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Un día asistió al duelo furioso librado entre dos ratas. Ciegos y sordos a todo lo que les rodeaba, los dos bichos enlazados rodaban por el suelo con chillidos rabiosos. Al final se dieron muerte al tiempo y murieron sin aflojar su abrazo. Al comparar los dos cadáveres, Robinsón se dio cuenta de que pertenecían a dos variedades muy diferentes: el uno muy negro, rechoncho y pelado, se parecía en todo a las que él estaba acostumbrado a cazar en todos los navíos en que se había encontrado. El otro gris, más alargado y de pelo más tupido, especie de ratón de campo, solía verse en una parte de la pradera que había colonizado. No cabía duda de que esta segunda especie era indígena mientras que la primera, proveniente de los restos del Virginia, había crecido y se había multiplicado gracias a las cosechas de cereales. Ambas especies parecían tener sus recursos y sus dominios respectivos. Robinsón lo confirmó dejando una tarde en la pradera una rata negra que había capturado en la gruta. Durante largo rato las hierbas, agitándose, fueron las únicas en delatar una carrera invisible y numerosa. Luego la caza se circunscribió y la arena voló al pie de una duna. Cuando Robinsón llegó allí no quedaba de su antigua prisionera más que manojos de pelos negros y miembros desgarrados. Entonces esparció dos sacos de grano en la pradera tras haber sembrado un estrecho reguero desde la gruta hasta aquel lugar. Corría el riesgo de que aquel gravoso sacrificio resultara inútil. No lo fue. Desde el anochecer las negras acudieron en tropel para recuperar lo que quizá consideraban como bien propio. La batalla estalló. En varios acres de pradera una tempestad parecía levantar innumerables y minúsculos géiseres de arena. Las parejas de combatientes rodaban cual bolas vivas, mientras que un chillido innumerable ascendía del suelo, como de un patio de recreo infernal. Bajo la lívida luz de la luna, la llanura parecía hervir, exhalando llantos de niño.

El resultado del combate era previsible. Un animal que se bate en el territorio de su adversario siempre tiene desventaja. Aquel día perecieron las ratas negras.

Log-book.- Esta. noche, mi brazo derecho tendido fuera de mi cama se embotó, «muerto». Lo agarro entre el índice y el pulgar de mi mano izquierda y levanto esa cosa extraña, esa masa de carne enorme y pesada, ese miembro amazacotado y grueso de otro, soldado a mi cuerpo por error. Sueño con que así podré manipular mi cadáver completo, maravillarme ante su peso muerto, abismarme ante esta paradoja: una cosa que es yo. ¿Pero es realmente yo? Siento que se remueve en mí una vieja emoción que, de niño, me producía una vidriera de nuestra iglesia en donde estaba representado el martirio de San Dionisio: decapitado sobre las gradas de un templo, el cuerpo se inclina y agarra su propia cabeza entre sus dos manos enormes, la recoge… Pero lo que yo admiraba no era precisamente aquella prueba de prodigiosa vitalidad. En mi piedad infantil, aquella maravilla me parecía la cosa menos importante y además yo habla visto patos que volaban sin cabeza. No: el verdadero milagro era que San Dionisio, habiendo sido desposeído de su cabeza, iba a buscarla al arroyo a donde había rodado y la recogía con tanta atención, tanta ternura, tan afectuosa solicitud. ¡Ah, por ejemplo, si me hubieran decapitado a mí, no habría sido yo quien corriera tras esa cabeza con su pelo rojo y toda salpicada de pecas que me hacía tan desdichado! ¡Con qué pasión rechazaba yo aquella cabeza llameante, aquellos largos brazos delgados, aquellas piernas de cigüeña y aquel cuerpo blanco como de oca emplumada, cubierto aquí y allá de una pelusilla rosácea! Aquella antipatía vigorosa me ha preparado para una visión de mí mismo que se ha explayado del todo en Speranza. Desde hace algún tiempo, en efecto, me ejercito en esta operación, que consiste en arrancar uno tras otro todos mis atributos -digo bien todos- como si fueran las briznas sucesivas de una cebolla. Al hacer esto, construyo lejos de mí un individuo que tiene por nombre Robinsón, por apellido Crusoe, que mide seis pies, etc. Lo contemplo vivir y desenvolverse en la isla sin disfrutar ya de sus buenos momentos, ni sufrir sus desdichas. ¿Qué Yo? La pregunta no es ociosa. Ni tampoco insoluble. Porque si no es él, es, por tanto, Speranza- Hay un yo volandero que va a posarse tanto en el hombre como en la isla y que hace de mí alternativamente el uno o la otra.

