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Mi cita en el Edificio CCC no era con la MasterCard, sino con una firma de abogados en otra planta, una a la que había llamado desde Bellington tras obtener el código de la terminal de la firma a través de la Luna. Acababa de alcanzar la esquina del edificio cuando un voz me dijo casi al oído:

— Señorita Viernes.

Miré rápidamente a mi alrededor. Una mujer con el uniforme de los Taxis Amarillos.

Miré de nuevo.

— ¡Rubia!

— ¿No pidió un taxi, señorita? Cruce la plaza y baje aquella calle. No nos dejan aparcar aquí.

Cruzamos juntas la plaza. Empecé a hablar, rebosante de euforia. Rubia me susurró:

— Por favor, actúe como la pasajera de un taxi, señorita Viernes. El Jefe desea que no nos hagamos notar.

— ¿Desde cuándo me llamas señorita?

— Mejor así. La disciplina es muy estricta ahora. El hecho de que sea yo quien la recoja es un permiso especial, uno que no se me hubiera concedido si yo no hubiera sido capaz de asegurar que podía efectuar una identificación positiva sin necesidad de la voz.

— Bien. De acuerdo. Pero no me llames señorita cuando no tengas que hacerlo. Santo Dios, Rubia querida. Me siento tan feliz de verte que me echaría a llorar.

— Yo también. Especialmente cuando este lunes dijeron que había muerto. Lloré, de veras. Y otras también.

— ¿Muerto? ¿Yo? Ni siquiera he estado cerca de la muerte, en absoluto, en ningún lugar. Ni siquiera he corrido el más ligero peligro. Sólo estaba perdida. Y ahora os he encontrado.

— Me alegro de ello.

Diez minutos más tarde era introducida en el despacho del Jefe.

— Viernes presentándose, señor — dije.

— Llegas tarde.

— Tomé la ruta turística, señor. Mississippi arriba, en un barco de excursionistas.

— Eso he oído. Pareces ser la única superviviente. Quiero decir que llegas tarde hoy.

Cruzaste la frontera hacia California a las doce cero cinco. Ahora son las siete veintidós.

— Maldita sea, Jefe; tuve problemas.

— Se supone que los correos son capaces de enfrentarse a los problemas sin que eso disminuya su rapidez.

— Maldita sea, Jefe, no estaba de servicio. No era un correo, todavía estaba de permiso; no tienes nada que reprocharme. Si no te hubieras mudado sin avisarme, no hubiera tenido el menor problema. Estaba ahí, en San José, hace dos semanas, apenas a un salto de aquí.

— Hace trece días.

— Jefe, te estás parando en pequeñeces para no admitir que es culpa tuya, no mía.

— Muy bien, aceptaré las culpas, si las hay, a fin de dejar de discutir y perder el tiempo.

He hecho terribles esfuerzos intentando ponerme en contacto contigo, mucho mayores que la alerta de rutina que fue enviada a los demás operadores de campo que no se hallaban en el cuartel general. Lamento que esos esfuerzos especiales fracasaran.

Viernes, ¿qué debo hacer para convencerte de que eres única e inapreciable para esta organización? Con anticipación a los acontecimientos señalados como el Jueves Rojo…

— ¡Jefe! ¿Estamos nosotros en eso? — Me estremecí.

— ¿Qué te hace pensar en una idea tan obscena? No. Nuestro personal de inteligencia lo previó, en parte a partir de los datos que tú trajiste de Ele-Cinco… y empezamos a tomar disposiciones precautorias a su debido tiempo, según parecía. Pero los primeros ataques se produjeron antes de nuestras previsiones más pesimistas. Al comienzo del Jueves Rojo aún estábamos moviendo efectivos; fue necesario abrirnos camino por la frontera. Con sobornos, no por la fuerza. Los avisos de cambio de domicilio y de códigos de llamada salieron antes, pero no fue hasta que estuvimos aquí y nuestro centro de comunicaciones fue restablecido que me avisaron de que tú no habías enviado el acuse de recibo de rutina.

— ¡Por la maldita razón de que no recibí ninguna noticia de rutina!

