El sol del mediodía hacía vibrar el aire alrededor de los peñascos. Era la hora en que hasta los mismos lagartos buscan la sombra. Robinsón caminaba medio encorvado, mientras temblaba de frío y apretaba uno contra otro sus muslos húmedos de leche cuajada. Su desvalidez en medio de aquel paisaje de zarzas y sílex cortantes le colmaba de horror y de vergüenza. Estaba desnudo y blanco. Su piel se granulaba en carne de gallina, como la de un erizo asustado que hubiera perdido sus púas. Su sexo humillado se había encogido. Entre sus dedos se filtraban pequeños sollozos, agudos como grititos de ratón.
Mal que bien avanzó hacia la residencia, guiado por Tenn, que danzaba en torno suyo, feliz por haberle encontrado de nuevo, pero desconcertado ante su metamorfosis. En la penumbra tranquilizadora de la casa, lo primero que hizo fue poner en marcha la clepsidra.
Log-book.- Me hallo todavía lejos de poder apreciar el justo valor de este descenso y esta estancia en el seno de Speranza. ¿Es un bien? ¿Es un mal? Será todo un proceso que habrá que instruir, para el que me faltan todavía las piezas principales. Es verdad que el recuerdo de la ciénaga me llena de inquietud: la gruta tiene un indiscutible parentesco con ella. ¿Pero no ha sido siempre el mal el mono de imitación? Lucifer imita a Dios a su manera, que es artificio. ¿La gruta es acaso un aspecto nuevo y más seductor de la ciénaga, o es más bien su negación? Es cierto que, lo mismo que la ciénaga, provoca en mí los fantasmas de mi pasado y la ensoñación retrospectiva en que me sumerge apenas es compatible con la lucha cotidiana que sostengo para mantener a Speranza en el más alto grado posible de civilización. Pero mientras que la ciénaga me hacía obsesionarme con mi hermana Lucy, ser tierno y efímero -mórbido, en una palabra-, la gruta me lleva hacia la figura elevada y severa de mi madre. ¡Fascinante protección! Me inclinaría a creer que aquel gran carácter deseando acudir en ayuda del más amenazado de sus hijos no ha tenido más remedio que encarnarse en la misma Speranza para mejor llevarme consigo y alimentarme. Desde luego, la prueba es dura y más todavía el retorno a la luz que la permanencia en las tinieblas. Pero me veo tentado a reconocer en esta benéfica disciplina los modos de mi madre, que no concebía progreso que no fuera precedido -y como pagado- por un esfuerzo doloroso. ¡Y qué reconfortado me siento por este retiro! Mi vida de ahora en adelante reposa sobre un pedestal de una solidez admirable, anclado en el corazón mismo de la roca y en contacto directo con las energías que allí duermen. Siempre había habido en mí antes algo de flotante, de mal equilibrado, que era manantial de náusea y de angustia. Yo me consolaba soñando con una casa, la casa en la que habría podido terminar mis días y me la imaginaba construida en bloques de granito, maciza, inamovible, sostenida por formidables cimientos. Pero ya no tengo más ese sueño. Ya no lo necesito.
Está escrito que no se entra en el Reino de los Cielos si uno no se hace semejante a un niño pequeño. Nunca palabra del Evangelio se habrá aplicado más al pie de la letra. La gruta no sólo me aporta el cimiento imperturbable sobre el cual puedo en lo sucesivo asentar mi pobre vida. Es también un retorno a la inocencia perdida que cada hombre llora secretamente. Reúne como por milagro la paz de las dulces tinieblas matriciales y la paz sepulcraclass="underline" el más acá y el más allá de la vida.
Robinsón realizó aún algunos retiros en el alvéolo, pero fue apartado de él por la recolección y la siega del heno, que no podían aguardar. Los resultados fueron tan mediocres que se alarmó. Indudablemente su abastecimiento y la subsistencia de sus rebaños no se veían amenazados, porque la isla estaba explotada de tal modo que podía asegurar la vida de toda una población. Pero se podía percibir un desequilibrio en las relaciones especialmente sensibles que mantenía con Speranza. Le parecía que las nuevas fuerzas que henchían sus músculos, aquella alegría primaveral que le hacía entonar un himno de acción de gracias al despertarse cada mañana, aquella lozanía dichosa que extraía del fondo de la gruta, eran descontados de los recursos vitales de Speranza y disminuían peligrosamente su energía íntima. Las generosas lluvias, que habitualmente bendecían la tierra tras el gran esfuerzo de la recolección, permanecían suspendidas en un cielo plomizo, estriado por los relámpagos siempre amenazadores, pero avaro y árido.
Algunos acres de verdolagas, que proporcionaban una ensalada jugosa y grasa, se secaron antes de llegar a madurar. Varias cabras alumbraron cabritos muertos. Un día Robinsón vio elevarse una nube de polvo al paso de una manada de jabalíes en medio de los pantanos de la costa oriental. Por ahí concluyó que la ciénaga había debido desaparecer y experimentó una tremenda satisfacción con la idea. Pero los dos manantiales de donde se había acostumbrado a sacar su agua potable se secaron y era preciso adentrarse bastante en el bosque para encontrar un manantial todavía activo.
Esta última fuente manaba débilmente de un altozano de tierra que se elevaba en un claro en medio de los árboles, como si la isla hubiera apartado su vestido del bosque en aquel lugar. Robinsón se hallaba loco de alegría cuando se dirigía, impulsado por el hartazgo anticipado, hacia el delgado hilillo de agua. Cuando pegaba sus labios ávidos al agujero para chupar con ansia el líquido vital, gemía de agradecimiento, y tras sus párpados humildemente bajos, veía llamear la promesa de Moisés:
Hijos de Israel, yo os haré entrar en una tierra chorreando de leche y de miel.
Pero no podía ocultarse que si él chorreaba en su interior leche y miel, Speranza, en cambio, se agotaba en esa vocación maternal monstruosa que le había impuesto.
Log-book.- La causa se entiende. Ayer me sepulté de nuevo en el alvéolo. Será la última vez, porque reconozco mi error. Esta noche en la duermevela en que vegetaba, mi semilla se escapó y no tuve tiempo de cubrir con la mano para protegerla, la estrecha sinuosidad -de una anchura de apenas dos dedos- que se abre al fondo del alvéolo y que debe ser lo más íntimo: la entraña del seno de Speranza. La palabra del evangelista me ha vuelto al espíritu, pero esta vez con un sentido amenazador: Ninguno que no sea semejante a un pequeñuelo… ¿Gracias a qué aberración he podido atribuirme la inocencia de un pequeñuelo? Soy un hombre en la plenitud de la edad y debo asumir mi destino virilmente. Las fuerzas que extraía del seno de Speranza eran el peligroso salario de una regresión hacia las fuentes de mí mismo. Allí encontraba, es verdad, la paz y la alegría, pero aplastaba con mi peso de hombre mi tierra nutricia. Encinta de mí, Speranza no podía producir más, lo mismo que el flujo menstrual se seca en la futura madre. Más grave todavía: yo iba a mancillarla con mi simiente. ¡Leviatán vivo, qué horrible maduración habría provocado en ese horno gigantesco, en la gruta! Veo a Speranza entera hincharse como un pastel, aumentar sus formas en la superficie del mar y reventar al fin para vomitar algún monstruo incestuoso.