Lo que yo acabo de escribir ¿no es lo que se llama «filosofía»? ¡Hasta qué punto será extraña la metamorfosis que estoy sufriendo que hace que yo, el más positivo de los hombres, no sólo llegue a plantearme tal tipo de problemas, sino que además pueda incluso llegar a resolverlos! Tendré que volver sobre esto.

Esa antipatía hacia su propio rostro y también una educación hostil ante cualquier complacencia le habían mantenido alejado durante mucho tiempo del espejo que había recogido en el Virginia y que había colgado en el muro exterior menos accesible de la residencia. La atención vigilante que ahora prestaba a su propia evolución le hizo acudir a él una mañana. Incluso lo arrancó de su sitio habitual para poder escrutar a placer el único rostro humano que le era dado ver.

Ningún cambio notable había alterado sus rasgos, y sin embargo apenas pudo reconocerse. Una sola palabra se presentó a su ánimo: desfigurado. «Estoy desfigurado», pronunció en voz alta, mientras que la desesperación le oprimía el corazón. Era vano que buscara en la bajeza de la boca, la opacidad de la mirada o la aridez de la frente -esos defectos que conocía desde siempre- la explicación del horror tenebroso de la máscara que le miraba fijamente a través de las manchas húmedas del espejo. Era a la vez más general y más profundo: una cierta dureza, algo como de muerte que él había observado, hacía ya tiempo, en el rostro de un prisionero liberado tras muchos años de prisión sin luz. Se hubiera dicho que un invierno de un implacable rigor había pasado sobre aquella cara familiar borrando todos sus matices, petrificando sus emociones, simplificando su expresión hasta la grosería. ¡Ah! Desde luego aquella barba recortada que le enmarcaba de oreja a oreja no tenía nada de la dulzura delicada y sedosa de un Nazareno… Era más bien al Antiguo Testamento, y a su justicia somera a lo que evocaba, lo mismo que aquella mirada demasiado franca asustaba por su violencia mosaica.

Narciso de un género nuevo, abismado en la tristeza, hastiado de sí, meditó durante largo rato en diálogo consigo mismo. Comprendió que nuestro rostro es esa parte de nuestra carne que se modela y remodela, se calienta y anima sin cesar por la presencia de nuestros semejantes. Un hombre que acaba de dejar a alguien con quien ha mantenido una conversación animada: su rostro guarda durante un tiempo un cierto remanente de vivacidad que se va apagando poco a poco y que sólo volverá a reanimarse con la llegada de otro interlocutor. «Un rostro apagado. Un grado de extinción que sin duda antes no fue alcanzado nunca en la especie humana.» Robinsón había pronunciado estas palabras en voz alta. Pero su rostro, al proferir aquellas palabras como piedras, no se había alterado más que un cuerno de niebla o un cuerno de caza. Se esforzó por convocar algún pensamiento alegre y trató de sonreír. Imposible. Realmente había algo helado en su rostro y habrían sido necesarios largos y alegres encuentros con los suyos para provocar un deshielo. Sólo la sonrisa de un amigo habría podido devolverle la sonrisa…

Se sustrajo a la horrible fascinación del espejo y miró en torno suyo. ¿No tenía todo lo que necesitaba en aquella isla? Podía apagar su sed, calmar su hambre, cuidar de su propia seguridad e incluso de su bienestar y la Biblia se hallaba allí para satisfacer sus exigencias espirituales. Pero ¿quién, por la simple virtud de una sonrisa, haría alguna vez que se fundiera aquel hierro que paralizaba su rostro? Sus ojos descendieron entonces hacia Tenn, que sentado en el suelo a su derecha levantaba su hocico hacia él. Tenn sonreía a su amo. Por un solo lado de su boca, su labio negro, finamente dentado, se elevaba y dejaba al descubierto una doble hilera de colmillos. Al mismo tiempo inclinaba con gracia la cabeza hacia un lado y se hubiera podido decir que guiñaba sus ojos color avellana en un gesto irónico. Robinsón cogió con sus dos manos la gran cabeza velluda y su mirada se nubló por la emoción. Un calor olvidado coloreaba sus mejillas y una emoción imperceptible hacía temblar las comisuras de sus labios. Era como en las orillas del Ouse, cuando el primer hálito de marzo hacía presentir los cercanos trastornos de la primavera. Tenn sostenía su mueca y Robinsón le miraba afectuosamente para recuperar la más dulce de las facultades humanas. A partir de ahí fue como un juego entre ellos. De pronto Robinsón interrumpía su trabajo, su caza, su caminata sobre los guijarros o a través del bosque -o bien alumbraba una antorcha en medio de la noche- y su rostro, que realmente no estaba más que muerto a medias, miraba a Tenn de una determinada manera. Y el perro le sonreía, la cabeza inclinada, y su sonrisa de perro se reflejaba día a día cada vez con más nitidez en el rostro humano de su dueño.