No espero mucha racionalidad de un hombre de color -de colores, debería decir, porque tiene parte de indio y de negro-. Pero al menos podría manifestar algún sentimiento. Y, sin embargo, dejando a un lado la absurda y chocante ternura que le une a Tenn, no sé que experimente ningún tipo de afecto. En realidad estoy dando vueltas en torno a un malestar que me cuesta confesar, pero que tengo que expresar. Jamás me arriesgaría a decirle «ámame», porque tengo muy claro que por vez primera no sería obedecido. Sin embargo, no tiene razón alguna para no amarme. Yo le he salvado la vida; involuntariamente, es verdad, ¿pero cómo iba a sospecharlo él? Le he enseñado todo, comenzando por el trabajo, que es el bien supremo. Es cierto que le pego, ¿pero cómo no va a comprender que sólo es por su bien? Sin embargo, en este punto sus reacciones son desconcertantes. Un día que le explicaba, con bastante viveza es verdad, de qué modo debía descortezar y partir los tallos de mimbre antes de trenzarlos, hice un gesto un poco desmedido con la mano. Para sorpresa mía, vi cómo al instante retrocedía unos pasos y se cubría el rostro con su brazo. Evidentemente, yo tendría que haber sido un insensato para querer golpearle en el momento en que le enseñaba una técnica difícil y que requería toda su aplicación. ¡Y todo me hace pensar que ante sus ojos no soy más que ese insensato a cualquier hora del día y de la noche! Entonces me pongo en su lugar y me inunda la piedad ante ese crío entregado sin defensa en un isla desierta a todas las fantasías de un demente. Pero mi condición es todavía peor, porque me veo a través de los ojos de mi único compañero como un monstruo, como en un espejo deformante.
Cansado de verle realizar las tareas que le corresponden sin preocuparse nunca de su razón de ser, yo quise estar seguro. Le impuse entonces un trabajo absurdo considerado en todas las prisiones del mundo como la más envilecedora de las vejaciones: hacer un agujero, luego hacer otro para meter en él los escombros del primero, después un tercero para enterrar los del segundo y así sucesivamente. Sufrió durante toda una jornada bajo un cielo plomizo, con un calor agobiante. Para Tenn, aquella actividad frenética resultaba un juego apasionante, enervante. De cada agujero ascendían efluvios complejos y embriagadores. Cuando Viernes se levantaba y pasaba su antebrazo por su frente, Tenn se revolcaba en medio de la tierra removida. Hundía su hocico en medio de los terrones, aspirando y resoplando como una foca, después cavaba frenéticamente proyectando la tierra entre sus ancas. Por último, en el colmo de la excitación, galopaba en torno al agujero con gemidos quejosos y volvía de nuevo a sorber con una ebriedad nueva en el interior de aquella gleba margosa en la que el humus negro se mezclaba con la leche de las raíces tronchadas, como la muerte se confunde con la vida en cuanto se alcanza una determinada profundidad.
Sería poco decir que Viernes no se enfadó con aquel trabajo imbécil. Raras veces le h visto trabajar con tanto ardor. Ponía en él incluso una especie de alegría que tiraba n0r tierra a alternativa en que yo pretendía encerrarle -Viernes completamente embrutecido o Robinsón considerado por él como un demente- y que ahora me obliga a planteármelo desde otra perspectiva. Y yo me pregunto si la danza apasionada de Tenn en torno y dentro de las llagas abiertas gratuitamente en el cuerpo de Speranza no será reveladora y si no habré cometido la imperdonable estupide2 de entregar al araucano, al pretender simplemente humillarle, el secreto de la loma rosa…
Una noche Robinsón no pudo conciliar el sueño. El claro de luna proyectaba un rectángulo luminoso en las baldosas de la residencia. Un hada aulló y él creyó escuchar a la propia tierra que gemía de amor desairado. Bajo su vientre, el colchón de hierbas secas resultaba de una inconsistencia voluptuosa, absurda. Volvía a contemplar a Tenn danzando loco de deseo en torno a aquella gleba abierta, que se ofrecía después de haber sido abierta por la herramienta del araucano. Hacía semanas que no había vuelto a la loma. ¡Sus hijas, las mandrágoras, tenían que haber crecido mucho durante todo ese tiempo! Estaba sentado sobre la cama, con los pies posados en la alfombra formada por la luna y sentía un olor de savia que ascendía de su gran cuerpo, blanco como una raíz. Se levantó en silencio, saltó por encima de los cuerpos de Viernes y Tenn y se dirigió hacia el bosque de gomeros y sándalos.
