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Y Speranza le respondía:

Mi bienamado descendió a mi jardín en los vergeles de bálsamo para apacentar su rebaño y para recoger azucenas.
Yo soy para mi bien amado y mi bien amado es para mí; él hace pacer su rebaño entre mis azucenas. Ven, amado mío, salgamos a los campos. Pasemos la noche en las aldeas.
Al amanecer iremos a las viñas y veremos si las vides brotan, si los brotes han germinado y si las granadas están en flor. Allí yo te daré mi amor. ¡Las mandrágoras esparcirán sus perfumes!

Y ella le decía por último, como si hubiera podido leer en su interior, sus meditaciones sobre el sexo y la muerte:

Ponme como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu brazo, porque fuerte es el amor, como la muerte.

De este modo Speranza, a partir de ese momento, tenía el don de la palabra. Ya no era el roce del viento de los árboles, ni el mugido de las olas inquietas, ni los chasquidos apacibles del fuego vigía que se reflejaba en los ojos de Tenn. La Biblia, plena de imágenes que identifican la tierra con una mujer o la esposa con un huerto, acompañaba a sus amores con el más venerable de los epitalamios. Robinsón aprendió pronto de memoria aquellos textos sagrados tan ardientes y, cuando atravesaba el bosque de los gomeros y los sándalos para dirigirse a la loma rosa, profería los versículos del esposo, y luego, callándose, oía cantar en él las respuestas de la esposa. Estaba entonces preparado para arrojarse sobre un surco de arena y, poniendo a Speranza como un sello sobre su corazón, calmar en ella su angustia y su deseo.

Robinsón necesitó cerca de un año para llegar a darse cuenta de que sus amores provocaban un cambio de vegetación en la loma rosa. No había reparado en que primero desaparecieron las hierbas y las gramíneas por todas las zonas donde había propagado su simiente de carne. Pero su atención fue alertada por la proliferación de una planta nueva que no había visto en ninguna parte de la isla. Eran grandes hojas denticuladas que crecían en manojos a ras del suelo sobre un tallo muy corto. Daban hermosas flores blancas de pétalos lanceolados, con un olor parecido al de una planta acuática y con tostadas bayas voluminosas que sobresalían ampliamente de su cáliz.

Robinsón las examinó con curiosidad; luego no pensó ya más en ellas hasta el día en que creyó tener la prueba indiscutible de que aparecerían regularmente tras pocas semanas en el preciso lugar en que se había vertido. Desde ese momento su cabeza no dejó de dar vueltas a aquel misterio. Enterró su simiente cerca de la gruta. En vano. Aparentemente sólo la loma podía producir aquella variedad vegetal. La rareza de aquellas plantas le impedía recogerlas, disecarlas, probarlas, como habría hecho en otras circunstancias. Se había decidido al fin a buscar alguna alternativa para salir de aquella preocupación sin salida, cuando un versículo del Cantar de los Cantares, que había repetido mil veces sin darle importancia, le trajo una repentina iluminación: «¡Las mandrágoras esparcirán sus perfumes!», prometía la joven esposa. ¿Era posible que Speranza cumpliera aquella promesa bíblica? Había oído contar maravillas de aquella solanácea que crece al pie de los cadalsos, allí donde los ajusticiados han propagado sus últimas gotas de licor seminal, y que son, en suma, producto del cruce del hombre y de la tierra. Aquel día se precipitó hacia la loma rosa y, arrodillado ante una de aquellas plantas, arrancó su raíz muy lentamente, cavando alrededor con sus dos manos. Era eso: sus amores con Speranza no habían sido estériles: la raíz carnosa y blanca, curiosamente bifurcada, parecía sin discusión el cuerpo de una niñita. Temblaba de emoción y de ternura al volver a colocar a la mandrágora en su agujero y al volver a colocar la arena en torno a su tallo, como se arropa a un niño en su cuna. Después se alejó de puntillas, procurando no aplastar alguna otra.

Desde ese momento sentía que estaba unido a Speranza con un vínculo más fuerte y más estrecho, bendecido por la Biblia. Había humanizado a la que ahora podría llamar su esposa de una forma incomparablemente más profunda que lo había hecho antes con todas sus empresas de administrador. Desde luego, dudaba de si al mismo tiempo aquella unión más estrecha no suponía, en cambio, para él mismo un paso más en el abandono de su propia humanidad, pero sólo pudo comprobarlo la mañana en que, al despertarse, constató que su barba, creciendo en el transcurso de la noche, había comenzado a fijar sus raíces en la tierra.

Capítulo VII

No desperdicies el tiempo, es el lienzo del que está hecha la vida.

Colgado en el vacío en una especie de columpio hecho con lianas, Robinsón rebotó con los pies en la pared rocosa en la que acababa de pintar aquella divisa. Las letras se destacaban enormes y blancas sobre el granito. El emplazamiento era excepcional. Cada palabra expuesta en aquella muralla negra parecía catapultada como un aullido silencioso hacia el horizonte de brumas que franqueaba el vasto dentelleo del mar. Desde hacía algunos meses el funcionamiento desordenado de su memoria le devolvía los «almanaques» de Benjamín Franklin que su padre consideraba como la quintaesencia de la moral y que le había hecho aprender de memoria. Unos palitos clavados en la arena de las dunas proclamaban que: La pobreza priva al hombre de toda virtud: es difícil que un saco vacío se mantenga de pie. Podía leerse también en mosaicos incrustados en la pared de la gruta que: Si el segundo vicio es mentir, el primero es endeudarse, porque la mentira cabalga sobre la deuda. Pero la otra cumbre de ese breviario luciría en letras de fuego en la playa, la noche en que Robinsón experimentase la necesidad de luchar contra las tinieblas, mediante la proclamación de la verdad. Unas astillas de pino envueltas en estopa estaban dispuestas sobre un lecho de piedras secas, preparadas para ser encendidas y decían con su colocación: Si los pícaros conocieran todas las ventajas de la virtud, se harían virtuosos por picardía.

La isla estaba cubierta de campos de cereales y legumbres; el arrozal iba a dar en seguida su primera cosecha, manadas de cabras domesticadas se amontonaban en el redil, las provisiones, que habrían bastado para alimentar a la población de una aldea durante varios años, apenas cabían ya en la gruta. Sin embargo, a Robinsón le parecía que toda aquella obra suya, magnífica, se iba vaciando inexorablemente de su contenido. La isla administrada iba perdiendo su alma para beneficio de la otra isla, y se hacía semejante a una enorme máquina que daba vueltas en el vacío. Entonces se le ocurrió la idea de que de aquella primera isla, tan meticulosamente explotada, podría desprenderse una especie de moral cuyas máximas podían encontrarse en los escritos del buen Franklin. Por eso había comenzado a grabarlas en la piedra, en la tierra, en la madera, en una palabra: en la propia carne de Speranza, para tratar de dotar a aquel gran cuerpo del espíritu adecuado.