Sus ensoñaciones tomaron otra dirección. Estaba intrigado por los manejos de un himenóptero macho que no visitaba más que una determinada variedad de orquídea( [2]) sin que pareciera preocuparse en absoluto de procrear. Robinsón pasó largas horas, lupa en mano, intentando descifrar el comportamiento del animalito. En primer lugar descubrió que la flor reproducía en materia vegetal el abdomen de la hembra del insecto en cuestión hasta el punto de presentar una especie de vagina que quizá debía desprender el olor afrodisíaco específico adecuado para atraer y seducir al enamorado. El insecto no robaba a la flor, la sobaba, y luego le hacía el amor según los ritos de fecundación propios de su especie. La operación le colocaba en la postura adecuada para que el polen reunido en dos polinizadores se fijara sobre su frente gracias a dos capsulitas viscosas y de este modo, adornado con este par de cuernecillos vegetales, el enamorado entretenido proseguía su búsqueda de flor macho a flor hembra, trabajando para el porvenir de la orquídea, mientras creía servir a su propia especie. Un paroxismo tal de astucia e ingenio podría hacer dudar de la seriedad del Creador. La naturaleza ¿había sido modelada por un Dios infinitamente sabio y majestuoso, o por un demiurgo estrambótico impulsado a las más locas combinaciones por el ángel de lo extravagante? Rechazando sus escrúpulos, Robinsón imaginó que determinados árboles de la isla podrían pensar en utilizarle -como las orquídeas hacían con los himenópteros- para trasladar su polen. En ese caso las ramas de aquellos árboles se metamorfosearían en mujeres lascivas y perfumadas, cuyos cuerpos llenos de curvas se aprestarían a acogerle…
Recorriendo la isla en todos los sentidos, terminó por descubrir, en efecto, un quillái cuyo tronco -derribado sin duda por el fuego o el viento- estaba tumbado en el suelo y se elevaba un poquito dividiéndose en dos grandes ramas maestras. La corteza era lisa y tibia, blanda incluso en el interior de la horquilla cuya axila estaba formada con un liquen fino y sedoso.
Robinsón vaciló varios días a las puertas de lo que él llamaría después la vía vegetal. Volvía una y otra vez y daba vueltas en torno al quillái con aires sospechosos, terminando por encontrar insinuantes a las ramas que se separaba bajo las hierbas como dos enormes muslos negros. Por último se tendió desnudo sobre el árbol abatido, agarrándose al tronco con sus brazos y su sexo se aventuró en la pequeña cavidad musgosa que se abría en el punto de unión de las dos ramas. Un aturdimiento dichoso le invadió. Sus ojos semicerrados contemplaban mareas de flores de carnes suaves que por sus corolas inclinadas vertían efluvios densos y embriagadores. Entreabriendo sus húmedas mucosas, parecían aguardar algún don del cielo, surcado por el vuelo perezoso de los insectos. ¿No era acaso Robinsón el último individuo del linaje humano llamado a retornar a las fuentes vegetales de la vida? La flor es el sexo de la planta. La planta con ingenuidad ofrece su sexo al recién llegado por ser lo más brillante y perfumado que posee. Robinsón imaginaba una nueva humanidad en la que cada uno llevaría con orgullo sobre su cabeza sus atributos machos o hembras enormes, coloreados, olorosos…
Vivió largos meses de unión dichosa con Quillái. Después vinieron las lluvias. Nada había cambiado aparentemente. Sin embargo, un día en que yacía sobre su extraña cruz de amor, sintió un dolor fulgurante que le atravesó el glande y le hizo incorporarse de inmediato. Una gran araña salpicada de manchas rojas corrió por el tronco del árbol y desapareció en la hierba. El dolor sólo se calmó unas horas después, pero el miembro herido tomaba el aspecto de una mandarina.
Es verdad que Robinsón había sufrido otras muchas desgracias en sus años de vida solitaria en medio de una fauna y una flora enfebrecidas por el clima tropical. Pero aquel accidente revestía una significación moral innegable. Bajo la apariencia de una picadura de araña, ¿no era en realidad una enfermedad venérea la que le había atacado, semejante al mal francés contra el cual sus maestros no habían dejado de alertar a su juventud estudiante? Vio en ello el signo de que la vía vegetal no era quizá más que un peligroso callejón sin salida.
