Aquella tarde volví al Viejo Vicksburg, y hallé una referencia a Magnolia, una obra musical basada en aquella época… y me pasé el resto del día viendo y escuchando obras musicales de Broadway de los felices días antes de que la Federación Norteamericana se hiciera añicos. ¿Por qué no escriben música así hoy en día? ¡Esa gente debía ser divertida… pasé Magnolia, El príncipe estudiante y My Fair Lady una tras otra, y anoté una docena más para pasar más adelante. (¿Eso es ir a la escuela?) Al día siguiente decidí dedicarme al estudio serio de los temas profesionales en los cuales me notaba más débil, porque estaba segura de que una vez mis tutores (fueran quienes fuesen) asignaran mi curriculum, no tendría tiempo para hacer mis propias elecciones… anteriores entrenamientos con el Jefe me habían enseñado la necesidad de un día de veintiséis horas. Pero en el desayuno mi amiga Anna me preguntó:
— Viernes, ¿qué puedes decirme de la influencia de Luis XI en la poesía lírica francesa?
La miré parpadeando.
— ¿Es eso un concurso? Luis XI me suena a queso. El único verso en francés que puedo recordar es «Mademoiselle d’Armentières». Si eso sirve.
— El profesor Perry dijo que tú eras la persona indicada a quien preguntar.
— Te ha tomado el pelo.
Cuando volví a la biblioteca, papá Perry me miró desde su consola. Le dije:
— Buenos días. Anna me comentó que usted le dijo que me preguntara acerca del efecto de Luis XI en la poesía francesa.
— Sí, sí, por supuesto. ¿Quiere no molestarme ahora? Esa parte de la programación es realmente difícil. — Volvió a sus asuntos y me encerró fuera de su mundo.
Frustrada e irritada, tecleé Luis XI. Dos horas más tarde salí a respirar un poco de aire.
No había aprendido nada sobre poesía… excepto que el Rey Araña nunca había rimado ni siquiera ton con con c’est bon, ni siquiera había sido un mecenas de las artes. Pero aprendí mucho sobre la política del siglo XV. Violenta. Hacía que las pequeñas escaramuzas que había visto últimamente a mi alrededor parecieran peleas de chicos en la inclusa.
Pasé el resto del día tecleando poesía francesa desde 1450. Había mucho. El francés es un buen idioma para la poesía, más que el inglés… se necesita un Edgar Allan Poe para extraer una belleza consistente de las disonancias del inglés. El alemán no es adecuado para la lírica, de tal modo que muchas traducciones suenan mejor al oído que los originales en alemán. Esto no es culpa de Goethe ni de Heine; es un defecto de un idioma horrible. El español es tan musical que un anuncio de detergentes en español es más agradable al oído que el mejor verso en inglés… el idioma español es tan hermoso que mucha de su poesía suena mejor si el oyente no comprende su significado.
No pude llegar a descubrir qué efectos había tenido Luis XI en la poesía, si había tenido alguno.
Una mañana encontré «mi» consola ocupada. Miré interrogativamente al jefe de la biblioteca. De nuevo parecía preocupado.
— Sí, sí, hoy estamos muy atareados. Hum, señorita Viernes, ¿por qué no utiliza la terminal de su habitación? Tiene los mismos controles adicionales y, si necesita consultarme, puede hacerlo aún más rápidamente que desde aquí. Simplemente pulse siete local y su código, y daré instrucciones a la computadora para que le conceda prioridad. ¿Satisfactorio?
— Excelente — admití. Me gustaba la cálida camaradería del estudio de la biblioteca, pero en mi propia habitación podía quitarme la ropa sin tener la sensación de irritar a papá Perry —. ¿Qué es lo que debo estudiar hoy?
— Dioses. ¿No hay ningún tema que esté interesada en tocar más a fondo? No me gusta molestar al Número Uno.
Fui a mi habitación y seguí con la historia de Francia desde Luis XI, y eso me condujo a las nuevas colonias al otro lado del Atlántico, y eso me condujo a la economía, y eso me condujo a Adam Smith y de ahí a las ciencias políticas. Llegué a la conclusión de que Aristóteles había tenido sus buenos días pero que Platón era un fraude pretencioso, y eso me condujo a que fuera llamada tres veces a comer, con la última llamada incluyendo un mensaje grabado de que si llegaba tarde solamente tendría derecho a raciones frías y un mensaje directo de Rubia amenazándome con llevarme abajo arrastrándome del pelo.
