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ARTÍCULO III.- Está prohibido hacer sus necesidades naturales en cualquier parte que no sean los lugares previstos para este uso.

Escolio. -Es verdad que el lugar ocupado por esta disposición en el artículo III podrá sorprender. Pero es que el Gobernador legisla a medida que se hace notar tal necesidad o tal obra, y por el relajamiento que amenaza a los habitantes de la isla, es urgente imponerles una pequeña disciplina en una de las parcelas de su vida que más les aproxima a la irracionalidad.

ARTÍCULO IV.- El viernes es día de ayuno.

ARTÍCULO V.-El domingo es día de descanso. A las diecinueve horas del sábado debe cesar todo trabajo en la isla, y los habitantes deben vestirse sus mejores galas para ¡a cena. El domingo por la mañana a las diez, una meditación religiosa sobre un texto de las Sagradas Escrituras les reunirá en el templo.

ARTÍCULO VI.- Únicamente el Gobernador está autorizado a fumar. Pero incluso él no debe hacerlo más que una vez a la semana: el domingo después de comer en el mes que corre; en el siguiente mes lo hará sólo cada dos semanas; luego una sola vez al mes y después sólo podrá hacerlo un mes cada dos.

Escolio.-He descubierto desde hace muy poco tiempo el uso y el disfrute de la pipa de porcelana de Van Deyssel. Desgraciadamente la provisión de tabaco contenido en el barrilete durará poco. Es necesario, por tanto, prolongarlo tanto como sea posible y no contraer un hábito que al no poder ser satisfecho se convierta después en fuente de sufrimiento.

Robinsón se recogió durante un momento. Luego, tras cerrar el Libro de la Carta, abrió otro volumen y escribió en letras mayúsculas sobre la cubierta:

CÓDIGO PENAL DE LA ISLA DE SPERANZA

COMENZADO EL DÍA 1.000 DEL CALENDARIO LOCAL

Volvió la página, reflexionó durante largo rato y escribió al fin:

ARTÍCULO PRIMERO.- Las infracciones contra la Carta son sancionables con dos tipos de penas: días de ayuno, días de encierro.

Escolio.- Son las dos únicas penas aplicables actualmente; los castigos corporales y la pena de muerte implican un aumento de la población insular. La mazmorra está situada en la pradera a medio camino entre las estribaciones rocosas y los primeros pantanos. Está situada de tal forma que el sol irradia sobre ella sus dardos durante las seis horas más cálidas de la jornada.

ARTÍCULO II.- Toda permanencia en la ciénaga está prohibida. Los infractores serán castigados con dos días de permanencia en la mazmorra.

Escolio.-De este modo la mazmorra viene a ser la antítesis -y por tanto, en un cierto sentido, como el antídoto- de la ciénaga. Este artículo del Cogido penal ilustra sutilmente el principio de acuerdo con el cual un infractor debe ser castigado por donde ha pecado.

ARTÍCULO III.- Cualquiera que manche la isla con sus excrementos será castigado con un día de ayuno.

Escolio.-Nueva ilustración del principio de sutil correspondencia entre la falta y el castigo.

ARTÍCULO IV.-…

Robinsón se concedió un momento de meditación antes de determinar los castigos que corresponderían al ultraje público al pudor dentro del territorio insular o en sus aguas territoriales. Dio algunos pasos hacia la puerta y la abrió como para mostrarse ante sus súbditos. La cornisa rizada de la vegetación del gran bosque tropical se desplegaba hacia el mar que a lo lejos se confundía con el cielo. Como era rojo como un zorro, su madre le había condenado desde su más tierna infancia a los vestidos verdes y ella le había inculcado la desconfianza hacia el azul que no concordaba, decía, ni con la herrumbre de sus cabellos ni con el tinte de sus vestidos. Pero no había nada que pudiera entonar más armoniosamente que aquel mar de hojas contra el lienzo oceánico extendido hasta el cielo. El sol, el mar, el bosque, el azur, el mundo entero participaban de una tal inmovilidad que parecía que el curso del tiempo hubiera quedado suspendido sin el tic-tac húmedo de la clepsidra. «Si existe una circunstancia privilegiada -pensó Robinsón-, en la cual el Espíritu Santo debe manifestar su descenso en mí, legislador de Speranza, debe ser un día como éste, en un minuto como éste. Una lengua de fuego bailando sobre mi cabeza o una columna de humo ascendiendo derecha hacia el cénit ¿no debería atestiguar que yo soy el templo de Dios?»

