Quemó algunos acres de pradera en la costa oriental de la isla un día en que el viento soplaba del oeste, y comenzó a trabajar la tierra y a sembrar sus tres cereales con la ayuda de una azada que había fabricado con una chapa de hierro, sacada del Virginia, en la que había conseguido perforar un agujero lo suficientemente ancho como para introducir un mango. Se prometió dar a aquella primera siembra el sentido de un juicio efectuado por la naturaleza -es decir, por Dios- sobre el trabajo de sus manos.
Los más útiles entre los animales de la isla serían seguramente las cabras y los carneros, que eran muy numerosos, siempre que lograra domesticarlos. Pero aunque las cabras permitían que se les aproximara bastante, se defendían, en cambio, con bravura desde el momento en que pretendía echarles mano para intentar ordeñarlas. Construyó, por tanto, un cercado, atando horizontalmente unas largas varas sobre unas estacas de madera a las que cubrió después con lianas entrelazadas. Allí encerró a los cabritos más jóvenes, que atrajeron a sus madres con sus gritos. Robinsón liberó entonces a los pequeños y aguardó varios días hasta que el peso de las ubres de las cabras las hiciera sufrir de tal modo que se prestasen de buena gana a ser ordeñadas. De este modo había creado un comienzo de explotación ganadera en la isla, tras haber sembrado su tierra. Lo mismo que la humanidad en sus primeros pasos había pasado del estadio de la recogida y de la caza al de la agricultura y la ganadería.
Pero todavía faltaba para que la isla le pareciera como una tierra salvaje a la que él había sabido dominar y luego domar para convertirla en un medio completamente humano. No había día en que un incidente sorprendente o siniestro no reviviera la angustia que había nacido en él desde el instante en que, al comprender que era el único superviviente del naufragio, se sintió huérfano de la humanidad. El sentimiento de su desamparo, moderado ante el espectáculo de sus campos trabajados, de su cercado para las cabras, del hermoso orden de su almacén, del fiero aspecto de su arsenal, estalló en su pecho el día en que sorprendió a un vampiro aferrado al lomo de uno de los cabritos, dispuesto a vaciar su sangre. Las dos alas ganchudas y desgarradas del monstruo cubrían como si fuera un manto de muerte al animalito que temblaba de debilidad. En otra ocasión, mientras recogía caracolas en rocas medio sumergidas, recibió un chorro de agua en plena cara. Un poco aturdido por el impacto, dio algunos pasos, pero fue detenido por un segundo chorro que le alcanzó derecho en pleno rostro con una diabólica precisión. Inmediatamente sintió en el estómago la antigua punzada de la angustia tan conocida y tan temida. Se relajó sólo a medias cuando descubrió en un entrante de la roca un pulpo de pequeño tamaño y de color gris que tenía la sorprendente facultad de enviar el agua gracias a una especie de sifón, cuyo ángulo de tiro podía variar a voluntad.
Había terminado por resignarse a la vigilancia implacable a la que le sometía su «consejo de administración», como continuaba llamando al grupo de buitres que parecía haberse pegado a su persona. Fuera donde fuera, hiciera lo que hiciese, estaban allí, gibosos, pestíferos y pelados, aguardando -no, desde luego, su propia muerte, como él pensaba en sus momentos de depresión-, sino todos los restos comestibles que él sembraba en su jornada. Sin embargo, mal que bien, se había acostumbrado a su presencia, pero en cambio sufría con más dificultad el espectáculo de sus costumbres crueles y repelentes. Sus amores de viejos lujuriosos insultaban a su castidad forzada. Una tristeza indignada embargaba su corazón cuando veía al macho, tras unos saltitos grotescos, patear pesadamente a la hembra para luego clavar su pico torcido sobre la nuca calva de su pareja, mientras las plumas de su cola se acoplaban en un obsceno abrazo. Un día observó que un buitre más pequeño y sin duda más joven era perseguido y maltratado por otros. Le fustigaban a picotazos, a aletazos, a dentelladas y finalmente le arrinconaron contra una roca. De pronto aquellas novatadas cesaron, como si la víctima hubiera implorado clemencia o hubiera hecho saber que se rendía a las exigencias de sus perseguidores. Entonces el pequeño buitre extendió el cuello con rapidez hacia el suelo, dio tres pasos mecánicos y luego se detuvo, convulso por los espasmos, y vomitó sobre los guijarros un revoltijo de carnes descompuestas y a medio digerir; festín solitario, sin duda, que sus congéneres habían sorprendido para su desgracia. Se arrojaron sobre aquellas inmundicias y las devoraron atropellándose unos a otros.
