Los indios habían roto el círculo y se desinteresaban del fuego, cuya humareda era ahora negra. Rodearon sus embarcaciones y seis de ellos sacaron unos odres y se dirigieron hacia el bosque. Robinsón se batió en retirada precipitadamente sin perder de vista a aquellos hombres que invadían su dominio. Si llegaban a descubrir alguna huella de su estancia en la isla, las dos tripulaciones podrían lanzarse en su búsqueda y difícilmente lograría escapar. Pero por suerte, como el primer manantial se hallaba en la linde del bosque, los indios no tuvieron que adentrarse en la isla. Llenaron sus odres, que transportaban entre dos, y se dirigieron hacia las piraguas, donde sus compañeros habían ocupado ya sus sitios. La hechicera se hallaba postrada en una especie de trono situado en la parte trasera de una de las embarcaciones.
Cuando hubieron desaparecido tras los acantilados occidentales de la bahía, Robinsón se aproximó a la hoguera. Se podían distinguir todavía los restos calcinados de la víctima expiatoria. De este modo, pensó, estos hombres rudos aplican inconscientemente y con crueldad las palabras del Evangelio: Si tu ojo derecho es para ti ocasión de caída, arráncatelo y arrójalo lejos de ti, porque más te vale que uno solo de tus miembros perezca antes de que tu cuerpo entero sea arrojado a la gehena. Y si tu mano derecha es para ti ocasión de caída, córtatela y arrójala lejos de ti… ¿Pero la caridad no estaba acaso de acuerdo con la economía para recomendar más bien que se cuidara el ojo gangrenado y se purificara el miembro de la comunidad que se había convertido en escándalo de todos?
Y de este modo, lleno de dudas, el Gobernador de Speranza regresó a su residencia.
ARTÍCULO VII.- La isla de Speranza es declarada plaza fuerte. Se halla bajo el mando del Gobernador, que toma el grado de general. El toque de queda es obligatorio una hora después de la puesta del sol.
ARTÍCULO VIII.- El ceremonial dominical se hace extensivo a los días laborables.
Escolio.- Cualquier aumento de presión por sucesos brutales debe compensarse con un reforzamiento de la etiqueta. No hacen falta comentarios.
Robinsón dejó descansar su pluma de buitre y miró en torno suyo. Por delante de su casa residencial y de los edificios del Pabellón de Pesos y Medidas, del Palacio de Justicia y del Templo, se alzaba ahora un recinto almenado edificado junto a un foso de doce pies de profundidad y diez de ancho que corría de un muro al otro de la gruta formando un amplio semicírculo. Los dos mosquetones y la pistola estaban colocados -cargados-en el borde de las tres almenas centrales. En caso de ataque, Robinsón podría hacer creer a los asaltantes que él no era el único defensor de la plaza. El sable de abordaje y el hacha se encontraban también al alcance de la mano, pero era poco probable que se llegara alguna vez a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, porque las cercanías del muro se hallaban sembradas de trampas. Primero había una serie de embudos colocados al tresbolillo en cuyo fondo había clavada una estaca con la punta endurecida al fuego, y que estaban recubiertos con haces de hierbas colocadas sobre un débil enrejado de juncos. A continuación Robinsón había hundido en el suelo, a la salida -donde se formaba un claro- del camino que ascendía de la bahía -allí donde normalmente se reunirían los eventuales asaltantes para consultarse antes de seguir hacia adelante-, un tonel de pólvora que podía hacerse estallar a distancia gracias a un cabo de estopa. Por último, la pasarela que servía para franquear el foso era, desde luego, manejable desde el interior.
Todos estos trabajos de fortificación y el estado de alerta en que le mantenía el miedo ante un regreso de los araucanos producían en Robinsón una excitación tonificadora cuyos beneficios morales y físicos experimentaba. Una vez más podía comprobar que, contra los efectos destructores de la ausencia de otra persona, construir, organizar y legislar resultaban espléndidos remedios. Nunca se había sentido tan alejado del cenagal. Cada atardecer, antes del toque de queda, hacía una ronda acompañado de Tenn que parecía haber comprendido la naturaleza del peligro que les amenazaba. Luego se procedía al «cierre» del fuerte. Unos bloques de piedra habían sido arrastrados hasta unos emplazamientos debidamente calculados para que los eventuales asaltantes se vieran forzados a dirigirse hacia los embudos. El puente levadizo era retirado, se colocaban barricadas en todas las salidas y llegaba el momento del toque de queda. Luego Robinsón preparaba la cena, disponía la mesa de la residencia y se retiraba a la gruta. De allí volvía a salir algunos minutos más tarde lavado, perfumado, peinado, con la barba recortada y vestido con su traje de ceremonia. Por último, a la luz de un candelabro en el que llameaba un haz de ramitas empapadas de resina, cenaba despacio bajo la vigilancia respetuosa y afable de Tenn.
