Cuando Robinsón llegó para reunirse con él, se hallaba tumbado sobre la arena con las manos cruzadas bajo la nuca y la cuerda del carnero-volador anudada a su sandalia izquierda. Robinsón se tendió a su lado y ambos contemplaron durante largo rato a Andoar que vivía en medio de las nubes, cediendo a bruscos e invisibles ataques, atormentado por corrientes contradictorias, debilitado por una repentina calma, pero conquistando de nuevo, en un impulso vertiginoso, toda la altura perdida. Viernes, que participaba intensamente en todas aquellas peripecias eólicas, se levantó al fin y con los brazos en cruz imitaba entre risas la danza de Andoar. Se encogía como una bola sobre la arena, luego se desplegaba, proyectando hacia el cielo su pierna izquierda, daba vueltas, vacilaba como si de pronto estuviera privado de energía, dudaba, se lanzaba de nuevo, y la cuerda atada a su sandalia era como el eje de aquella coreografía aérea, porque Andoar, fiel y lejano jinete, respondía a cada uno de sus movimientos con cabezadas, vueltas y descensos en picado.
La sobremesa estuvo dedicada a la pesca de peces voladores. La cuerda de Andoar fue sujeta a la parte trasera de la piragua, mientras que un cable de la misma longitud -unos ciento cincuenta pies aproximadamente- que partía de la cola del carnero-volador terminaba en un anzuelo que rozaba relampagueando la cresta de las olas.
Robinsón remaba lentamente contra el viento, siguiendo las lagunas de la costa oriental, mientras que Viernes, sentado detrás, y dándole la espalda, vigilaba las evoluciones de Andoar. Cuando un pez volador se arrojaba sobre el cebo y cerraba de manera inextricable su pico puntiagudo, erizado de dientecitos, en el anzuelo, el carnero-volador, como la boya de una caña de pescar, acusaba la captura con sus desordenados movimientos. Robinsón daba entonces media vuelta y, remando en el sentido del viento, alcanzaba deprisa el cabo del sedal que Viernes recogía. Al fondo de la piragua se amontonaban los cuerpos cilíndricos con los lomos verdes y los flancos plateados de los peces.
Cuando atardeció, Viernes no pudo decidirse a bajar a tierra a Andoar durante la noche. Le ató a uno de los pimenteros, donde antes había colgado su hamaca. Andoar, como un animal doméstico atado a su correa, pasó de este modo la noche a los pies de su amo y le acompañó también durante todo el día siguiente. Pero en el transcurso de la segunda noche, el viento cesó de repente y hubo que ir a recoger al gran pájaro de oro en el centro de un campo de magnolias donde se había posado despacito. Tras varios intentos infructuosos, Viernes renunció a colocarle de nuevo al viento. Pareció olvidarle y se refugió en el ocio durante ocho días. Entonces volvió a recordar la cabeza del macho cabrío que había abandonado en un hormiguero.
Las activas y diminutas obreras rojas habían trabajado bien. De los largos pelos blancos, de la barba y de la carne no quedaba nada. Las órbitas y el interior de la cabeza habían sido perfectamente limpiadas y los músculos y los cartílagos tan perfectamente ingeridos que el maxilar inferior se desprendió del resto de la cabeza en cuanto Viernes lo tocó. Era una noble cabeza de carnero con el cráneo marfileño, los fuertes cuernos negros anillados y en forma de lira, lo que blandió en su brazo como trofeo. Como había encontrado en la arena el cordoncillo de colores vivos que había estado anudado al cuello del animal, lo ató a la base de los cuernos, junto al rodete abultado que forma el pedestal córneo alrededor de su eje óseo.
– ¡Andoar va a cantar! -prometió misteriosamente a Robinsón, que le miraba actuar.
