El señor Woo, el ayudante del sobrecargo al mando de las excursiones a tierra, estaba en la compuerta estanca con una tablilla.
— Señorita Viernes, su nombre no está en mi lista.
— Le aseguro que me anoté. Pero de todos modos no tiene importancia; añádame a su lista, o llame al capitán.
— No puedo hacer eso.
— ¿No? Entonces voy a quedarme sentada aquí en medio de su compuerta estanca. No me gusta esto, señor Woo. Y si está intentando sugerirme usted que no debería estar aquí porque se ha producido algún error administrativo en su oficina, todavía me gusta menos.
— Hummm, supongo que debe tratarse de algún error administrativo. No queda mucho tiempo, así que ¿por qué no pasa, me deja que le indique su asiento, y arreglamos esto después de que haya comprobado todo lo demás?
No puso ninguna objeción a que Shizuko me siguiera. Avanzamos por un largo pasillo — incluso las naves de aterrizaje de la Adelantado eran enormes — lleno de flechas que indicaban «al puente», y llegamos a una estancia bastante grande, algo parecida al interior de un autobús VMA: controles dobles al frente, asientos para los pasajeros detrás, un enorme ventanal panorámico… y por primera vez desde que abandonamos la Tierra me hallé contemplando la «luz del sol».
La luz del sol de Frontera, por supuesto, iluminando una blanca, muy blanca, curva del planeta delante, con el negro espacio detrás. El sol en sí no estaba a la vista. Shizuko y yo nos acomodamos en un par de asientos y nos sujetamos nuestros cinturones, del mismo tipo de cinco anclajes utilizados en los SBs. Sabiendo que íbamos a viajar con antigrav tenía intención de sujetarme simplemente el cinturón del regazo. Pero mi pequeña sombra se inclinó sobre mí y los aseguró todos.
Tras un rato el señor Woo apareció mirando a todos lados, y finalmente me descubrió.
Se inclinó por encima del hombre situado entre yo y el pasillo y dijo:
— Señorita Viernes, lo lamento, pero sigue sin estar usted en la lista.
— ¿De veras? ¿Qué ha dicho el capitán al respecto?
— No he podido comunicarme con él.
— Entonces la respuesta está en sus manos. Me quedo.
— Lo siento. No.
— ¿De veras? ¿Cómo piensa sacarme de aquí? ¿Y quién es el que va a ayudarle a sacarme? Porque va a tener que sacarme chillando y pateando y, se lo aseguro, voy a chillar y a patear.
— Señorita Viernes, no podemos hacer eso.
El pasajero que estaba a mi lado dijo:
— Joven, ¿no se da cuenta de que está haciendo el idiota? Esta joven dama es un pasajero de primera clase; la he visto en el comedor… en la mesa del capitán. Ahora saque esta estúpida tablilla de delante de mi rostro y encuentre algo mejor que hacer.
Pareciendo preocupado — los sobrecargos subalternos siempre parecen preocupados —, el señor Woo se alejó. Tras un instante se encendió una luz roja, sonó una sirena, y una voz grave anunció:
— ¡Abandonamos la órbita! Prepárense para aceleración.
Fue un día miserable.
Tres horas para bajar a la superficie, dos horas en el suelo, tres horas para subir de vuelta a la órbita estacionaria… el viaje de descenso tuvo música variada con horribles parlamentos de Frontera; el viaje de vuelta tuvo únicamente música, lo cual fue mejor. Las dos horas en el suelo hubieran podido ser estupendas si hubiera podido abandonar el aparato de aterrizaje. Pero tuvimos que quedarnos a bordo. Se nos permitió soltarnos los cinturones e ir a proa, a lo que era denominado el salón pero que era tan sólo un espacio con un bar con café y bocadillos en el lado de babor y portillas transparentes en la parte de atrás. A través de ellas podíamos ver a los inmigrantes saliendo por la cubierta inferior y la nave siendo descargada.