A este período de actividad militar intensa sucedió una breve temporada de lluvias diluvianas que le obligaron a penosos trabajos de consolidación y reparación de sus edificios. Luego llegó de nuevo la cosecha de los cereales. Fue tan abundante que se hizo necesario disponer una gruta secundaria como silo; la gruta arrancaba del interior mismo de la gruta principal, pero era tan estrecha y tenía un acceso tan incómodo que Robinsón había renunciado hasta aquel momento a utilizarla. Esta vez no se negó a la alegría de hacerse pan. Reservó una pequeña parte de su cosecha para ese uso y encendió por fin el horno que tenía preparado desde hacía tanto tiempo. Resultó ser una experiencia que de algún modo le trastocó, cuya importancia, desde luego, midió, pero todos sus aspectos no se hicieron evidentes hasta mucho después. Una vez más volvía a penetrar en el elemento a la vez material y espiritual de la comunidad humana perdida. Pero si esta primera elaboración del pan le hacía ascender, por su significación mística y universal, hasta las fuentes mismas de lo humano, comportaba también y al mismo tiempo, dada su ambigüedad, implicaciones completamente individuales -ocultas, íntimas, escondidas entre los secretos vergonzosos de su tierna infancia- y por eso mismo prometían desarrollos imprevistos en su mundo solitario.
Log-book.- Al amasar esta mañana por vez primera, he hecho renacer en mi interior imágenes relegadas por el tumulto de la vida, pero que mi aislamiento contribuye a exhumar. Yo debería tener unos diez años cuando mi padre me preguntó qué oficio deseaba ejercer de mayor. Sin dudarlo, le respondí: panadero. Mi padre me miró con gravedad y movió lentamente la cabeza con un aire de afectuosa aprobación. No cabía duda de que en su ánimo, aquel humilde oficio aparecía revestido de una especie de dignidad sagrada por todos los símbolos que se vinculan con el pan, alimento por excelencia del cuerpo, pero también del espíritu según la tradición cristiana -que él rechazaba desde luego por fidelidad a la enseñanza cuáquera, pero respetando en cualquier caso su venerable carácter.
Para mí se trataba de otra cosa muy distinta, pero me preocupaba poco en aquella época explicar la significación del prestigio que tenía ante mis ojos la panadería. Cada mañana, cuando iba a la escuela, pasaba delante de una especie de ventanuco del cual se desprendía un aroma cálido, maternal y como carnal, que me había chocado la primera vez y que me retenía después durante mucho tiempo aferrado a los barrotes que lo cerraban. Afuera, la melancolía húmeda del nuevo día, la calle fangosa, y al fondo la escuela hostil y los maestros brutales. En el interior de la caverna dorada que me absorbía, podía ver a un mozo -el torso desnudo y el rostro cubierto de blanca escarcha- amasar con sus manos la masa dorada. Siempre he preferido las materias a las formas. Palpar y olfatear son para mí modos de aprehensión más emocionantes y más penetrantes que ver y escuchar. Me parece que esta peculiaridad no habla a favor de la calidad de mi espíritu, pero lo confieso con toda humildad. Para mí el color no es más que una promesa de duración o de dulzura, la forma no es más que el anuncio de algo ligero o duro entre mis manos. Yo no concebía, por tanto, nada más suave ni más acogedor que aquel gran cuerpo sin cabeza, tibio y lascivo que se abandonaba en el fondo de la artesa a los abrazos de un hombre semidesnudo. Ahora lo sé: yo imaginaba extraños esponsales entre aquella moza y aquel mozarrón y yo soñaba incluso con una levadura de un género nuevo que daría al pan un sabor almizclado y algo así como un aroma de primavera.