Cuando pronunciaba estas palabras en voz alta -conforme al artículo II de la Carta-, vio elevarse tras la cortina del bosque un débil hilo de humo blanco que parecía partir de la Bahía de la Salvación. Creyendo que su plegaria había sido escuchada, cayó de rodillas murmurando una jaculatoria. Y en ese momento una duda empañó su espíritu. Se levantó y fue a descolgar del muro el mosquetón, un cebador, unas balas y el catalejo. Luego silbó a Tenn y se hundió en la espesura evitando el camino directo que había trazado desde la orilla a la gruta.

Eran unos cuarenta y formaban un círculo en torno a un fuego del que ascendía un torrente de humo pesado, espeso, lechoso, de una consistencia anormal. Tres largas piraguas de batanga descansaban sobre la arena. Eran embarcaciones de un tipo corriente en todo el Pacífico, de una notable resistencia a pesar de su estrechez y de la pequeñez de su calado. En cuanto a los hombres que rodeaban el fuego, Robinsón pudo reconocer con el catalejo que se trataba de indios costinos, de la temible tribu de los Araucanos, habitantes de una parte del Chile central y meridional que, tras haber mantenido en jaque a los invasores incas, habían inflingido sangrientas derrotas a los conquistadores españoles. Pequeños, deformes, aquellos hombres iban vestidos con un tosco mandil de cuero. Su rostro ancho, con los ojos extraordinariamente separados, resultaba todavía más extraño porque tenían la costumbre de depilarse las cejas y por la abundante cabellera negra, muaré, soberbiamente conservada que sacudían con orgullo en cualquier ocasión. Robinsón les conocía por sus frecuentes viajes a Temuco, su capital chilena. Sabía que si había estallado algún nuevo conflicto con los españoles, ningún hombre blanco merecería piedad ante sus ojos.

¿Habían realizado la enorme travesía desde las costas chilenas a Speranza? El tradicional valor de los pescadores costinos hacía que aquella hazaña fuera verosímil, pero era más probable que una u otra de las islas Juan Fernández hubiera sido colonizada por ellos -y era una suerte que Robinsón no hubiera caído entre sus manos, porque lo más seguro es que habría sido masacrado o, al menos, reducido a la esclavitud.

Gracias a relatos que había escuchado en Araucania, adivinaba el sentido de la ceremonia que se desarrollaba en aquel momento en la orilla. Una mujer descarnada y greñuda, que se tambaleaba en el centro del círculo formado por los hombres, se aproximaba al fuego y arrojaba a él un puñado de polvo y respiraba con avidez las cargadas volutas blancas que se elevaban inmediatamente. Después, como agitada por esa inhalación, se volvía hacia los indios inmóviles y parecía pasarles revista, paso a paso, con bruscas paradas ante uno u otro. A continuación volvía a la hoguera y la operación recomenzaba, hasta el punto de que Robinsón se preguntaba si la hechicera no iría a desmayarse asfixiada antes de que concluyera el rito. Pero no, el dramático desenlace se produjo de pronto. La silueta harapienta tendía los brazos hacia uno de los hombres. Su gran boca abierta debía proferir maldiciones que Robinsón no podía oír. El indio designado por la vidente como responsable de un mal cualquiera que la comunidad debía sufrir -epidemia o sequía- se arrojó de bruces al suelo sacudido por grandes convulsiones. Uno de los indios marchó hacia él. Su machete hizo volar en primer lugar el taparrabos del desdichado, luego se abatió sobre él con golpes regulares, cortando su cabeza y luego sus brazos y sus piernas. Al final los seis pedazos de la víctima fueron conducidos a las brasas, mientras que la hechicera en cuclillas, agazapada sobre la arena, rogaba, dormía, vomitaba u orinaba.