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— Lo mismo para ti, dulzura — respondió alegremente la voz —. Odio decepcionarte, pero soy un chico de inclusa. Ni siquiera tengo esposa, y mucho menos una madre y hermanas. Mac, ponle las esposas y échale una sábana por encima. Pero aún no le pegues el tiro; hablaré con ella más tarde.

Aficionado. Mi jefe jamás hubiera alertado a un prisionero para que aguardara un interrogatorio.

— ¡Hey, chico de inclusa!

— ¿Sí, querida?

Lo acusé de un vicio que no requiere ninguna madre ni hermana, pero que es anatómicamente posible — al menos así me lo han dicho — para algunos machos. La voz respondió:

— Cada noche, amor. Es muy emocionante.

Así que tuve que concederle un punto al Mayor. Decidí que, con un entrenamiento adecuado, podría convertirse en un profesional. Sin embargo, era todavía un asqueroso aficionado, y no tenía por qué respetarle. Había desperdiciado a uno, quizá dos, de sus secuaces, me había hecho sufrir innecesarios rasguños, contusiones, y múltiples indignidades personales — algunas de ellas capaces de romperme el corazón si yo no hubiera sido una mujer entrenada —, y había malgastado dos horas o más. Si mi jefe estuviera al cargo de esto, su prisionero/a hubiera echado las tripas inmediatamente y habría pasado esas dos horas vomitando todos sus recuerdos ante una grabadora.

Jefe de Paja incluso tuvo la delicadeza de permitir que me aseara… me condujo hasta el cuarto de baño y aguardó tranquilamente mientras yo orinaba, sin hacer un espectáculo de ello… y aquello era de aficionados también, puesto que una técnica útil, del tipo acumulativo, en interrogar a un aficionado (no a un profesional) es obligarle a él o a ella a romper su esquema de uso del cuarto de baño. Si ella ha sido protegida de las cosas duras de la vida o si él sufre de un excesivo amor propio — como ocurre con la mayoría de los machos —, esto es al menos tan efectivo como el dolor, y potencia el dolor u otras humillaciones.

No creo que Mac supiera esto. Lo imaginé básicamente como un alma decente pese a su inclinación a — no, independientemente de su inclinación a — la violación, una inclinación muy común en la mayoría de los machos, según los Kinsey.

Alguien había puesto el colchón de nuevo sobre la cama. Mac me guió hasta él, me dijo que me tendiera de espaldas con los brazos alzados. Luego me esposó a las patas de la cama, utilizando dos pares. No eran del tipo de los oficiales de la paz, sino uno especial, forrado de terciopelo… el tipo de mierda utilizado por los idiotas en los juegos sadomaso.

Me pregunté quién era el pervertido. ¿El Mayor?

Mac se aseguró de que habían quedado bien cerradas pero no demasiado apretadas, luego me echó gentilmente una sábana por encima. No me hubiera sorprendido que me hubiera dado el beso de buenas noches. Pero no lo hizo. Se fue sin hacer ruido.

Si me hubiera besado, ¿hubiera requerido el método C que le devolviera el beso con ardor? ¿O que hubiera vuelto la cabeza e intentado rechazarlo? Una buena pregunta. El método C está basado en el simplemente-no-puedo-hacer-nada-por-mí-misma, y requiere un juicio muy preciso respecto a cuándo y de que manera y cuánto entusiasmo hay que mostrar. Si el violador sospecha que la víctima está fingiendo, ésta ha perdido la maniobra.

Acababa de decidir, en cierto modo lamentándolo, que aquel hipotético beso hubiera debido ser rechazado, cuando me quedé dormida.

No me concedieron el suficiente sueño. Estaba agotada por todas las cosas que me habían ocurrido y sumida en un profundo sueño, saturada de él, cuando fui despertada por un bofetón. No Mac. Rocas, por supuesto. No tan fuerte como me había pegado antes, pero totalmente innecesario. Parecía que me echaba la culpa de la fílpica que había recibido del Mayor… y me prometí a mí misma que, cuando llegara el momento de eliminarlo, lo haría lentamente.

