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Log-book.- De ahora en adelante, aunque vele o aunque duerma, escriba o cocine, mi tiempo es sostenido por un tic-tac maquinal, objetivo, irrefutable, exacto, controlable. ¡Hasta qué punto estoy hambriento de esos epítetos que definen otras tantas victorias sobre las fuerzas del mal! Yo quiero, exijo que todo a mi alrededor sea a partir de ahora medido, probado, certificado, matemático, racional. Habrá que proceder a la agrimensura de la isla, establecer la imagen reducida de la proyección horizontal de todas sus tierras, consignar estos datos en un catastro. Querría que cada planta fuera etiquetada, cada pájaro registrado con una anilla, cada mamífero marcado a fuego. ¡No cesaré hasta que esta isla oscura, impenetrable, llena de sordas fermentaciones y de remolinos maléficos, sea metamorfoseada, convertida en una construcción abstracta, transparente, inteligible hasta la médula!

¿Pero tendré fuerzas para lograr esta formidable tarea? ¿Encontraré en mí mismo los recursos de esa dosis masiva de racionalidad que yo quiero administrar a Speranza? El ruido regular de la clepsidra que me arrullaba hace sólo un instante con su música aplicada y tranquilizadora como la de un metrónomo, evoca de repente otra imagen completamente opuesta que me horroriza: la de la piedra más dura, inexorablemente atacada por la caída incansable de una gota de agua. Es inútil disimularlo: todo mi edificio cerebral se tambalea. Y el efecto más evidente de esta erosión es el deterioro del lenguaje.

Me gusta hablar sin cesar en voz alta, no dejar jamás pasar una reflexión, una idea sin proferirla en seguida en dirección a los árboles o las nubes; veo de día hundirse paneles enteros de la ciudadela verbal en que se resguarda y mueve con familiaridad nuestro pensamiento, lo mismo que el topo en su red de galerías. Puntos fijos sobre los cuales se apoya el pensamiento para progresar -como se camina sobre las piedras que emergen del lecho de un torrente- se desmoronan, se hunden. Me asaltan dudas sobre el sentido de las palabras que no designan a cosas concretas. Ya no puedo hablar más que en sentido literal. La metáfora, la litote y la hipérbole me exigen un esfuerzo de atención desmesurado cuyo efecto imprevisto es que resalte todo lo que hay de absurdo y de convencional en esas figuras retóricas. Me parece que ese proceso del que soy protagonista sería una bicoca para un gramático o un filósofo que viviera en sociedad: para mí es un lujo a la vez inútil y criminal. Eso me ocurre, por ejemplo, con esa noción de profundidad, de la que nunca había pensado escrutar el uso que de ella se hace en expresiones como «un espíritu profundo», «un amor profundo»… Extraña actitud que valora ciegamente la profundidad a expensas de la superficie y que pretende que «superficial» no significa «de amplia dimensión», sino de «poca profundidad», mientras que «profundo» significa, por el contrario, «de gran profundidad» y no de «insignificante superficie». Y, sin embargo, me parece que un sentimiento como el amor se mide mucho mejor -si es que puede medirse- por la importancia de su superficie que por el grado de su profundidad. Porque yo mido mi amor por una mujer por el hecho de que amo tanto sus manos como sus ojos, su andar, sus vestidos habituales, sus objetos familiares, lo que ella no ha hecho más que rozar, los paisajes en donde la he visto desenvolverse, el mar en que se ha bañado… ¡Todo esto es, desde luego, de la superficie!, ¡me parece! Mientras que un sentimiento mediocre tiene directamente -en profundidad- al sexo mismo y deja todo lo demás en una penumbra indiferente.

Un mecanismo análogo -que chirría desde hace poco tiempo cuando mi pensamiento quiere utilizarlo- valora la interioridad por encima de la exterioridad. Los seres serían tesoros encerrados en una costra sin valor y cuanto más se penetrara en ellos, más grandes serían las riquezas a las que se podría acceder. ¿Y si no hubiera tesoros? ¿Y si la estatua estuviera llena de una plenitud monótona, homogénea como la de una muñeca de paja? Sé perfectamente que yo, a quien nadie acude para prestar un rostro y secretos -que no soy más que un agujero negro en medio de Speranza, un punto de vista sobre Speranza-, un punto, es decir: nada. Pienso que el alma no comienza a tener un contenido notable más que a partir de la cortina de piel que separa el interior del exterior, y que se enriquece indefinidamente a medida que se anexiona círculos cada vez más amplios en torno al punto-yo. Robinsón no es infinitamente rico más que cuando coincide con Speranza entera.

Desde la mañana siguiente Robinsón trazó los cimientos de un Conservatorio de Pesos y Medidas. Lo edificó en forma de pabellón, pero con los materiales más refractarios que pudo encontrar: bloques de granito y sillares de arcilla roja. En él expuso sobre una especie de altar -como si se tratara de ídolos- y contra los muros -como las armas de la panoplia de la razón- los patrones de la pulgada, el pie, la yarda, la vara, el cable, la pinta, el picotín, la fanega, el galón, el grano, el dracma, la onza y la libra.

Capítulo IV

El día 1.000 de su calendario, Robinsón se vistió con su traje de ceremonia y se encerró en su casa. Se colocó ante un pupitre que había ideado y fabricado para poder escribir de pie, en una actitud de respeto y de atención. Después, abriendo el mayor de los libros lavados que había encontrado en el Virginia, escribió:

CARTA DE LA ISLA DE SPERANZA

COMENZADA EL DÍA 1.000 DEL CALENDARIO LOCAL

ARTÍCULO PRIMERO.- En virtud de la inspiración del Espíritu Santo percibida y obedecida de acuerdo con las enseñanzas del Venerado Amigo George Fox, el súbdito de S. M. Jorge II, Robinsón Crusoe, nacido en York el 19 de diciembre de 1737, es nombrado Gobernador de la isla de Speranza, situada en el océano Pacífico, entre las islas Juan Fernández y la costa occidental de Chile. En calidad de lo cual tiene todo el poder para legislar y ejecutar sobre el conjunto del territorio insular y sobre sus aguas territoriales en el sentido y según las vías que le dicte la Luz interior.

ARTÍCULO II.- Los habitantes de la isla siempre que piensen deben hacerlo en voz alta e inteligible.

Escolio. -Perder la facultad de la palabra por falta de uso es una de las más humillantes calamidades que me amenazan. Ya he notado, cuando trato de discurrir en alta voz, una cierta torpeza de la lengua, como tras un exceso de vino. Es importante que en lo sucesivo los discursos interiores, que mantenemos todo el tiempo que permanecemos conscientes, lleguen hasta mis labios para modelarlos sin cesar. Por otra parte, es su tendencia natural, y hay que tener una vigilancia particular de la atención para contenerlo antes de que se exprese, como lo demuestra el ejemplo de los niños y de los viejos, que hablan solos por falta de control.