Así que me apresuré a bajar, descalza y cerrándome aún la cremallera del mono. Anna me preguntó qué había estado haciendo que fuera tan urgente que me hubiera olvidado incluso de comer. Ella y Rubia y yo comíamos normalmente juntas, con o sin compañía masculina… los residentes en el cuartel general eran un club, una fraternidad, una ruidosa familia, y casi dos docenas de ellos eran «amigos de beso» míos.
— Mejorando mi cerebro — dije —. Estás contemplando a la Mayor Autoridad del Mundo.
— ¿Autoridad en qué? — preguntó Rubia.
— En cualquier cosa. Simplemente pregúntame. Las más fáciles te las responderé inmediatamente; las difíciles te las responderé mañana.
— Pruébalo — dijo Anna —. ¿Cuántos ángeles pueden sentarse en la punta de un alfiler?
— Esa es una pregunta fácil. Mide los culos de los ángeles. Mide la punta del alfiler.
Divide A por B. La respuesta numérica es dejada como ejercicio para el estudiante.
— Muy lista. ¿Cuál es el sonido de una palmada?
— Más fácil todavía. Pon en marcha una grabadora, utilizando cualquier terminal que tengas cerca. Da una palmada. Escucha el resultado.
— Inténtalo tú, Rubia. Ha estado pensando mucho tiempo en ello.
— ¿Cuál es la población de San José?
— ¡Ah, esta es una de las difíciles Te contestaré mañana.
Esas frivolidades prosiguieron durante más de un mes antes de que empezara a filtrárseme en la cabeza que alguien (el Jefe, por supuesto) estaba de hecho intentando obligarme a convertirme en «La Máxima Autoridad del Mundo».
Hubo un tiempo en que existió un hombre conocido como «La Máxima Autoridad del Mundo». Tropecé con él intentando responder a una de las muchas tontas preguntas que no dejaban de llegarme desde las más extrañas fuentes. Como ésta: Pon tu terminal en «búsqueda». Teclea sucesivamente los parámetros «cultura norteamericana», «habla inglesa», «mitad del siglo veinte», «comediantes», «La Máxima Autoridad del Mundo». La respuesta que una puede esperar es «Profesor Irwin Corey». Encontrarán esas rutinas prematuramente divertidas.
Mientras tanto, yo estaba siendo alimentada a la fuerza, como un pato para foie-gras.
Sin embargo fue un período delicioso. A menudo, bastante a menudo, uno de mis auténticos amigos me invitaba a compartir su cama. No recuerdo haberme negado ninguna vez. Las citas se establecían normalmente durante los baños de sol de la tarde, y la perspectiva añadía una picazón al sensual placer de estar tendida bajo el sol. Porque todo el mundo en el cuartel general era tan civilizado — tan y tan considerado —, que era posible responder: «Lo siento, Terence me lo pidió primero. ¿Quizá mañana? ¿No? De acuerdo, otra vez será…», y no herir los sentimientos de nadie. Uno de los fallos del grupo-S al que había pertenecido era que tales arreglos eran negociados entre los machos bajo algún protocolo que jamás me fue explicado pero que no estaba libre de tensión.
Las preguntas tontas eran cada vez más numerosas. Me encontraba precisamente sumergida en los detalles de la cerámica Ming cuando apareció un mensaje en mi terminal diciéndome que alguien deseaba saber la relación entre las barbas de los hombres, las faldas de las mujeres, y el precio del oro. Yo había dejado de sorprenderme ya ante las preguntas estúpidas; en torno al Jefe puede pasar cualquier cosa. Pero aquella parecía superestúpida. ¿Por qué debía haber alguna relación? Las barbas de los hombres no me interesaban; pican, y a menudo están sucias. En cuanto a las faldas de las mujeres, aún sé menos. Casi nunca llevo esas molestas faldas. Puede que los vestidos con falda sean preciosos, pero no son prácticos para viajar, y hubieran podido causarme la muerte tres o cuatro veces… y cuando estás en casa, ¿qué hay de malo en ir en cueros? O tan en cueros como permitan las costumbres locales.