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La gran sala de conferencias estaba realmente atestada. Nunca había visto ni la mitad de tanta gente en las comidas, y algunos de los rostros me eran completamente desconocidos. Llegué a la conclusión de que algunos habrían sido llamados de fuera y habían podido llegar rápidamente. En una mesa en la parte delantera de la habitación, Anna estaba sentada con una completa desconocida. Anna tenía junto a sí un montón de hojas de papel, una formidable terminal de computadora, y utensilios de oficina. La desconocida era una mujer de aproximadamente la misma edad que Anna pero con la severa mirada de una maestra de escuela en vez de la calidez de Anna.

A las nueve y dos segundos la desconocida golpeó fuertemente sobre la mesa.

— ¡Silencio, por favor! Soy Rhoda Wainwright, Vicepresidente Ejecutivo de esta compañía y Consejero Jefe del difunto doctor Baldwin. Como tal soy ahora Presidente pro tem y liquidadora de todos nuestros asuntos. Cada uno de ustedes sabe que estaba ligado a esta compañía a través de un contrato personal con el doctor Baldwin…

¿Había firmado yo alguna vez un tal contrato? Me sentía absorta por lo de «el difunto doctor Baldwin». ¿Era ese realmente el nombre del Jefe? ¿Cómo era que este nombre era idéntico al de mi más común nom de guerre? ¿Lo había elegido él? Hacía tanto tiempo de eso.

— …por lo que todos ustedes son a partir de ahora agentes libres. Somos un equipo de élite, y el doctor Baldwin anticipó que cualquier compañía libre de Norteamérica estaría dispuesta a reclutarnos para sus filas en el momento mismo en que su muerte nos dejara libres. Hay agentes reclutadores en cada una de las salas de conferencias pequeñas y en el salón. A medida que vayan siendo llamados sus nombres, por favor vengan hasta aquí para recibir su paquete correspondiente y firmar por él. Luego examínenlo inmediatamente pero no, repito no, se queden delante de esta mesa e intenten discutirlo.

Para discutirlo deberán aguardar hasta que todos los demás hayan recibido su paquete.

Por favor, recuerden que he permanecido en vela toda la noche…

¿Contratarme en alguna otra compañía libre inmediatamente? ¿Debía hacerlo?

¿Estaba sin un céntimo? Probablemente, excepto lo que quedara de aquellos doscientos mil oseznos que había ganado en aquella estúpida lotería… y probablemente la mayor parte de esa suma se la debía a Janet de su tarjeta Visa. Veamos, había ganado 230,4 gramos de oro fino, depositados en la MasterCard como 200,00 oseznos pero acreditados como oro al cambio del día. Había retirado treinta y seis gramos en efectivo y… pero debía contar también mi otra cuenta, la del Banco Imperial de Saint Louis. Y el dinero en efectivo y la tarjeta de crédito Visa que le debía a Janet. Y Georges debía dejarme pagar la mitad de…

Alguien estaba llamando mi nombre.

Era Rhoda Wainwright, y parecía molesta.

— Por favor esté atenta, señorita Viernes. Aquí está su paquete, y firme el recibí. Luego échese a un lado para comprobarlo.

Miré el recibí.

— Firmaré después de haber comprobado.

— ¡Señorita Viernes! Está obstaculizando el procedimiento.

— Me echaré a un lado. Pero no voy a firmar hasta que compruebe que el paquete coincide con lo listado en el recibí.

— Coincide — dijo Anna conciliadoramente —. Yo misma lo he comprobado.

— Gracias — respondí —. Pero lo haré de la misma forma que tú manejas los documentos clasificados… mirar y tocar.

