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Con ayuda de una concha, aplastó las vísceras descompuestas. Luego llevó a su boca un puñado de aquellas larvas y masticó pacientemente, con un aire ausente, el inmundo alimento. Y al fin, volcándose sobre su protegido, dejó resbalar en su pico tenso como en la escudilla de un ciego, una especie de leche espesa y tibia que el buitre deglutió con estremecimientos sonoros.

Recogiendo su cosecha de larvas, Viernes explicó:

– Los gusanos vivos demasiado frescos. El pájaro enfermo. Entonces hay que masticar, masticar…, masticar todo el rato para los pajaritos…

Robinsón se escapó con el corazón contraído. Pero la devoción y la lógica impávidas de su compañero le habían impresionado. Por primera vez se preguntó si sus exigencias de delicadeza y sus disgustos, sus náuseas, todo aquel nerviosismo de hombre blanco, eran en realidad un último y valioso legado de civilización o más bien un lastre muerto que habría que decidirse a rechazar cualquier día para poder entrar en una vida nueva.

Pero con frecuencia también el Gobernador, el general y el pontífice se superponían a Robinsón. Entonces medía de un golpe la extensión de los trastornos provocados por Viernes en la hermosa ordenanza de la isla: las cosechas perdidas, las provisiones dilapidadas, los rebaños dispersados, las bestias carroñeras prósperas y prolíficas, las herramientas rotas o perdidas. Y esto no habría sido nada todavía si no hubiera existido además un cierto espíritu de ideas diabólicas y vagabundas, con ocurrencias infernales e imprevisibles que propagaba en torno suyo y que llegaban a infestar hasta al mismo Robinsón. Y para colmar toda esa cadena de desaciertos, Robinsón no tenía más que recordar al fin a la mandrágora acebrada que le obsesionaba y le robaba el sueño.

Así, rabioso, se confeccionó una fusta, trenzando guedejas de cuero de macho cabrío. Secretamente sentía vergüenza y se inquietaba por los progresos que el odio hacía dentro de su corazón. ¡De este modo, no contento con saquear Speranza, el araucano había envenenado el alma de su amo! Desde hacía poco tiempo, en efecto Robinsón tenía pensamientos que no se atrevía a confesarse a sí mismo y que eran siempre variaciones sobre un mismo tema: la muerte natural, accidental o provocada de Viernes.

Estaba en esto, cuando una mañana un funesto presentimiento dirigió sus pasos hacia el bosque de gomeros y de sándalos. Una flor voló desde un matorral de tuya y se elevó vacilando en un rayo de sol. Era una suntuosa y gigantesca mariposa de terciopelo negro tachonada de oro. La punta de la fusta silbó y restalló. La flor viva estalló en jirones que revolotearon a su alrededor. Eso tampoco lo habría hecho unos meses antes… Es cierto que el fuego que sentía madurar dentro de él parecía de una esencia más pura y de un origen más elevado que una simple pasión humana. Como todo lo que tenía que ver con sus relaciones con Speranza, su furor tenía algo de cósmico. No se veía a sí mismo como un tipo irritado, sino como una fuerza original, que provenía de las entrañas de la tierra y que podía barrerlo todo como un soplo ardiente. Un volcán. Robinsón era un volcán que reventaba en la superficie de Speranza, como la cólera fundamental de la roca y la lava. Además, desde hacía algún tiempo, cada vez que abría la Biblia oía retumbar el trueno de Yahvé:

Su cólera quema, y su ardor es abrumador. Sus labios respiran furor, y su lengua es como un fuego devorador. Su aliento es como un torrente desbordado que sube para cribar a las naciones con la criba de la destrucción y poner freno de engaño en las bocas de los pueblos.

Cuando leía estos versículos Robinsón no podía contener rugidos que le liberaban y le inflamaban a la vez.

Y creía verse a sí mismo de pie en el punto más alto de la isla, terrible y grandioso:

Yahvé hará estallar la majestad de su voz y dejará ver su brazo que desciende, en el ardor de su cólera y la llama de un fuego devorador, en medio de la tempestad, el aguacero y el granizo (Isaías, XXX).

