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A medida que el rencor que le había producido el fracaso con el Evasión se iba apagando, Robinsón soñaba cada vez más en las ventajas que podría sacar de una embarcación modesta con la cual se limitaría a explorar las costas de la isla que eran inaccesibles desde el interior. Comenzó, por tanto, a construir una piragua de una sola pieza trabajando un tronco de pino. Trabajo con el hacha, lento y monótono, que efectuó metódicamente a determinadas horas del día sin la fiebre que había rodeado a la construcción del Evasión. Al principio había pensado encender un fuego bajo la parte del tronco que quería ahuecar, pero temió calcinarlo en su totalidad y se contentó con esparcir brasas en la cavidad ya trabajada. Pero al final prescindió de recurrir a la llama. La embarcación, convenientemente vaciada, tallada, perfilada, pulida con arena fina, era lo suficientemente ligera como para que él pudiera elevarla con los brazos por encima de su cabeza y transportarla cubriéndose los hombros como si se tratara de una gran capucha de madera. Fue una auténtica fiesta para él contemplarla por vez primera danzando sobre las olas, como un potro en una pradera. Había tallado un par de remos muy sencillos tras haber renunciado a la vela por un principio de restricción que procedía del recuerdo del demasiado ambicioso Evasión. A partir de ese momento efectuó una serie de expediciones contorneando la isla, que sirvieron para hacerle conocer su dominio, pero también para hacerle sentir mejor que todas sus experiencias anteriores la soledad que le envolvía.

Log-book.-La soledad no es una situación inmutable en la que yo me encontraría sumergido desde el naufragio del Virginia. Es un medio corrosivo que actúa sobre mí lentamente, pero sin tregua y en un sentido puramente destructivo. El primer día yo transitaba entre dos sociedades humanas igualmente imaginarias: la tripulación desaparecida y los habitantes de la isla, porque yo la creía poblada. Tenía todavía muy vivos mis contactos con mis compañeros de a bordo. Proseguía imaginariamente el diálogo interrumpido por la catástrofe. Y luego la isla resultó desierta. Avanzaba a través de un paisaje sin alma viviente. Detrás mío, el grupo de mis infortunados compañeros se hundía en la noche. Sus voces se habían callado desde hacía ya tiempo, cuando la mía comenzaba sólo a fatigarse de su soliloquio. Desde entonces sigo con una horrible fascinación el proceso de deshumanización, cuyo inexorable trabajo siento dentro de mí.

Sé ahora que cada hombre lleva consigo -y como sobre él- un frágil y complejo andamiaje de costumbres, respuestas, reflejos, mecanismos, preocupaciones, sueños e implicaciones que se ha formado y continúa transformándose por los contactos perpetuos con sus semejantes. Privada de savia, esta delicada eflorescencia se marchita y se disgrega… El prójimo: pieza maestra de mi universo… Mido cada día lo que yo le debía, registrando nuevas fisuras en mi edificio personal. Sé el riesgo que correría si perdiera el uso de la palabra y combato con todo el ardor de mi angustia esta suprema decadencia. Pero mis relaciones con las cosas se encuentran ellas mismas desnaturalizadas por mi soledad. Cuando un pintor o un grabador introducen personajes en un paisaje o en las proximidades de un monumento, no es por gusto de lo accesorio. Los personajes dan la escala y, lo que importa más todavía, constituyen puntos de vista posibles que añadir al punto de vista real del observador de indispensables virtualidades.

En Speranza no hay más que un solo punto de vista, el mío, despojado de toda virtualidad.

