Pero esta visión no debía durar más que un fugitivo instante y la vida debía retornar aún a su curso monótono y laborioso.
Retomó su curso, en efecto, pero hiciera lo que hiciera Robinsón, había siempre un alguien en su interior que aguardaba un acontecimiento decisivo, trastornador, un comienzo radicalmente nuevo que anularía cualquier empresa pasada o futura. Luego el hombre viejo protestaba, se aferraba a su obra, calculaba las próximas cosechas, proyectaba vagamente plantaciones de maderas valiosas, de jebes o de algodón, diseñaba el plano de un molino que captaría la energía de un torrente. Pero nunca más volvió a la loma rosa.
Viernes no se planteaba ningún problema de ese tipo. Había descubierto el barrilete de tabaco y fumaba en la larga pipa de Van Deyssel a escondidas de su amo. El castigo, si era descubierto, sería sin duda ejemplar, porque la provisión de tabaco tocaba a su fin y Robinsón no se concedía ya más que una pipa cada dos meses. Era una fiesta para él, en la que soñaba desde mucho tiempo antes, y temía el momento en que tendría que renunciar definitivamente a ese placer.
Aquel día habla descendido a inspeccionar los sedales que había colocado durante la marea baja y que debían quedar de nuevo al descubierto en la bajamar. Viernes colocó el barrilete de tabaco bajo su brazo y fue a instalarse en la gruta. Todo su placer se perdía cuando fumaba al aire libre, pero sabía que si fumaba en una de las casas el olor le hubiera traicionado inevitablemente. Robinsón podía fumar en cualquier parte. Para él, sólo contaba el horno ardiente y vivo, lleno de ascuas y renegrido: era la envoltura terrestre de un diminuto sol subterráneo, una especie de volcán portátil y domesticado que enrojecía apaciblemente bajo la ceniza, al reclamo de su boca. En esta retorta en miniatura el tabaco recocido, calcinado, sublimado se transmutaba en resinas, alquitrán y en jarabe bituminoso, cuyo aroma le producía un agradable cosquilleo en las narices. Era la cámara nupcial poseída, encerrada en el agujero de su mano, de la tierra y del sol.
Para Viernes, por el contrario, toda la operación no se justificaba más que por el humo liberado en las volutas y el menor viento o corriente de aire rompía el encanto sin remedio. Necesitaba una atmósfera absolutamente calma y nada era más conveniente para sus juegos eólicos que el aire dormido de la gruta.
A unos veinte pasos de la entrada de la gruta se ha construido una especie de tumbona con sacos y toneles. Medio vuelto de espaldas, aspira profundamente de la boquilla de cuerno de la pipa. Luego sus labios dejan filtrar un hilo de humo que se divide en dos y se desliza sin pérdida alguna en sus narices. El humo cumple entonces su función más importante: llena y sensibiliza sus pulmones, vuelve consciente y como luminoso ese espacio oculto en su pecho, que es lo que hay en él de más aéreo y espiritual. Por último expulsa con suavidad la nube azul que le habitaba. A contraluz, ante la abertura iluminada de la gruta, el humo despliega un pulpo que se mueve, lleno de arabescos y de lentos remolinos que crece, asciende y se hace cada vez más tenue… Viernes sueña durante largos minutos y se apresta a aspirar una nueva bocanada de su pipa, cuando el eco lejano de los gritos y los ladridos llega hasta él. Robinsón ha vuelto antes de lo previsto y le llama con una voz que no presagia nada bueno. Tenn ladra, un castañeteo resuena. La voz se hace cada vez más próxima, más imperiosa. En el marco claro de la entrada de la gruta se recorta la silueta negra de Robinsón -con los brazos en jarras, piernas separadas- rubricada por la correa del látigo. Viernes se levanta. ¿Qué hacer con la pipa? La arroja con todas sus fuerzas al fondo de la gruta. Luego avanza con bravura hacia el castigo. Robinsón ha tenido que descubrir la desaparición del barrilete, porque lanza espuma de rabia. Levanta el látigo. Y es en ese momento cuando los cuarenta toneles de pólvora negra hablan al mismo tiempo. Un torrente de llamas rojas brota de la gruta. En un último destello de conciencia, Robinsón se siente levantado, transportado, mientras que ve al macizo rocoso, que corona la gruta, desplomarse como un juego de construcciones.