La fusta hendió el aire hacia la silueta lejana de un buarillo que planeaba en el cielo. Desde luego, el ave rapaz perseguía su caza perezosa a una altura infinita, pero Robinsón, en una ofuscación alucinada, la había visto caer a sus pies, palpitante y desgarrada y había reído salvajemente.

En medio de toda aquella árida desolación corría, sin embargo, un río de dulzura. La loma rosa con sus pliegues acogedores y sus lascivas ondulaciones se mantenía allí fresca, lenitiva en la suavidad de su vellón balsámico. Robinsón aceleró el paso. En un instante iba a tenderse contra aquella tierra femenina, de espaldas, con los brazos en cruz, y le parecería caer en un abismo de azur, llevando sobre sus hombros a Speranza, lo mismo que Atlas al globo terráqueo. Entonces sentiría que, al contacto con esa fuente primera, le penetraba una fuerza nueva y entonces se daría la vuelta, pegaría su vientre al costado de aquella gigantesca y ardiente hembra para labrarla con un arado de carne.

Se detuvo en la linde del bosque. La loma exponía ante él sus ancas y sus protuberancias. Con todas sus hojas, le hacía señales de bienvenida. Ya una dulzura le embargaba en las entrañas, una saliva azucarada llenaba su boca. Después de hacer una señal a Tenn para que se quedara bajo los árboles, avanzó, transportado por alas invisibles hacia su lecho nupcial. Una charca margosa en la que dormía un mantel de agua inmóvil terminaba en un canal de arena dorada cubierta por un terciopelo de gramíneas. Era allí donde Robinsón amaría hoy. Conocía ya aquel nido de verdor y además el oro violáceo de las flores de mandrágora brillaba allí sordamente.

Entonces fue cuando percibió dos pequeñas nalgas negras bajo las hojas. Se hallaban en pleno trabajo, recorridas por ondas que las hinchaban y luego las contraían duramente, las hinchaban de nuevo y las volvían a apretar. Robinsón era un sonámbulo al que acababan de arrancar de un sueño de amor. Contemplaba aterrado la pura abyección que se consumaba ante sus ojos. ¡Speranza enlodada, ensuciada, ultrajada por un negro! ¡Las mandrágoras acebradas florecerían aquí mismo en escasas semanas! ¡Y él había dejado su fusta cerca de Tenn, en la linde del bosque! De una patada levantó a Viernes; de un puñetazo le lanzó de nuevo contra la hierba. Después cayó sobre él con todo su peso de hombre blanco. ¡Ah! ¡No es por un acto de amor por lo que está acostado entre las flores! Con los puños desnudos golpea como un sordo; sordo, en efecto a los quejidos que se escapan de los labios reventados de Viernes. El furor que le posee es sagrado. Es el diluvio extinguiendo en toda la tierra la iniquidad humana, es el fuego del cielo calcinando Sodoma y Gomorra, son las Siete Plagas de Egipto castigando la dureza del Faraón. Sin embargo, cuatro palabras pronunciadas en un último aliento por el mestizo penetraron de pronto en su sordera divina. El puño desollado de Robinsón golpea una vez más, pero sin convicción, detenido por un esfuerzo de reflexión: «Amo, no me mates», ha gemido Viernes, cegado por la sangre. Robinsón está a punto de interpretar una escena que ha visto ya antes en un libro o en alguna otra parte: un hermano aporreando a muerte a su hermano al borde de una zanja. Abel y Caín, el primer crimen de la historia humana, el crimen por excelencia. ¿Quién es él entonces? ¿El brazo de Yahvé o el hermano maldito?

Se levanta, corre, se aleja, tiene que lavar su espíritu en la fuente de toda sabiduría…

Aquí está de nuevo ante el atril, con los talones unidos, las manos juntas; espera la inspiración del Espíritu. Se trata de elevar su cólera, darle un tono más puro, más sublime. Abre la Biblia al azar. Es el libro de Oseas. La palabra del profeta se retuerce en signos negros sobre la página en blanco antes de estallar en ondas sonoras gracias a la voz de Robinsón. Del mismo modo el relámpago precede al trueno. Robinsón habla. Se dirige a sus hijas, las mandrágoras, y las previene contra su madre, la tierra adúltera: