabando.
— ¿Eso es todo? Es malgastar tiza. — Garabateó algo en el maletín de Ian —. ¿Va ella con usted?
— Nunca antes la había visto en mi vida.
— Yo squaw injun — afirmé —. Jefe blanco prometerme mucha agua de fuego. Jefe blanco no cumplir promesa.
— Yo hubiera podido decírselo. ¿Va a estar mucho tiempo aquí?
— Vivo en el Imperio. Estoy de tránsito, probablemente me quedaré una noche. Pasé por aquí en mi viaje a Nueva Zelanda el mes pasado. Aquí está mi pasaporte.
Le echó una ojeada, lo selló, garabateó en mi equipaje sin abrirlo.
— Si decide quedarse un poco más, yo compraré su agua de fuego. Pero no confíe en el capitán Tormey. — Pasamos.
Inmediatamente después de la barrera, Ian dejó caer nuestros dos equipajes, tomó a una mujer por los codos — probando su excelente condición física: ella era tan sólo diez centímetros más baja que él —, y la besó entusiásticamente. Luego volvió a dejarla en el suelo.
— Jan, esta es Marj.
(Cuando Ian se dedicó a su esforzado trabajo allá en su casa, ¿por qué se ocupó tanto de mi magra persona? Porque yo estaba allí y ella no, sin la menor duda. Pero ahora ella sí estaba. Así que, querida señora, ¿no tendrás algún buen libro que yo pueda leer?).
Janet me besó, y me sentí mejor. Luego apoyó sus dos manos en mis hombros.
— No lo veo. ¿No lo habrás dejado en la nave?
— ¿Dejar qué? Este neceser es todo lo que llevo… mi equipaje está en tránsito.
— No, querida, tu halo. Betty me dio a entender que esperara un halo.
Pensé en aquello.
— ¿Estás seguro de que dijo halo?
— Bueno… dijo que tú eras un ángel. Quizá me precipité en mis conclusiones.
— Quizá. No creo que llevara ningún halo la pasada noche; no acostumbro a llevarlo cuando viajo.
— Ya está bien — dijo el capitán Ian —. La pasada noche todo lo que ella llevaba era una carga, una enorme carga. Cariño, odio tener que decírtelo, pero Betty era una mala influencia. Deplorable.
— ¡Oh, cielos! Quizá será mejor que vayamos directamente a la reunión de fieles.
¿Vamos, Marjorie? ¿Tomamos té y pastelillos allí, y nos saltamos la cena? Toda la congregación rezará por ti.
— Lo que tú digas, Janet. — (¿Debía aceptar aquello? No sabía cuál era la etiqueta en una «reunión de fieles»).
— Janet — dijo el capitán Tormey —, quizá será mejor que la llevemos a casa y recemos allí por ella. No estoy seguro de que Marj está acostumbrada a la confesión pública de los pecados.
— Marjorie, ¿prefieres eso?
— Creo que lo prefiero, sí.
— Entonces nosotros también. Ian, ¿llamas a Georges?
Georges resultó ser Georges Perreault. Eso es todo lo que supe acerca de él en aquel momento, excepto que estaba conduciendo un par de caballos Morgan negros enjaezados a un surrey Honda apto solamente para los muy ricos. ¿Cuánto gana un capitán de SB? Viernes, eso no es asunto tuyo. Pero aquel era sin lugar a dudas un buen par de ejemplares. Como también lo era Georges, incidentalmente. Apuesto, quiero decir.
Era alto, de pelo negro, vestido con un traje oscuro y un quepis, y tenía todo el aspecto de un cochero. Pero Janet no lo presentó como un sirviente, y él se inclinó sobre mi mano y la besó. ¿Besa las manos un cochero? No dejo de encontrarme con prácticas humanas no cubiertas por mi entrenamiento.
Ian se sentó delante con Georges; Janet me hizo subir detrás con ella, y abrió una gran manta.
— Pensé que no habías traído contigo nada de abrigo, viniendo de Auckland — explicó —.
Así que tápate un poco. — No protesté diciendo que nunca me enfriaba; era un detalle considerado, y me arropé bajo ella. Georges nos condujo hasta la carretera, animó a los caballos, y estos emprendieron un trote rápido. Ian tomó un cuerno de una gaveta del tablero de mandos y lo hizo sonar… no parecía haber ninguna razón para ello; creo que simplemente le gustaba hacer un poco de ruido.
No entramos en la ciudad de Winnipeg. Su casa estaba al sur de una pequeña ciudad, Stonewall, al norte de la ciudad y más cerca del puerto. Cuando llegamos allí ya era oscuro pero pude ver una cosa: era una zona campestre diseñada para contener cualquier tipo de ataque militar profesional. Había tres puertas en serie, con las puertas uno y dos formando una barrera de contención. No descubrí Ojos ni armas remotas pero estaba segura de que estaban ahí.. la zona estaba señalada con las balizas rojas y blancas que indicaban a los vehículos aerodeslizadores que no intentaran penetrar en aquel perímetro.
Sólo pude tener un ligero atisbo de lo que había más allá de las tres puertas… era demasiado oscuro. Vi una pared y dos verjas, pero no pude ver como estaban armadas y/o minadas, y dudé en preguntar. Pero ninguna persona inteligente gasta tanto en la protección de una casa y luego confía exclusivamente en la defensa pasiva. Deseaba preguntar también acerca de la disponibilidad de energía, recordando cómo en la granja el Jefe había perdido su generador principal (cortado por el «tío Jim») y con ello sus defensas… pero se trataba también de algo que se suponía que un huésped no debía preguntar.
Me pregunté aún más qué hubiera ocurrido si hubiéramos sido asaltados antes de penetrar por las puertas del castillo. De nuevo, con mi experiencia en armas ilegales que aparecen de pronto en las manos de las personas presuntamente desarmadas, ese era un tipo de pregunta que una no formulaba. Normalmente yo voy por ahí desarmada pero no presumo que los demás lo hagan también… la mayoría de la gente no posee ni mis perfeccionamientos ni mi entrenamiento especial.
(Yo siempre confío más en mi condición de «desarmada» que en depender de una serie de artilugios que pueden serte retirados en cualquier puesto de control, o que puedes perder, o que pueden quedarse sin municiones, o atascarse, o haber gastado toda su energía cuando más los necesitas. No parezco armada, y eso da también una ventaja. Pero otra gente, otros problemas… yo soy un caso especial).
Subimos por un serpenteante sendero y nos metimos bajo un voladizo y nos detuvimos, y de nuevo Ian hizo sonar aquel estúpido cuerno… pero esta vez parecía haber alguna finalidad en ello; las puertas delanteras se abrieron. Ian dijo:
— Llévala dentro, querida; voy a ayudar a Georges con el coche.
— No necesito ninguna ayuda.
— Cállate. — Ian saltó al suelo y nos ayudó a bajar, entregó mi neceser de viaje a su esposa… y Georges se fue con el coche. Ian simplemente lo siguió a pie. Janet me condujo dentro… y jadeé.
Estaba mirando a través del vestíbulo a una fuente iluminada, una fuente programada; cambiaba de formas y de colores mientras yo estaba parada allí. Había una suave música de fondo, que (posiblemente) controlaba la fuente.
— Janet… ¿quién es vuestro arquitecto?
— ¿Te gusta?
— ¡Por supuesto!
— Entonces lo admitiré. Yo soy el arquitecto. Ian es el que ha montado los cachivaches.
Georges ha controlado los interiores. Es un artista en muchos sentidos, y una de las alas es su estudio. Y tengo que decirte inmediatamente ahora que Betty me comunicó que ocultara todas tus ropas hasta que Georges pintara al menos un desnudo tuyo.
— ¿Betty dijo eso? Pero yo nunca he sido modelo, y tengo que volver a mi trabajo.