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Esta semimuerte me ayuda al menos a comprender la profunda relación, sustancial y como fatal, que existe entre el sexo y la muerte. Al hallarme más cerca de la muerte que ningún otro hombre, me encuentro a la vez más cerca de las fuentes mismas de la sexualidad.

El sexo y la muerte. Su estrecha connivencia se me apareció por primera vez gracias a los propósitos de Samuel Gloaming, viejo original, herborista de su estado, con el que me gustaba ir a charlar algunas tardes en York, en su tienda llena de animales disecados y hierbas secas. Había reflexionado toda su vida sobre los misterios de la Creación. Me explicaba que la vida se había pulverizado en una infinidad de individuos más o menos diferentes unos de otros para tener igualmente un número de infinitas posibilidades de sobrevivir a las infidelidades del medio. Si la tierra se enfría y se convierte en un banco de hielo o si, por el contrario, el sol hace de ella un desierto de piedra, la mayoría de los seres vivos perecerían, pero gracias a su variedad habrá siempre un determinado número de ellos que gracias a cualidades especiales serán aptos para adaptarse a las nuevas condiciones exteriores. De esta multiplicidad de individuos se derivaría, según él, la necesidad de la reproducción, es decir, el paso de un individuo a otro más joven, e insistía en que el individuo era así sacrificado a la especie, sacrificio consumado secretamente en el acto de la procreación. De este modo la sexualidad era, decía, la presencia viva, amenazadora y mortal de la misma especie en el interior del individuo. Procrear es provocar la siguiente generación que inocente, pero inexorablemente, lanza a la anterior hacia la nada. Apenas los padres dejan de ser indispensables, se hacen ya inoportunos. El niño arrumba a sus genitores con la misma naturalidad con la que aceptó de ellos todo lo que necesitaba para desarrollarse. A partir de todo esto resulta verdad que el instinto que inclina a los sexos, el uno hacia el otro, es un instinto de muerte. Pero la naturaleza ha creído que tenía que ocultar su juego -un juego, sin embargo, transparente-. Aparentemente es un placer egoísta el que persiguen los amantes, incluso cuando caminan por la senda de la abnegación más enloquecida.

Me encontraba sumergido en estas reflexiones cuando tuve la ocasión de atravesar una provincia de Irlanda del Norte que acababa de sufrir una hambruna terrible. Los supervivientes vagaban por las callejas de las aldeas como fantasmas esqueléticos y se amontonaban los muertos en piras para destruir con ellos los gérmenes de las epidemias, más temibles aún que la escasez. La mayoría de los cadáveres eran del sexo masculino -hasta tal punto es cierto que las mujeres soportan mejor que los hombres la mayoría de las pruebas- y todos proclamaban la misma lección paradójica: en aquellos cuerpos consumidos por el hambre, vaciados de su sustancia, reducidos a maniquíes de cuero y tendones de terrorífica sequedad, el sexo -y sólo él- florecía monstruosamente, cínicamente, más hinchado, más turgente, más musculoso, más triunfante que jamás, sin duda, lo había sido nunca, antes, cuando aquellos miserables estaban vivos. Aquella fúnebre apoteosis de los órganos de la generación arrojaba una extraña luz sobre las razones de Gloaming. Imaginé inmediatamente un debate dramático entre aquella fuerza de vida -el individuo- y aquella fuerza de muerte: el sexo. De día, el individuo tenso, elevado, lúcido rechaza lo indeseable, lo reduce, lo humilla. Pero a merced de las tinieblas, de una debilidad, del calor, del atontamiento, de ese atontamiento localizado: el deseo, el enemigo abatido se reconstruye, afina su espada, simplifica al hombre, hace de él un amante al que sumerge en una agonía pasajera; luego le cierra los ojos y el amante se entrega a la pequeña muerte; es un durmiente, acostado sobre la tierra, flotando en las delicias del abandono, de la renuncia a sí mismo, de la abnegación.

