Todavía era de día, y calculaba que tenía un máximo de tres horas para cruzar aquella alambrada… tanto tiempo debido a que el auténtico equipo de mantenimiento de la alambrada había empezado a trabajar ya por aquel entonces y no sentía el menor deseo de encontrármelos. Antes de que esto ocurriera Hannah Jensen debía desaparecer…
probablemente para reaparecer a finales de la tarde para un esfuerzo final. Tenía que ser hoy; mis coronas en efectivo se habían agotado. Cierto, me quedaba aún mi tarjeta de crédito del Imperio.. pero soy extremadamente recelosa acerca de los sabuesos electrónicos. Mis tres intentos de ayer de llamar al Jefe, todos ellos con la misma tarjeta, ¿habrían puesto en funcionamiento algún subprograma por el cual podía ser identificada?
Parecía que me había salido de ello utilizando la tarjeta inmediatamente después para el viaje por el tubo… ¿pero había escapado realmente de todas las trampas electrónicas?
No lo sabía, y no deseaba saberlo… simplemente deseaba cruzar aquella alambrada.
Deambulé por allí, resistiendo una poderosa urgencia de abandonar mi personaje apresurándome. Deseaba un lugar donde pudiera cortar la alambrada sin ser observada, pese al hecho de que el terreno estaba completamente limpio unos cincuenta metros a cada lado de ella. Tenía que aceptar eso; lo que deseaba era un buen grupo de matorrales extendiéndose a lo largo de la banda limpiada, con árboles y maleza, como los setos vivos de Normandía.
Minnesota no tiene los setos vivos de Normandía.
Minnesota del Norte casi no tiene árboles… o al menos no en la parte de la frontera donde yo me encontraba. Estaba observando un trozo de alambrada, intentando decirme a mí misma que una extensión de espacio abierto sin nadie a la vista era algo tan bueno como hallarse a cubierto, cuando un VMA de la policía apareció a la vista avanzando lentamente a lo largo de la alambrada hacia el oeste. Les dediqué un saludo amistoso y seguí dirigiéndome hacia el este.
Dieron la vuelta, regresaron, y se detuvieron a unos cincuenta metros de mí. Me volví y me dirigí hacia ellos, alcanzando el coche mientras el pasajero descendía, seguido por el conductor, y vi por sus uniformes (infiernos, maldita sea, mierda) que no pertenecían a la Policía Provincial de Minnesota sino que eran Imperiales.
Uno de ellos dijo:
— ¿Qué estás haciendo aquí tan pronto?
Su tono era agresivo; le respondí de igual modo:
— Estaba trabajando, hasta que vosotros me interrumpisteis.
— Y un infierno. No empezáis hasta las ocho.
— Entérate de las noticias, grandullón — respondí —. Eso fue la última semana. Han cambiado dos veces desde entonces. Ahora los turnos cambian al mediodía.
— Nadie nos lo notificó.
— ¿Deseas que el Superintendente te escriba una carta personal? Dame tu número de placa y le diré que lo haga.
— No te pongas insolente, muchacha. De buena gana te llevaría conmigo para comprobar eso que dices.
— Adelante. Un día de descanso para mí… mientras tú explicas por qué este tramo no ha sido mantenido.
— Oh, cállate. — Echaron a andar de vuelta a su vehículo.
— Hey, ¿alguno de vosotros tiene un porro? — pregunté.
— No fumamos cuando estamos de servicio — dijo el conductor —, y tú tampoco deberías.
— Que te zurzan — respondí educadamente.
El conductor fue a replicar, pero el otro cerró la portezuela, y despegaron…
directamente por encima de mi cabeza, obligándome a agacharme. No creo que les hubiera caído bien.
Regresé a la alambrada mientras llegaba a la conclusión de que Hannah Jensen no era una dama. No tenía excusa para mostrarse brusca con los Verdes simplemente porque eran indeciblemente odiosos. Incluso las viudas negras, los piojos y las hienas tienen derecho a vivir, aunque yo no pueda comprender por qué.
