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Era preciso obligar a Andoar a detenerse. Sus manos descendieron a lo largo del cráneo rugoso y se colocaron sobre las órbitas huesudas del animal. Cegado, no se detuvo. Como si los obstáculos ahora invisibles no existieran, cargó hacia adelante. Sus pezuñas resonaron sombre la losa de piedra que se adentraba en el precipicio y los dos cuerpos, todavía anudados, cayeron al vacío.

A dos millas de allí, Robinsón había sido testigo -telescopio en mano- de la caída de los dos adversarios. Conocía lo suficientemente bien aquella región de la isla como para saber que la meseta poblada de espinos en la que debían haberse estrellado era accesible, o bien a través de un sendero escarpado que descendía desde lo alto, o bien directamente si se escalaba el abrupto acantilado de unos cien pies de altura que conducía al lugar. La urgencia reclamaba el camino más directo, pero Robinsón no dejaba de sentir angustia al considerar que tendría que realizar la ascensión tanteando a lo largo de aquella pared irregular que en algunas zonas se hallaba cortada a plomo. Pero era necesario salvar a Viernes -quizá todavía con vida-, y eso le animaba a superar aquel trance. Diestro ya en los juegos musculares que dan al cuerpo su desarrollo más apropiado, sentía, sin embargo, todavía, como una de sus últimas taras de antaño, el vértigo intenso que le atacaba, aunque sólo estuviera a tres pies del suelo. No le cabía duda de que si afrontaba y superaba aquella maldita debilidad, realizaría un notable progreso en su nueva vía.

Después de haber corrido entre los bloques de piedra y tras haber saltado de uno a otro, como le había visto hacer a Viernes cien veces, llegó en seguida al punto en que tenía que colgarse de la pared y avanzar trepando con sus veinte dedos, apoyándose en todas las sinuosidades de la roca. Una vez allí experimentó un inmenso pero bastante sospechoso alivio al reencontrar el contacto directo con el elemento telúrico. Sus manos, sus pies, todo su cuerpo desnudo conocían el cuerpo de la montaña, sus lisuras, sus desmoronamientos, sus rugosidades. Se dedicaba con un éxtasis nostálgico a palpar meticulosamente la sustancia mineral y no era sólo la preocupación por su seguridad la que le impulsaba a ello. Aquello era -lo sabía perfectamente- una inmersión en su pasado y sería de una dimensión cobarde y mórbida si el vacío -al que volvía la espalda- no constituyera la otra mitad de su prueba. Estaba la tierra y el aire y, entre los dos, colgado de la piedra como una mariposa temblando, Robinsón, que luchaba dolorosamente para realizar su conversión de la una al otro. Al llegar a la mitad del acantilado se impuso una parada y un giro, acciones que podía realizar en ese momento gracias a una especie de cornisa de aproximadamente una pulgada de ancho sobre la que podía apoyar sus pies. Un sudor frío le invadió y tornó sus manos peligrosamente resbaladizas. Cerró los ojos para no ver como a sus pies daban vueltas los bloques de piedra sobre los cuales hacía sólo un momento corría. Luego volvió a abrirlos, decidido a controlar su malestar. Entonces se le ocurrió mirar hacia el cielo envuelto en las últimas luces del poniente. Un cierto bienestar le devolvió de inmediato el control de una parte de sus miembros. Comprendió que el vértigo no es más que la atracción terrestre que se ceba en el corazón del hombre que sigue siendo obstinadamente geotrópico. El alma se inclina perdidamente hacia esos fondos de granito o de arcilla, de sílice o de esquisto, cuya lejanía la enloquece y la atrae al mismo tiempo, porque allí presiente la paz de la muerte. No es el vacío aéreo lo que suscita el vértigo, sino la fascinante plenitud de las profundidades terrestres. Con el rostro elevado hacia el cielo, Robinsón experimentó que, contra la llamada dulzona de las tumbas, podía prevalecer la invitación al vuelo de una pareja de albatros que planeaba fraternalmente entre dos nubes teñidas de rosa por los últimos rayos de la tarde. Reemprendió su escalada, con el alma reconfortada y conociendo mejor a dónde iban a conducirle sus próximos pasos.

Caía ya el crepúsculo cuando descubrió el cadáver de Andoar en medio de los escasos matorrales de aliso que crecían entre las piedras. Se inclinó sobre el gran cuerpo deshecho y reconoció inmediatamente el cordón de colores sólidamente anudado en torno a su cuello. Se enderezó al oír una risa a sus espaldas. Viernes estaba allí, de pie, cubierto de arañazos, con el brazo izquierdo inmovilizado, pero indemne.

– Ha muerto protegiéndome con su piel -dijo-. El gran cabrón ha muerto, pero pronto le haré volar y cantar…

Viernes se reponía de sus fatigas y de sus heridas con una rapidez que sorprendía a Robinsón. A la mañana siguiente -rostro distendido y cuerpo dispuesto- volvió a los despojos de Andoar. Primero cortó la cabeza y la depositó en el centro de un hormiguero. Luego, tras desgarrar la piel que rodeaba a las patas y abrirla a lo largo del pecho y del abdomen, instaló al animal en el suelo y allí cortó las últimas adherencias que sostenían la gran corteza escuálida y rosa, fantasma anatómico de Andoar. Abrió la bolsa abdominal, desenrolló los cuarenta pies de intestinos que albergaba y tras lavarlos con agua corriente los colgó de las ramas de un árbol -guirnalda extraña, lechosa y violácea, que inmediatamente atrajo millares de moscas-. Luego fue hacia la playa canturreando y portando bajo su brazo la grasa y pesada piel de Andoar. La aclaró entre las olas y la dejó allí para que se impregnara de arena y de sal. Luego, con la ayuda de un tundidor improvisado -una concha atada a un guijarro-, comenzó a depilar la cara exterior de la piel y a descarnar su lado interior. Aquel trabajo le exigió varios días, durante los cuales rechazó la ayuda de Robinsón, reservándole, decía, una tarea posterior más noble, más fácil y también esencial.