Capítulo IX
Al abrir los ojos, Robinsón vio en primer lugar un rostro negro agachado sobre él. Viernes le sostenía la cabeza con la mano izquierda y trataba de hacerle beber agua fresca en el hueco de su mano derecha. Pero como Robinsón apretaba convulsivamente los dientes, el agua se derramaba alrededor de su boca, en su barba y sobre su pecho. El araucano sonrió y se puso de pie al verle que se removía. Al instante una parte de su camisa y la pernera izquierda de su pantalón desgarrados y renegridos, cayeron al suelo. Rompió a reír y se desembarazó, haciendo gestos exagerados, del resto de sus vestidos semicalcinados. Luego, después de recoger de entre los objetos domésticos desperdigados el trozo de un espejo, se contempló en él haciendo muecas y se lo presentó a Robinsón con un nuevo estallido de risa. A pesar de los restos de hollín que le marcaban como cicatrices, no tenía ninguna herida en la cara, pero su hermosa barba pelirroja se hallaba roída por zonas peladas y sembrada de esas costritas barnizadas que forma el pelo cuando arde. Se levantó y se arrancó también los jirones de ropa carbonizados que tenía todavía pegados al cuerpo. Dio algunos pasos. No tenía más que contusiones superficiales bajo la espesa capa de hollín, polvo y tierra que le cubría.
La Residencia ardía como una antorcha. La muralla almenada del fuerte se había hundido en el foso que defendía la entrada. Los edificios de la Tesorería, el Oratorio y el Mástil-calendario, más ligeros, habían formado un batiburrillo de escombros entremezclados. Robinsón y Viernes contemplaban aquel espectáculo de desolación cuando un terrón de tierra ascendió hacia el cielo a sólo cien pies de allí, seguida un segundo después por una explosión atronadora que les tiró de nuevo al suelo. Una granizada de piedras y troncos destrozados chisporroteó a su alrededor. Debía tratarse de la carga de pólvora que Robinsón había enterrado en el camino que conducía a la bahía y que podía encenderse a distancia gracias a un cordel de estopa. Robinsón tuvo que convencerse de que ya no quedaba ni un gramo de pólvora más en toda la isla para tener el coraje de levantarse y continuar haciendo el inventario de la catástrofe.
Espantadas por aquella segunda explosión, mucho más cercana, las cabras habían corrido despavoridas en dirección opuesta y habían derribado la cerca del corral. Corrían en todos los sentidos, enloquecidas. Les bastaría menos de una hora para dispersarse por toda la isla y menos de una semana para volver al estado salvaje. En el emplazamiento de la gruta -cuya entrada había desaparecido- se alzaba ahora un caos de bloques gigantescos en forma de conos, pirámides, prismas y cilindros. Aquel montón culminaba en un picacho de rocas que se elevaba hacia el cielo y que sin duda debía proporcionar un panorama admirable sobre toda la isla y sobre el mar. La explosión había tenido un efecto fundamentalmente destructor, pero parecía que allí, en donde la detonación había sido más violenta, un genio arquitectónico la había sabido utilizar para dar libre curso a una imaginación barroca.
Robinsón miraba en torno suyo con un aire alelado y maquinalmente se puso a recoger los objetos que la gruta había vomitado antes de cerrarse. Había ropas desgarradas, un mosquete con el cañón retorcido, fragmentos de cerámica, sacos agujereados, cuencos rotos. Examinaba cada resto e iba a depositarlo con delicadeza al pie del cedro gigante. Viernes le imitaba más que le ayudaba porque, como sentía una repugnancia natural por reparar y conservar, tendía a destruir los objetos estropeados. Robinsón no tenía fuerzas para enfadarse y ni siquiera protestó cuando le vio dispersar a puñados un poco de trigo que había encontrado en el fondo de un jarro.
La tarde caía y acababan por fin de encontrar un objeto intacto -el catalejo- cuando descubrieron de pronto el cadáver de Tenn al pie de un árbol. Viernes le palpó durante mucho rato. No tenía nada roto; a primera vista no le pasaba nada, pero estaba indiscutiblemente muerto. Pobre Tenn, tan viejo, tan fiel…, tal vez la explosión le había hecho morir de miedo. Se prometieron enterrarle al día siguiente. El viento se levantó. Fueron juntos a lavarse en el mar, luego cenaron un plátano silvestre -y Robinsón recordó que aquél era el primer alimento que había tomado en la isla al día siguiente de su naufragio-. Como no sabían dónde dormir, se tumbaron ambos bajo el gran cedro, entre sus reliquias. El cielo estaba claro, pero una fuerte brisa de noroeste atormentaba la cúpula de los árboles. Sin embargo, las pesadas ramas del cedro no participaban de la asamblea del bosque y Robinsón, tendido de espaldas, veía recortarse su silueta inmóvil y festoneada, como si estuviera dibujada con tinta china en medio de las estrellas.