Decidí que mis planes no eran tan buenos como había creído; el Jefe no los aprobaría.
Cortar la alambrada a plena luz del día era demasiado llamativo. Mejor buscar un lugar adecuado, luego aguardar la noche, y entonces regresar a él. O pasar la noche siguiendo el plan número dos: comprobar la posibilidad de pasar bajo la alambrada en el río Roseau.
No era tan loca como para seguir el plan número dos. El tramo inferior del Mississippi no había sido demasiado frío, pera esos ríos del norte podían helar a un cadáver. Había comprobado el Pembina a última hora del día anterior. ¡Brrr! Un último recurso.
Así que elige un tramo de alambrada, decide exactamente cómo vas a hacerlo para cortarla, luego encuentra algunos árboles, envuélvete en algunas acogedoras hojas, y espera a que llegue la oscuridad. Ensaya cada movimiento, de modo que puedas pasar por esa alambrada como una meada por la nieve.
En este punto llegué a una pequeña altura y me di de bruces contra otro hombre de mantenimiento, tipo masculino.
Cuando te encuentres ante alguna duda, ataca.
— ¿Qué demonios estás haciendo, compañero?
— Estoy recorriendo la alambrada. Mi tramo de alambrada. ¿Qué estás haciendo tú, hermana?
— ¡Oh, por los clavos de Cristo! No soy tu hermana. Y tú estás o en el tramo equivocado o en el turno equivocado. — Observé intranquila que el bien vestido mantenedor de la alambrada llevaba un walkie-talkie. Bien, no había pensado en ello; todavía estaba aprendiendo el oficio.
— Y un infierno — respondió —. Según la nueva distribución de turnos yo entro al amanecer; soy relevado al mediodía. ¿Quizá por ti, eh? Sí, probablemente es eso; leíste mal la lista de turnos. Será mejor que llame y lo compruebe.
— Sí, hazlo — dije, avanzando hacia él.
Vaciló.
— Por otra parte, quizá…
Yo no vacilé.
No mato a todo el mundo con quien tengo alguna diferencia de opinión, y no deseo que nadie que lea estas memorias piense que sí lo hago. No hice más que ponerlo fuera de combate, temporalmente y no mucho; simplemente lo sumí en un sueño repentino.
Tomé una cinta adhesiva de mi cinturón y le até las manos a la espalda y los tobillos juntos. Si hubiera tenido algún esparadrapo quirúrgico ancho lo hubiera amordazado, pero todo lo que tenía era una cinta aislante de dos centímetros, y estaba más ansiosa por cortar la alambrada que por impedirle que se pusiera a chillarles a los coyotes y a las liebres pidiendo socorro. Me apresuré.
Un soldador lo suficientemente bueno como para reparar una alambrada puede cortar una alambrada… pero mi soldador era un poco mejor que eso; lo había comprado en la puerta de atrás de la Fargo… un láser cortaaceros aunque por fuera pareciera un soldador de oxiacetileno. En unos minutos había practicado un agujero lo suficientemente grande como para permitir pasar por él a Viernes. Empecé a pasar.
— ¡Hey, llévame contigo!
Dudé. El tipo estaba diciendo insistentemente que estaba tan ansioso de largarse de aquellos malditos Verdes como podía estarlo yo… ¡desátame!
Lo que hice a continuación sólo puede compararse en estupidez con lo que hizo la mujer de Lot. Tomé el cuchillo de mi cinturón, corté la cinta de sus muñecas, la de sus tobillos… pasé por el orificio que había practicado y empecé a correr. No esperé a ver si él pasaba o no también por el agujero.
Había uno de los raros bosquecillos de arbustos aproximadamente a un kilómetro al norte de mí; me dirigí hacia allá batiendo un nuevo récord de velocidad. Ese pesado cinturón de herramientas me lastraba; me lo quité sin disminuir la marcha. Un momento más tarde me desprendía de la gorra, y «Hannah Jensen» regresaba al País de la Fantasía mientras soldador, guantes y trastos de reparación se quedaban en el Imperio.