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Hoy puedo medir la locura y la maldad de aquellos que calumnian a esta divina institución: ¡el dinero! El dinero espiritualiza todo lo que toca al aportar una dimensión a la vez racional -medible- y universal -ya que un bien metalizado se convierte en virtualmente accesible para todos los hombres-. La venalidad es una virtud cardinal. El hombre venal sabe hacer callar a sus instintos asesinos y asociales -sentimiento del honor, amor propio, patriotismo, ambición política, fanatismo religioso, racismo- para no dejar hablar más que a su tendencia a la cooperación, su gusto por los intercambios fructíferos, su sentido de la solidaridad humana. Hay que tomar al pie de la letra la expresión edad de oro y veo con claridad que la humanidad volvería a ella si sólo estuviera dirigida por hombres venales. Desdichadamente, son casi siempre los hombres desinteresados los que hacen la historia y entonces el fuego lo destruye todo, la sangre corre a borbotones. Los grandes mercaderes de Venecia nos dan el ejemplo de felicidad fastuosa que alcanza un Estado cuando está conducido por la sola ley del lucro, mientras que los lobos encarnizados de la Inquisición española nos enseñan las infamias de que son capaces los hombres que han perdido el gusto por los bienes materiales. Los hunos se habrían detenido deprisa en su oleada devastadora si hubieran sabido aprovechar las riquezas que habían conquistado. Entorpecidos por sus adquisiciones, se habrían establecido para gozar mejor de las mismas y las cosas habrían recuperado su curso natural. Ellos despreciaban el oro. Y avanzaron siempre hacia adelante, quemando todo a su paso.

A partir de ese momento Robinsón se dedicó a vivir apenas de la nada, trabajando en una explotación intensa de los productos de la isla. Roturó y sembró hectáreas enteras de praderas y bosques, trasplantó un campo de nabos, de rábanos y acederas -especies que brotaban esporádicamente en el Sur-, protegió contra los pájaros y los insectos las plantaciones de palmeras, instaló veinte colmenas que empezaron a ser colonizadas por las primeras abejas, excavó en el borde del litoral viveros de agua dulce y de agua de mar, en los cuales criaba sargos, marrajos, peces caballeros e incluso cangrejos de mar. Almacenó enormes provisiones de frutos secos, carne ahumada, pescados salados y quesos duros y quebradizos como la tiza, que sin embargo podían conservarse indefinidamente. Por último descubrió un procedimiento para producir una especie de azúcar gracias al cual pudo hacer confituras y conservas de frutos en almíbar. Se trataba de una palmera cuyo tronco, más grueso en el centro que en la base o en la corona, destilaba una savia extraordinariamente azucarada. Derribó uno de aquellos árboles, cortó las hojas de la copa y pronto la savia comenzó a manar por el extremo superior. Manó así durante meses enteros, pero era necesario que Robinsón arrancara cada mañana una nueva parte del tronco, cuyos poros tendían a atascarse. Sólo aquel árbol le dio noventa galones de melaza que se fue solidificando poco a poco en un enorme pastel.

Fue por entonces cuando Tenn, el setter-laverack del Virginia, surgió de un matorral y corrió hacia él, enloquecido de amistad y de ternura.

Log-book.- Tenn, mi fiel compañero de travesía, ha vuelto. Imposible expresar la alegría que encierra esta simple frase. Jamás podré saber dónde ni cómo ha vivido desde el naufragio, pero al menos creo comprender qué es lo que le mantenía alejado de mí. Mientras yo construía como un loco el Evasión, apareció ante mí, para huir después con grandes gruñidos furibundos. Yo me pregunté en mi ceguera si los terrores del naufragio, seguidos de un largo período de soledad en una naturaleza hostil, no le habrían conducido al estado salvaje. ¡Increíble suficiencia! El único salvaje entre nosotros dos era yo, y ahora no me cabe duda de que fue mi aspecto bestial y mi extraviado rostro los que desanimaron al pobre animal, que seguía siendo mucho más profundamente civilizado que yo mismo. No faltan ejemplos de perros obligados, casi a pesar suyo, a abandonar a dueños perdidos en el vicio, la decadencia o la locura, y no se sabe que aceptaran que su amo comiera en la misma escudilla que ellos. El regreso de Tenn me satisface plenamente porque es testimonio y recompensa de mi victoria sobre las fuerzas destructoras que me arrastraban hacia el abismo. El perro es el compañero natural del hombre, no de la criatura nauseabunda y degenerada que la desgracia, al sustraerle de lo humano, puede hacer de él. De ahora en adelante leeré en sus bondadosos ojos color avellana si he sabido mantenerme a la altura de un hombre, a pesar del horrible destino que me empuja hacia el suelo.