Oí a Cortito decir:

— Mac dijo que no le hicieras daño.

— No le he hecho daño. Sólo ha sido una palmada cariñosa para despertarla. Cállate y ocúpate de tus propios asuntos. Estáte atento y mantén tu arma apuntada hacia ella.

¡Hacia ella, idiota!… no hacia mí.

Me bajaron al sótano y me metieron en una de nuestras propias cámaras de interrogatorio. Cortito y Rocas salieron — creo que Cortito salió y estoy segura de que Rocas lo hizo: su hedor desapareció —, y un equipo interrogador tomó el relevo. No sé quiénes ni cuántos eran puesto que ninguno de ellos pronunció una sola palabra. La única voz era la de quien pensé era «el Mayor». Parecía proceder de un altavoz.

— Buenos días, señorita Viernes.

(¿Días? Parecía improbable).

— ¡Hola, chico de inclusa!

— Me alegro de que estés en buenas condiciones, querida, pues esta sesión es probable que sea larga y agotadora. Incluso desagradable. Quiero saberlo todo sobre ti, amor.

— Adelante. ¿Qué es lo que viene primero?

— Háblame de este viaje que acabas de hacer, hasta el más pequeño detalle. Y trázame un bosquejo de esa organización a la que perteneces. Puedo decirte que sabemos ya bastante sobre ella, de modo que si mientes nos daremos cuenta. Ni siquiera una pequeña mentirijilla inocente, querida… porque nos daremos cuenta y entonces lamentaré lo que voy a tener que hacer, y tú lo lamentarás mucho más todavía.

— Oh, no voy a mentirte. ¿Hay alguna grabadora en funcionamiento? Eso va a tomar un largo rato.

— Hay una grabadora funcionando.

— Estupendo. — Durante tres horas, solté todo lo que llevaba dentro.

Esto va acorde con la doctrina. Mi jefe sabe que el noventa y nueve por ciento de nosotros cederemos bajo el suficiente dolor, que casi ese mismo porcentaje cederá bajo un prolongado interrogatorio combinado con simplemente un intenso agotamiento, pero sólo el Propio Buda puede resistir algunas drogas. Puesto que no espera milagros y odia perder agentes, la doctrina estándar es: «¡Si te agarran, canta!» De modo que se asegura de que un operador de campo nunca sepa nada realmente crítico. Un correo jamás sabe lo que lleva. Yo no sé nada de política. Ni siquiera sé el nombre de mi jefe. No estoy segura de si es una agencia del gobierno o del ejército o de alguna de las multinacionales. Sé dónde está la granja pero eso lo sabe mucha más gente… y está (estaba) muy bien defendida. Otros lugares los he visitado únicamente vía vehículos a motor autorizados herméticos… un VMA me recogía (por ejemplo) en un lugar determinado que podía ser el otro extremo de la granja. O no.

— Mayor, ¿cómo habéis conseguido haceros con este lugar? Estaba muy bien defendido.

— Yo hago las preguntas, ojos brillantes. Volvamos de nuevo a esa parte cuando fuiste seguida al salir de la cápsula en el Tallo.

Tras un largo rato de esto, cuando ya les había dicho todo lo que sabía y me estaba repitiendo, el Mayor me interrumpió.

— Querida, has contado una historia muy convincente, y no me creo más que una de cada tres palabras. Pasemos al procedimiento B.

Alguien agarró mi brazo izquierdo y me clavó una aguja. ¡El suero de la verdad! Confié en que esos burdos aficionados no fueran tan torpes con él como lo eran con tantas otras cosas; puedes quedarte muerta en un momento con una sobredosis.

— ¡Mayor! ¡Estaré mejor sentada!

— Ponedla en una silla. — Alguien lo hizo.

Durante los siguientes mil años hice todo lo que me fue posible por contar exactamente la misma historia sin importar lo confusa que me sintiera. En un momento determinado me caí de la silla. No me devolvieron a ella, sino que en cambio me tendieron sobre el frío cemento. Seguí hablando.