Capítulo VI
Robinsón hizo subir tres agujeros el palo que sostenía la compuerta y la bloqueó introduciendo una clavija en el cuarto agujero. Un temblor recorrió la superficie plomiza del estanque colector. Entonces un embudo glauco y lleno de vida se abrió en aquel lugar, corola líquida que se retorcía y giraba cada vez más de prisa en torno a su tallo. Una hoja muerta se deslizó con lentitud hacia el borde del embudo y, tras dudar un instante, vaciló y desapareció como tragada por el agua. Robinsón se dio la vuelta y apoyó la espalda en los montantes de la compuerta. Al otro lado un velo de agua sucia se proyectaba sobre la tierra húmeda arrastrando hierbas secas, trozos de madera e islotes de espuma gris. A ciento cincuenta pasos de allí alcanzó el umbral de la compuerta de evacuación y comenzó a refluir, mientras que el oleaje que se precipitaba bajo los pies de Robinsón perdía su ímpetu. Un olor de podredumbre y fecundidad flotaba en el aire. Sobre aquella tierra de aluvión con subsuelo arcilloso que era apropiada, Robinsón había sembrado a voleo la mitad aproximadamente de aquellos diez galones de arroz que mantenía como reserva desde hacía tanto tiempo. El velo de agua sería mantenido y renovado si llegaba a descender, hasta la floración de la gramínea, luego Robinsón dejaría que se evaporase y, si hacía falta, lo evacuaría durante la maduración de las espigas.
Aquel ruido de deglución fangosa, aquellos vapores descompuestos que exhalaban remolinos viscosos, toda aquella atmósfera pantanosa evocaba poderosamente a la ciénaga y se hallaba dividido entre un sentimiento de triunfo y una debilidad llena de náuseas. ¿No era aquel arrozal la domesticación definitiva de la ciénaga y una última victoria sobre la parte más salvaje e inquietante de Speranza? Pero aquella victoria había costado mucho y Robinsón recordaría siempre con abatimiento los esfuerzos que le había exigido el desvío del arroyo que alimentaba el depósito de contención, el alzado de los diques en todo el contorno del arrozal, situado en la parte baja, la construcción de dos esclusas con sus muros de arcilla, sus compuertas formadas con maderos superpuestos y los cimientos de piedra colocados bajo las puertas para evitar que las aguas excavaran el fondo. Todo aquello para que en diez meses los sacos de arroz -sólo el quitarle la corteza habría exigido a su vez otras tantas semanas de trabajo- fueran a reunirse en los silos con el trigo y la avena que no cabían allí ya. Una vez más su soledad condenaba de antemano todos sus esfuerzos. De pronto tuvo conciencia de que la vanidad de su obra era abrumadora, indiscutible. ¿Inútiles sus cultivos, absurda su ganadería, sus depósitos un insulto al buen sentido, sus silos una broma? ¿Y aquel fuerte, la Carta, el Código penal? ¿Para alimentar qué? ¿Para proteger a quién? Cada uno de sus gestos, cada uno de sus trabajos era una llamada lanzada hacia alguien y seguía sin respuesta.
Saltó el dique, franqueó de un brinco un canal de irrigación y se lanzó derecho hacia el frente, la vista nublada por la desesperación. Destruir todo aquello. Quemar sus cosechas. Hacer saltar sus construcciones. Abrir los corrales y pegar latigazos a las cabras y a los cabritos hasta que sangraran para que embistieran sin tino en todas las direcciones. Soñaba con un seísmo que pulverizara Speranza y el mar volvería a cerrar sus benéficas aguas sobre aquella costra purulenta de la que él era la conciencia sufriente. Los sollozos le ahogaban. Después de atravesar un bosque de gomeros y de sándalos, se encontró en una llanura de praderas arenosas. Se arrojó al suelo y, durante un tiempo infinito, no vio más que fosfenos que atravesaban como relámpagos en la noche de sus párpados; no escuchaba más que la aflicción que crecía dentro de él como una tempestad.