Colinas bajas cubiertas de nieve… una especie de plantas a media distancia… cerca de la nave edificios bajos conectados con cobertizos cubiertos de nieve. Los inmigrantes iban todos bien arropados pero no perdieron tiempo en apresurarse hacia los edificios. La carga estaba siendo retirada en una hilera de carromatos planos tirados por una máquina de algún tipo que exhalaba nubes de humo negro… ¡exactamente el tipo de cosa que se puede ver pintada en los libros de historia de los niños! Pero esto no era un dibujo ni una foto.
Oí a una mujer decirle a su compañera:
— ¿Cómo puede decidir alguien instalarse aquí?
Su compañera hizo una piadosa observación sobre «la voluntad del Señor», y yo me aparté. ¿Cómo puede alguien alcanzar los setenta años de edad (esa era la edad que como mínimo tenía esa mujer) sin saber que uno no «decide» establecerse en Frontera…
excepto en el limitado sentido en que uno «decide» aceptar el transporte como una alternativa a la muerte o a la prisión de por vida?
Mi estómago aún no se sentía en forma, de modo que no me arriesgué con los bocadillos, pero pensé que una taza de café ayudaría… hasta que me llegó el olor.
Entonces corrí rápidamente a los servicios en la parte delantera del salón, y me gané el título de «Mandíbula de Hierro Viernes». Me lo gané honesta y merecidamente aunque nadie más lo sepa excepto yo… encontré todas las cabinas ocupadas y tuve que esperar… y esperé, con los músculos de la mandíbula encajados. Tras un siglo o dos una de las cabinas se desocupó y entré, y vomité de nuevo. Principalmente baba… no debía haber olido el café.
El viaje de vuelta fue interminable.
Una vez en la Adelantado llamé a mi amigo Jerry Madsen, el cirujano subalterno de la nave, y le pedí que me examinara profesionalmente. Según las reglas de la nave el departamento médico visita únicamente a las nueve de la mañana, el resto del día atiende tan sólo emergencias. Pero sabía que Jerry acudiría de buen grado a visitarme, fuera cual fuese la excusa. Le dije que no era nada serio; sólo deseaba obtener de él alguna de esas píldoras que receta a las viejas damas con problemas de vértigos… las píldoras contra el mareo. Me pidió que fuera a verle a su oficina.
En vez de tener las píldoras preparadas, me condujo a la habitación de exámenes y cerró la puerta.
— Señorita Viernes, ¿debo llamar a una enfermera? ¿O prefiere que la examine una doctora? Puedo llamar a la doctora García, pero no me gustaría despertarla; ha estado trabajando toda la noche.
— Jerry, ¿qué ocurre? — dije —. ¿Cuándo he dejado de ser Marj para usted? ¿Y por qué este remilgado protocolo? Simplemente deseo un puñado de esas píldoras contra el mareo. Esas pequeñas y rosadas.
— Siéntese, por favor. Señorita Viernes… de acuerdo, Marj… no recetamos ese medicamento o sus derivados a mujeres jóvenes… para ser preciso, a mujeres en edad fértil… sin asegurarnos de que no están embarazadas. Podrían causar defectos en el feto.
— Oh. Tranquilícese, muchacho; no estoy embarazada.
— Eso es lo que vamos a comprobar. Marj. Si lo está… tenemos otra medicación que aliviará sus molestias.
¡Oh, bueno! El muchacho estaba simplemente preocupándose por mí.
— Mire, suponga que le digo, Muchacho Explorador honorífico, que ningún hombre se me ha llevado a la cama en mis últimos dos períodos. Aunque algunos lo han intentado.
Usted entre ellos.
— Naturalmente, ahora lo que tengo que decir yo es: «Tome este frasco y tráigame una muestra de orina, y luego yo tomaré una muestra de sangre y una muestra de saliva. He tratado antes con mujeres a las que nadie se ha llevado a la cama».
— Es usted un cínico, Jerry.
— Estoy intentando cuidar de usted, querida.
— Sé que lo está haciendo. De acuerdo, seguiré con las tonterías. Si el ratón chilla…
— Es un jerbo.
— Si el jerbo dice que sí, entonces puede usted notificar al Papa en el Exilio que por fin ha ocurrido, y yo compraré una botella de champán. Ha sido la explicación más tonta de mi vida.