Pero Robinsón no debía recobrar del todo su humanidad hasta que se diera a sí mismo otro refugio diferente al fondo de una gruta o a un toldo de hojas. Al tener a partir de ese momento al más doméstico de los animales como compañero, debía construirse una casa, ¡tan profunda es a veces la sabiduría que encubre un simple parentesco verbal!

La situó a la entrada de la gruta que contenía todas sus riquezas y que se encontraba en el punto más elevado de la isla. Excavó en primer lugar un foso de tres pies de profundidad que rellenó con un lecho de guijarros recubiertos a su vez por una capa de arena blanca. Sobre ese basamento perfectamente seco y permeable, alzó unos tabiques superponiendo troncos de palmeras sujetos mediante muescas angulares. Las cortezas y la crin vegetal llenaban los intersticios entre los troncos. Sobre un ligero entramado de vigas a doble vertiente tendió una techumbre de cañas entrelazadas sobre la cual colocó después hojas de caucho montando unas sobre otras como si se tratara de pizarra. La superficie exterior de los muros la revistió con mortero hecho de arcilla húmeda y pajas. Un enlosado de piedras planas e irregulares, ensambladas como las piezas de un puzzle, recubrió el suelo arenoso. Las pieles de cabra y las alfombras de junco, algunos muebles de mimbre, la vajilla y los fanales salvados del Virginia, el catalejo, el sable y uno de los fusiles colgados de la pared, creaban una atmósfera confortable e incluso íntima de la que Robinsón no se dejaba impregnar. Desde el exterior esta primera vivienda tenía un aspecto sorprendente de isba tropical, tosca pero a la vez cuidada, frágil por su techumbre y maciza por sus muros, características en las que Robinsón se complació al encontrar en ellas las contradicciones de su propia situación. Por otro lado, era también consciente de la inutilidad práctica de aquel refugio, a la función capital, pero sobre todo moral, que la atribuía. Decidió no realizar allí ninguna tarea utilitaria -ni siquiera la cocina-, decorarla con una paciencia minuciosa y no dormir en ella más que el sábado por la noche, continuando los demás días utilizando una especie de camastro de plumas y pelos con que había rellenado un hueco de la pared rocosa de la gruta. Poco a poco aquella casa se fue convirtiendo para él en una especie de museo de lo humano, en el que no entraba nunca sin tener la sensación de estar realizando un acto solemne. Tomó incluso la costumbre -tras haber desembalado los vestidos que estaban guardados en el cofre del Virginia (y algunos eran muy hermosos)- de no penetrar en aquel lugar más que vestido con calzas, medias y zapatos, como si fuera a visitar a lo mejor de sí mismo.

Se dio cuenta después de que el sol no era visible desde el interior de la casa más que a determinadas horas del día y pensó que sería acertado instalar un reloj o una máquina adecuada para poder medir el tiempo en cualquier momento. Tras algunas dudas, decidió confeccionar una especie de clepsidra bastante primitiva. Era simplemente una bombona de vidrio transparente a la que había horadado la base con un agujerito por donde caía el agua gota a gota en un recipiente de cobre colocado en el suelo. La bombona tardaba exactamente veinticuatro horas en vaciarse en la cubeta y Robinsón había estriado sus costados con veinticuatro círculos paralelos, marcado cada uno con un número romano. De este modo el nivel del líquido daba la hora en cualquier momento. Aquella clepsidra supuso un inmenso consuelo para Robinsón. Cuando escuchaba -de día o de noche- el ruido regular de las gotas que caían en el depósito, tenía el orgulloso sentimiento de que el tiempo no se deslizaba ya en un oscuro abismo, sino que en lo sucesivo se encontraba regularizado, dominado, en una palabra; domesticado también él, como toda la isla iba a llegar a estarlo, poco a poco, por la fuerza de ánimo de un solo hombre.