Aquella mañana Robinsón había roto su azada y había dejado escapar su mejor cabra lechera. Aquella escena terminó de abatirle. Por primera vez después de muchos meses tuvo un desfallecimiento y cedió a la tentación de la ciénaga. Retomó el sendero de los jabalíes, que conducía a las zonas pantanosas de la costa oriental, y volvió a encontrar la charca fangosa donde su razón había zozobrado ya tantas veces. Se despojó de sus vestidos y se dejó deslizar en el fango líquido.
En los vapores mefíticos donde giraban nubes de mosquitos se disipó el círculo de pulpos, vampiros y buitres que le obsesionaba. El tiempo y el espacio se disolvían y un rostro se dibujó en el cielo enmarañado, ribeteado de hojas, que era todo lo que podía contemplar. Estaba acostado en una cunita que se balanceaba y que tenía un baldaquín de muselina. Sólo sus manitas emergían de unos pañales de blancura de lirio que le envolvían de la cabeza a los pies. En torno suyo un rumor de palabras y de ruidos domésticos componían el ambiente familiar de la casa en que había nacido. La voz firme y bien timbrada de su madre alternaba con el falsete eternamente quejumbroso de su padre y las risas de sus hermanos y hermanas. No comprendía lo que se decía, pero tampoco intentaba comprender. Y en ese momento las telas bordadas se apartaron para enmarcar el fino rostro de Lucy, estilizado aún más por dos grandes trenzas negras, una de las cuales rodó sobre la colcha. Una debilidad de una dulzura embriagadora envolvió a Robinsón. Una sonrisa se dibujó en su boca que asomaba entre las hierbas putrefactas y las hojas de los nenúfares. A la comisura de sus labios se había adherido el cuerpo oscuro de una sanguijuela.
Log-book.-Cada hombre tiene su pendiente funesta. La mía desciende hacia el cenagal. Allí es donde me agarra Speranza y me muestra su rostro bestial. La ciénaga es mi derrota, mi vicio. Mi victoria es el orden moral que debo imponer a Speranza frente a su orden natural que no es más que otro nombre del desorden absoluto. Ahora sé que aquí no se trata sólo de sobrevivir. Sobrevivir es morir. Hay que, con paciencia y sin descanso, construir, organizar, ordenar. Cada parada es un paso hacia atrás, un paso hacia la pocilga.
Las extraordinarias circunstancias en que me encuentro justifican, me parece, bastantes cambios en el punto de vista, concretamente en los asuntos morales y religiosos. Cada día leo la Biblia. También cada día presto piadosamente atención a la fuente de sabiduría que habla dentro de mí, como habla en cada hombre. A veces me asusto ante la novedad de lo que puedo descubrir y que sin embargo yo acepto, porque ninguna tradición puede prevalecer sobre la voz del Espíritu Santo que está dentro de nosotros.
Así el vicio y la virtud. Mi educación me había acostumbrado a considerar al vicio como un exceso, una opulencia, un despilfarro, un desenfreno ostentoso frente al cual la virtud oponía la humildad, el recogimiento, la abnegación. Ahora me doy cuenta de que este tipo de moral es para mí un lujo que me mataría si pretendiera ceñirme a ella. Mi situación me dicta poner el más en la virtud y el menos en el vicio, y por tanto llamar virtud al coraje, a la fuerza, a la afirmación de mí mismo, al dominio sobre las cosas. Y vicio a la renuncia, al abandono, a la resignación, en una palabra, a la ciénaga. Sin duda de este modo vuelvo a una visión antigua de la sabiduría humana más allá del cristianismo y sustituyo la virtud por la virtus. Pero el fondo de un determinado cristianismo es el rechazo radical de la naturaleza y de sus cosas, ese rechazo que demasiado ya he practicado yo en Speranza y que ha estado a punto de perderme. No triunfaré de la decadencia más que en la medida en que, por el contrario, sepa aceptar mi isla y hacerme aceptar por ella.