Capítulo VIII
Al entrar en la residencia, Viernes se dio cuenta en seguida de que la clepsidra se había detenido. Quedaba agua en la bombona de vidrio, pero el orificio había sido obstruido por un tapón de madera y el nivel se había estabilizado a la altura de las tres de la mañana. No se sorprendió en modo alguno ante la desaparición de Robinsón. En su espíritu, la detención de la clepsidra indicaba con toda naturalidad que el Gobernador estaba ausente. Acostumbrado a tomar las cosas tal y como se presentaban, no se preguntó ni dónde estaba Robinsón ni cuándo volvería, ni siquiera si todavía seguía vivo. Tampoco tuvo la idea de ir en su búsqueda. Estaba totalmente absorbido en la contemplación de las cosas, a pesar de serle familiares, que le rodeaban, pero a las que la detención de la clepsidra y la ausencia de Robinsón conferían un aspecto nuevo. Era dueño de sí, dueño de la isla. Como para confirmarle en esa dignidad de la que se sentía revestido, Tenn se alzó perezosamente sobre sus patas, se colocó ante él y alzó hacia su rostro su mirada avellana. Ya no era muy joven, el pobre Tenn, y su lomo redondo como un tonel, sus patas demasiado cortas, sus ojos lacrimosos y su pelo lanoso y deslucido delataban los estragos de la edad al término de una vida de perro colmada. Pero también él experimentaba la novedad de la situación y esperaba que su amigo tomase una decisión.
¿Qué hacer? No podía plantearse terminar el riego de las acederas y de los nabos que se hacía necesario dada la sequía, ni proseguir la construcción de un mirador de observación en la cima del cedro gigante de la gruta. Esos trabajos dependían de un orden suspendido hasta el regreso de Robinsón. La mirada de Viernes se posó sobre un cofre cuidadosamente cerrado, pero sin cerrojo, y cuyo contenido había podido examinar un día en que se hallaba colocado sobre la mesa de la residencia. Lo arrastró por las baldosas y, poniéndolo sobre su lado más pequeño, se arrodilló y lo hizo deslizarse sobre sus hombros. Después salió, seguido de cerca por Tenn.
Al noroeste de la isla, en el lugar en donde la pradera se perdía en las arenas que anunciaban las dunas, se alzaban las extrañas siluetas, vagamente humanas, del jardín de cactus que había establecido Robinsón. Es verdad que había sentido escrúpulos al dedicar el tiempo a un cultivo tan gratuito, pero aquellas plantas no exigían ningún cuidado y sólo había costado el esfuerzo de trasplantar a un terreno particularmente favorable los ejemplares más interesantes, que había ido descubriendo de forma esporádica en toda la isla. Era un homenaje a la memoria de su padre, cuya única pasión -aparte de su mujer y de sus hijos- era el pequeño jardín tropical que mantenía en la rotonda acristalada de la casa. Robinsón había escrito en unas tablitas de madera, clavadas sobre estacas hundidas en tierra, los nombres latinos de todos aquellos ejemplares que le habían vuelto a la cabeza al mismo tiempo por uno de esos caprichos imprevisibles de la memoria.
Viernes lanzó al suelo el cofre que le había martirizado la espalda. Las correas de la tapa saltaron y un suntuoso desorden de tejidos preciosos y de joyas se extendió al pie de los cactus. Iba por fin a poder utilizar a su capricho aquellas ropas que le fascinaban por su brillo, pero que no eran utilizadas por Robinsón más que como un instrumento de tortura y de ceremonia. Porque no se trataba de él mismo -un vestido, fuera cual fuera, no hacía más que dificultar sus movimientos-, sino precisamente de aquellos extraños vegetales cuya carne verde, exorbitante, ampulosa, provocativa, parecía más adecuada que ningún cuerpo humano para hacer resaltar la belleza de aquellos tejidos.