He leído y releído estas líneas y recitándolas todavía fui a acostarme. Me he preguntado por vez primera si yo no habría pecado gravemente contra la caridad al intentar por todos los medios someter a Viernes a la ley de la isla administrada, haciendo resaltar así que yo prefería la tierra modelada por mis manos antes que a mi hermano de color. Vieja alternativa, es verdad, origen de más de un desgarramiento y de innumerables crímenes.
Robinsón se esforzaba así por apartar su pensamiento de las mandrágoras acebradas. Le ayudaba en ello la urgencia de las labores de desmonte y de reconstrucción que se hacían necesarias, dadas las torrenciales lluvias, y aquellos trabajos le acercaron a Viernes. De este modo pasaban los meses entre disensiones tormentosas y reconciliaciones tácitas. Ocurría también que Robinsón, profundamente sorprendido por el comportamiento de su compañero, no dejaba percibir nada de lo que pensaba y trataba de excusarle cuando se hallaba ante su diario. Eso fue lo que sucedió; por ejemplo, con el asunto del escudo de concha.
Viernes se hallaba ausente aquella mañana desde hacía ya varias horas, cuando Robinsón fue alertado por una columna de humo que se alzaba tras los árboles, del lado de la playa. No estaba prohibido encender fuegos en la isla, pero la ley exigía que se avisara previamente a las autoridades, precisando el lugar y la hora, para evitar cualquier riesgo de confusión con el fuego ritual de los indios. Para que Viernes hubiera olvidado aquellas precauciones, era preciso que hubiera tenido sus razones, lo que significaba en otros términos que la tarea a la que se dedicaba no era seguramente de las que complacían a su amo.
Robinsón cerró su Biblia, suspirando; luego se levantó y se dirigió hacia la playa tras silbar a Tenn.
No comprendió inmediatamente el extraño trabajo que realizaba Viernes. Sobre una alfombra de cenizas encendidas había colocado una enorme tortuga a la que había vuelto de espaldas. El animal no estaba muerto en absoluto, y batía el aire con sus patas. Robinsón creyó escuchar incluso una especie de tos ronca que debía ser su manera de quejarse. ¡Hacer gritar a una tortuga! ¡Era preciso que aquel salvaje llevara el diablo en el alma! Pero en seguida comprendió cuál era la finalidad de aquel bárbaro tratamiento al ver cómo el caparazón de la tortuga perdía su concavidad y se enderezaba lentamente por la acción del calor, mientras que Viernes trataba de cortar con un cuchillo las adherencias que lo mantenían todavía unido a los órganos del animal. Aún la concha no estaba plana del todo; había tomado el aspecto de un plato ligeramente curvo, cuando la tortuga, girando sobre uno de sus lados, volvió a encontrarse de pie sobre sus patas. Una enorme ampolla roja, verde y violácea se balanceaba sobre su lomo como una alforja hinchada de sangre y bilis. Con una velocidad de pesadilla, tan de prisa como el mismo Tenn que la perseguía ladrando, corrió hacia el mar y se hundió en el rompiente de las olas. «Es tonta -observó Viernes calmosamente-, mañana los cangrejos se la habrán comido.» Sin embargo, frotaba con arena el interior del caparazón aplanado. «No hay flecha que pueda traspasar este escudo -explicó a Robinsón- e incluso las más gruesas bolas rebotan en él, sin romperlo.»
Log-book.- Es propio del alma inglesa sentir más piedad ante los animales que ante los hombres. Puede discutirse esta inclinación de los sentimientos. El hecho es que no hay nada que más me haya apartado de Viernes que esa horrible tortura que le he visto infligir a una tortuga (me doy cuenta de la similitud de esas dos palabras: tortuga y tortura). ¿Será que esos desdichados animales están avocados a ser chivos expiatorios? Sin embargo, su caso no es sencillo y plantea muchas cuestiones.
Yo había pensado, al principio, que él amaba a mis animales. Pero el contacto inmediato y casi instintivo que se establece entre ellos y él -tanto si se trata de Tenn como de las cabras, o incluso de los buitres o de las ratas- no tiene nada que ver con la atracción sentimental que me vincula a mí con los animales inferiores. En realidad, sus relaciones con los animales son más animales que humanas. Está con ellos de igual a igual. No intenta hacerles bien y mucho menos hacerse amar por ellos. Les trata con una desenvoltura, una indiferencia y una crueldad que me sublevan, pero que no parecen afectar en modo alguno a su prestigio ante ellos. Se diría que el tipo de connivencia que les aproxima es mucho más profunda y está por encima de todos los malos tratos que pueda infligirles. Cuando me di cuenta de que en caso de necesidad no dudaría en estrangular a Tenn para comérselo y que Tenn oscuramente tenía conciencia de ello y que, sin embargo, este hecho no disminuía la preferencia que él manifiesta en todo momento por su amo de color, me embargó una profunda irritación mezclada con celos hacia ese animal estúpido y limitado, que se ciega obstinadamente en lo que concierne a su propio interés. Y después comprendí que no hay que comparar más que lo que es comparable y que la afinidad de Viernes con los animales es sustancialmente distinta de las relaciones que yo he establecido con mis animales. Él es recibido y aceptado por los animales como uno de los suyos. No les debe nada y puede ejercer sobre ellos sin maldad todos los derechos que le confieren su fuerza física y su ingenio, que son claramente superiores. Trato de convencerme de que de este modo revela la bestialidad de su naturaleza.
Los siguientes días Viernes se mostró muy preocupado por un buitre al que había recogido después de que su madre le expulsara del nido por oscuras razones. Su fealdad era tan provocativa que habría sido suficiente para provocar aquella expulsión, si no fuera un rasgo común a toda la especie. El gnomo desnudo, deforme renqueante estiraba por todas partes, en el extremo de un cuello pelado, un pico hambriento sobre el que se veían dos ojos enormes con los párpados cerrados y violáceos, semejantes a dos tumores hinchados por el pus.
En aquel pico vergonzante, Viernes arrojó primero pedacitos de carne fresca que desaparecieron con hipidos de deglución, pero parecía que también los guijarros habrían sido tragados con la misma avidez. Pero el pequeño carroñero dio al día siguiente signos de agonía. No mostraba la misma vivacidad, dormitaba jornadas enteras y Viernes, al palparle la molleja, la encontró dura, obstruida, muy cargada, aunque la última comida la hubiera hecho hacía ya varias horas; en una palabra, tenía los síntomas de una digestión muy difícil, por no decir imposible.
A partir de ese momento el araucano dejó durante mucho rato que maduraran al sol, envueltas en una nube de moscas blancas, las vísceras de una cabra, cuyo olor nauseabundo exasperó a Robinsón. Al final de aquella carne medio licuada emergieron millares de larvas blancas y Viernes pudo dedicarse a una operación que dejó un recuerdo imperecedero en la memoria de su amo.