Acostado sobre la tierra. Estas cuatro palabras, caídas con toda naturalidad de mi pluma, son tal vez la clave. La tierra atrae irresistiblemente a los amantes enlazados cuyas bocas se han unido. Tras el abrazo, les acuna en el sueño feliz que sigue a la voluptuosidad. Pero también es ella la que envuelve a los muertos, bebe su sangre y come su carne, para que esos huérfanos sean devueltos al cosmos del que habían sido arrebatados el tiempo que dura una vida. El amor y la muerte, esos dos aspectos de una misma derrota del individuo, se arrojan con un impulso común en el mismo elemento terrestre. Uno y otra son de naturaleza telúrica.

Los más sagaces de los hombres adivinan -más que percibir con claridad- esta relación. La situación sin precedentes en que yo me encuentro me la muestra de forma meridiana… ¡Qué digo!: me obliga a vivirla con todos los poros de mi piel. Privado de mujer, estoy reducido a amores inmediatos. Despojado del rodeo fecundo que representan las vías femeninas, me encuentro sin dilación ante esta tierra que será también mi última morada. ¿Qué he hecho en la loma rosa? He cavado mi tumba con mi sexo y he muerto de esa muerte pasajera que tiene por nombre voluptuosidad. Me doy cuenta además de que de este modo he franqueado una nueva etapa en la metamorfosis que estoy padeciendo. Porque he necesitado años para llegar a ello. Cuando fui arrojado a estas costas, era hijo de los moldes de la sociedad. El mecanismo que desvía la vocación naturalmente geotrópica del sexo para dirigirle al circuito uterino actuaba en mi vientre. Era la mujer o nada. Pero a poco la soledad me ha ido simplificando. El rodeo ya no tenía objeto, el mecanismo ha dejado de funcionar. Por vez primera en la loma rosa mi sexo ha vuelto a encontrar su elemento naturaclass="underline" la tierra. Y al tiempo que realizaba este nuevo progreso en el camino a la deshumanización, mi alter ego cumplía, al crear un arrozal, la obra humana más ambiciosa de su reinado sobre Speranza.

Toda esta historia sería apasionante si yo no fuera el único protagonista y si no escribiera con mi sangre y mis lágrimas.

Y serás corona de gloria en la mano de Jehová y diadema del reino en la mano de nuestro Dios. Nunca más te llamarán Desamparada ni tu tierra se llamará más Desolación, sino que serás llamada Mi-placer-en-ella y tu tierra Desposada. Porque el amor de Jehová será en ti y tu tierra tendrá esposo.

Isaías, LXII.

De pie en el umbral de la Residencia, ante el atril sobre el cual se abría la Sagrada Biblia, Robinsón se acordaba, en efecto, de un día ya lejano en que él había bautizado a aquella isla con el nombre de Desolación. Pero aquella mañana tenía un esplendor nupcial y Speranza estaba postrada a sus pies en la dulzura de los primeros rayos del levante. Un rebaño de cabras descendía de la colina y los cabritos, impulsados por la pendiente y por su exceso de vitalidad, caían y botaban como pelotas. Al oeste, el pelaje dorado de un campo de trigo maduro ondulaba bajo la caricia de un viento tibio. Un ramillete de palmeras interrumpía el resplandor plateado del arrozal erizado de jóvenes espigas. El cedro gigante de la gruta resonó como un órgano. Robinsón pasó algunas páginas del Libro de los libros y lo que leyó no era sino el cántico de amor de Speranza y su esposo. Le decía:

Eres hermosa, amiga mía, como Tirsa, deliciosa como Jerusalén. Tus cabellos como un rebaño de cabras que pastorean en las laderas del monte Galaad. Tus dientes como rebaño de corderos que suben del lavadero. Todas con crías mellizas y ninguna entre ellas estéril. Tu mejilla como una media granada, oculta tras su velo. El contorno de tus caderas es como un collar, tallado por un artista. Tu ombligo, copa redonda donde nunca te falta el vino aromático. Tu vientre, acervo de trigo rodeado de azucenas. Tus pechos como dos cabritos, gemelos de una gacela. Tu talle semejante a una palmera y tus pechos a sus racimos. Yo dije: subiré a la palma, asiré sus ramos y tus pechos serán ahora como racimos de vid, y el perfume de tu aliento como el aroma de las manzanas y tu paladar como un vino exquisito.