Y ese despojo no se ha realizado en un día. Al comienzo, por un automatismo inconsciente, yo proyectaba posibles observadores -parámetros- en la cima de las colinas, detrás de tal roca o en las ramas de tal árbol. La isla se encontraba de este modo cuadriculada por una red de interpolaciones y de extrapolaciones que la diferenciaba y la dotaba de inteligibilidad. Así hace todo hombre normal en una situación normal. Yo no he tomado conciencia de esta función -como de muchas otras- más que a medida que se iba degradando en mí. Hoy es cosa hecha: mi visión de la isla está reducida a sí misma. Lo que yo no veo es un desconocido absoluto. Por todas partes en donde yo no estoy reina una noche insondable. Además constato al escribir estas líneas que la experiencia que ellas tratan de transmitir no sólo no tienen precedente, sino que además contradicen en su misma esencia a las palabras que empleo. El lenguaje depende, en efecto, de modo fundamental de ese universo poblado en el que los otros vienen a ser como otros tantos faros que crean en torno suyo un islote luminoso en el interior del cual todo es -si no conocido- al menos cognoscible. Alimentada por mi fantasía, su luz ha llegado todavía durante mucho tiempo hasta mí. Ahora, es un hecho, las tinieblas me envuelven.

Y mi soledad no ataca más que la inteligibilidad de las cosas. Mina hasta el fundamento mismo de su existencia. Cada vez me asaltan más dudas sobre la veracidad del testimonio de mis sentidos. Sé ahora que la tierra sobre la que se apoyan mis dos pies necesitaría para no tambalearse que otros, distintos de los míos, la pisaran. Contra la ilusión óptica, el espejismo, la alucinación, el soñar despierto, el fantasma, el delirio, la perturbación del oído…, el baluarte más seguro es nuestro hermano, nuestro vecino, nuestro amigo o nuestro enemigo, pero… ¡alguien, oh dioses, alguien!

P.s. Ayer, cuando atravesaba el bosquecillo que está delante de las praderas de la costa sudeste, fui golpeado en pleno rostro por un olor que me ha devuelto brutalmente -casi dolorosamente- a la casa, al vestíbulo en que mi padre recibía a sus clientes, pero en concreto a los lunes por la mañana, día en que mi padre no recibía y en que mi madre ayudada por nuestra vecina aprovechaba para sacar brillo al entarimado. La evocación era tan poderosa y tan incongruente que una vez más dudé de mi razón. Por un momento luché contra el asalto de un dulce recuerdo tan imperioso, pero luego me dejé deslizar en el pasado, ese museo desierto, esa muerte barnizada como un sarcófago que me reclama con tal ternura seductora. Al fin la ilusión aflojó su abrazo. Vagando por el bosque, he descubierto algunas raíces de trementina, arbustos coníferos cuya corteza al estallar por el calor desprendía una resina ámbar con un fuerte olor que contenía todas las mañanas de los lunes de mi infancia.

Ya que era martes -así lo quería su empleo del tiempo-, aquella mañana Robinsón recogía sobre la arena fresca, dejada al descubierto por la marea baja, una especie de moluscos con la carne un poco dura pero sabrosa que podía conservar toda la semana en un jarra llena de agua de mar. La cabeza protegida por el gorro redondo de los marinos británicos, zuecos también reglamentarios en los pies, iba vestido con un calzón que le dejaba las pantorrillas al aire y con una amplia camisa de lino. El sol, del que su blanca piel de pelirrojo no soportaba las quemaduras, estaba oculto por una alfombra de nubes encrespadas, como de astracán, y había podido dejar en la cueva su sombrilla de hojas de palma de la que raramente se separaba. Como la marea estaba baja, había atravesado un tapiz regular de conchas trituradas, bancos de barro y charcas poco profundas y había retrocedido lo suficiente como para abarcar con una mirada la masa verde, rubia y negra de Speranza. Al carecer de cualquier otro interlocutor, proseguía con ella un largo, lento y profundo diálogo en el que sus gestos, sus actos y sus empresas constituían otras tantas preguntas a las que la isla respondía mediante el éxito o el fracaso que venía a ser como aprobación o desacuerdo sancionador. Ya no tenía ninguna duda de que de ahí en adelante todo dependería de sus relaciones con ella y del éxito de su organización. Tenía siempre el oído atento para recoger los mensajes que no cesaban de emanar de ella bajo mil formas, tanto cifradas como simbólicas.