La vieja bruja parecía dispuesta a hacerme hervir en aceite, pero yo simplemente me aparté un par de metros y empecé a comprobar… un paquete de regular tamaño: tres pasaportes con tres nombres, un surtido de documentos de identidad, papeles de aspecto muy sincero correspondiendo con cada una de esas identidades, y una libranza a nombre de «Marjorie Viernes Baldwin» contra el Ceres & South África, Luna City, por un importe de 297’3 gramos de oro de 0’999… lo cual me sorprendió aunque no tanto como lo hizo el siguiente articulo: los documentos de adopción por parte de Hartley M. Baldwin y Emma Baldwin de la niña Viernes Jones, rebautizada Marjorie Viernes Baldwin, extendidos en Baltimore, Maryland, Unión Atlántica. Nada acerca de la Inclusa de Landsteiner o de Johns Hopkins, pero la fecha era del día en que abandoné la Inclusa de Landsteiner.

Y dos certificados de nacimiento: uno era un certificado de nacimiento extendido con posterioridad a nombre de Marjorie Baldwin, nacida en Seattle, y el otro era a nombre de Viernes Baldwin, nacida de Emma Baldwin, Boston, Unión Atlántica.

Dos cosas eran ciertas acerca de cada uno de esos documentos: ambos eran falsos, y ambos eran de completa confianza; el Jefe nunca hacía las cosas a medias. Dije:

— Correcto, Anna — y firmé.

Anna aceptó el recibo, y añadió suavemente:

— Nos veremos luego.

— Correcto. ¿Dónde?

— Ve en busca de Rubia.

— ¡Señorita Viernes! ¡Su tarjeta de crédito, por favor! — de nuevo Wainwright.

— Oh. — Bien, sí, con el Jefe desaparecido y la compañía disuelta, no podía volver a usar mi tarjeta de crédito de Saint Louis —. Aquí está.

Alargó la mano; se la tendí.

— Rómpala, por favor. O córtela a trozos. Lo que acostumbre.

— ¡Oh, vamos! Será incinerada junto con todas las demás, una vez haya comprobado los números.

— Señora Wainwright, si tengo que entregar una tarjeta de crédito librada a mi nombre, y lo estoy haciendo, no discuto nada al respecto, debe ser destruida o inutilizada, completamente, en mi presencia.

— ¡Es usted realmente pesada! ¿No confía en nadie?

— No.

— Entonces tendrá que aguardar aquí hasta que todo el mundo haya terminado.

— Oh, no lo creo así. — Creo que la MasterCard de California utiliza un laminado de plástico fenólico; en cualquier caso sus tarjetas son duras, como debe ser una buena tarjeta de crédito. Yo me había preocupado mucho de no mostrar ninguno de mis perfeccionamientos en el cuartel general, no porque importara allí, sino porque no es educado. Pero esta era una circunstancia especial. Rompí la tarjeta en sus dos sentidos, le tendí los trozos —. Creo que aún puede comprobar usted los números de identificación.

— ¡Muy bien! — Sonaba tan irritada como me sentía yo. Me di la vuelta. Ella restalló: — ¡Señorita Viernes! ¡Su otra tarjeta, por favor!

— ¿Qué tarjeta? — Estaba preguntándome quién entre mis queridos amigos estaba siendo repentinamente privado de esa absoluta necesidad de la vida moderna, una tarjeta de crédito válida, y siendo arrojado con una libranza y un poco de moneda menuda.

Torpe. Inconveniente. Estaba segura de que el Jefe no lo había planeado de este modo.

— La MasterCard… de… California, señorita Viernes, extendida en San José. Démela.

— La compañía no tiene nada que ver con esa tarjeta. Arreglé ese crédito por mí misma.

— Considero eso difícil de creer. Su crédito ahí está garantizado por el Ceres & South África… es decir, por la compañía. Cuyos asuntos están siendo liquidados. Así que déme la tarjeta.

— Está usted confundida, consejero. Aunque el pago se hace a través del Ceres & South África, el crédito es exclusivamente mío. No tiene nada que ver con sus asuntos.

— ¡Pronto descubrirá de cuáles asuntos se trata! Su cuenta será cancelada.

— Bajo su propia responsabilidad, consejero. Si desea usted un proceso legal que va a dejarla sin zapatos. Mejor que antes compruebe los hechos. — Me di la vuelta, ansiosa de no decir ninguna otra palabra. Me había irritado tanto que, en aquel momento, no sentía ninguna pena por el Jefe.