— Por favor. Al saber que tú no habías enviado tu acuse de recibo, intenté llamarte a tu casa en Nueva Zelanda. Posiblemente sepas que ha habido una interrupción en el servicio del satélite…

— Lo he oído.

— Exactamente. Pudimos hacer la llamada aproximadamente unas treinta y dos horas más tarde. Hablé con la señorita Davidson, una mujer de unos cuarenta años, de rasgos más bien angulosos. ¿La esposa mayor de tu grupo-S?

— Sí. Anita. Lord Alto Ejecutor y Lord Alto Todo lo Demás.

— Esa es la impresión que recibí. Recibí también la impresión de que habías sido declarada persona non grata.

— Estoy segura de que fue más que una impresión. Adelante, Jefe; ¿qué dijo de mí el viejo murciélago?

— Casi nada. Habías abandonado de repente la familia. No, no habías dejado ninguna dirección ni código. No, no iba a aceptar ningún mensaje para ti y retenerlo por si llamabas. Estoy muy ocupada; Marjorie nos ha dejado con un lío terrible. Adiós.

— Jefe, ella tenía tu dirección en el Imperio. También tenía la dirección en Luna City del Ceres & South África porque yo le efectuaba los pagos mensuales a través de él.

— Entiendo la situación. Mi representante en Nueva Zelanda — ¡la primera vez que oía que tenía alguno! — obtuvo para mí la dirección comercial del marido mayor de tu grupo-S, Brian Davidson. Fue más educado y colaboró un poco más. Por él supimos qué lanzadera habías tomado desde Christchurch, y eso nos llevó a la lista de pasajeros del semibalístico que tomaste de Auckland hasta Winnipeg. Allí te perdimos brevemente, hasta que mi agente allí estableció que habías abandonado el puerto en compañía del capitán del semibalístico. Cuando conseguimos comunicarnos con él, con el capitán Tormey, se mostró dispuesto a colaborar, pero tú te habías ido. Me complace poder decirte que pudimos devolverle al capitán Tormey el favor. Pudimos decirle que él y su esposa estaban a punto de ser detenidos por la policía local.

— ¡Por los clavos de Cristo! ¿Por qué?

— La acusación nominal es alojar a un enemigo extranjero y alojar a un súbdito no registrado del Imperio durante una emergencia declarada. De hecho la oficina de Winnipeg de la policía provincial no está interesada ni en ti ni en el doctor Perreault; eso es una excusa para arrestar a los Tormey. Son buscados por acusaciones mucho más serias que no se hallan registradas. Falta un tal teniente Melvin Dickey. El único rastro de él es un informe verbal hecho por él cuando abandonó el cuartel general de la policía de que iba al domicilio del capitán Tormey para arrestar al doctor Perreault. Se sospecha juego sucio.

— ¡Pero no hay ninguna prueba contra Jan e Ian! Contra los Tormey.

— No, no la hay. Es por eso por lo que la policía provincial pretendía detenerlos bajo una acusación menor. Hay más. El VMA del teniente Dickey se estrelló cerca de Fargo, en el Imperio. Estaba vacío. La policía se muestra muy ansiosa por investigar los restos en busca de huellas dactilares. Posiblemente esto es lo que están haciendo en estos momentos, puesto que hace aproximadamente una hora un boletín de noticias informó de que la frontera entre el Imperio de Chicago y el Canadá Británico había sido abierta.

— ¡Oh, Dios mío!

— Tranquilízate. En los controles de ese VMA había por supuesto huellas dactilares que no eran del teniente Dickey. Se correspondían con las huellas del capitán Tormey registradas en los archivos de las Líneas Aéreas ANZAC. Observa que he utilizado el pasado; eran sus huellas; ya no lo son. Viernes, aunque he considerado prudente trasladar nuestra sede de operaciones fuera del Imperio, tras tantos años sigo teniendo contactos allí. Y agentes. Y pasados favores que pueden serme devueltos. No hay ahora ninguna huella que se corresponda con las del capitán Tormey en esos restos, pero hay huellas de las más diversas procedencias, vivas y muertas.