Talló entonces dos pequeñas traviesas de diferente tamaño en madera de sicómoro. Con la más larga, y gracias a dos agujeros horadados en sus extremos, reunió las puntas de los dos cuernos. La más corta fue fijada paralelamente a la primera, a la mitad de la testuz. Aproximadamente a una pulgada más arriba, entre las órbitas, colocó una tablita de abeto cuyo borde superior llevaba doce estrechas hendiduras. Por último descolgó los intestinos de Andoar que seguían balanceándose en las ramas de un árbol -delgada y seca tira curtida por el sol, y la cortó en segmentos iguales de unos tres pies de largo.
Robinsón le observaba todo el rato sin comprender, como habría observado el comportamiento de un insecto de costumbres complicadas e ininteligibles para un ser humano. La mayor parte del tiempo Viernes no hacía nada, y nunca el aburrimiento venía a perturbar el cielo de su inmensa e ingenua pereza. Después, como un lepidóptero invitado por un soplo primaveral a meterse en el complejo proceso de la reproducción, se levantaba de pronto, asaltado por una idea, y se absorbía, sin moverse del sitio, en ocupaciones cuyo sentido permanecía oculto durante mucho tiempo, pero que por lo general se relacionaba de algún modo con las cosas del aire. A partir de ese momento su fatiga y su tiempo no contaban ya, su paciencia y su atención no tenían límites. Así Robinsón pudo verle durante doce días tender entre las dos traviesas de madera, con la ayuda de unos pasadores, los doce trozos de intestino seco que podían guarnecer los cuernos y la frente de Andoar. Con un sentido innato de la música, las afinaba no a la tercera o a la quinta, como las cuerdas de un instrumento ordinario, sino o bien al unísono, o bien a la octava, para que pudieran resonar todas juntas sin discordancia. Porque no se trataba de una lira o de una cítara, que él mismo iba a puntear, sino de un instrumento elemental, un arpa eolia, que solamente sería tocada por el viento. Las órbitas hacían de oídos( [3]) abiertos en la caja de resonancia del cráneo. Para que el más débil soplo repercutiera en las cuerdas, Viernes fijó a una y otra parte de la cabeza las alas de un buitre y Robinsón se preguntó dónde habría podido encontrarlas, ya que aquellos animales le habían parecido siempre invulnerables e inmortales. Luego el arpa eolia halló su lugar entre las ramas de un ciprés muerto que erguía su delgada silueta en medio de la maleza, en un emplazamiento expuesto a toda la rosa de los vientos. Nada más instalada, emitió un sonido aflautado, grácil, quejumbroso, aunque el tiempo era calmo en aquel instante. Viernes se concentró durante mucho rato en la audición de aquella música fúnebre y pura. Al final, con una mueca de desdén, levantó los dedos en dirección a Robinsón, queriéndole indicar con aquel gesto que sólo dos de las cuerdas habían vibrado.
Viernes había vuelto a sus siestas y Robinsón a sus ejercicios solares cuando Andoar dio al fin toda su medida. Una noche, Viernes fue a tirar de los pies a Robinsón, que al final había elegido como domicilio las ramas de la araucaria, en la que se había preparado un refugio con un techado de corteza. Se había levantado una tormenta, trayendo a su paso una ola de calor que cargaba el aire de electricidad sin prometer la lluvia. Impulsada como un disco, la luna llena atravesaba jirones de nubes descoloridas. Viernes arrastró a Robinsón hacia la silueta esquelética del ciprés muerto. Mucho antes de divisar el árbol, Robinsón creyó oír un concierto celeste donde se mezclaban las flautas y los violines. No se trataba de una melodía de ésas cuyas sucesivas notas arrastran al corazón en su cadencia y le imprimen su impulso. Era una nota única -pero rica, de infinitos armónicos- que marcaba en el alma un definitivo influjo, un acorde formado de componentes innumerables, cuya sostenida potencia tenía algo de fatal y de implacable que fascinaba. El viento redoblaba su violencia cuando los dos compañeros llegaron a la proximidad del árbol cantor. Anclado en su más elevada rama, el carnero-volador vibraba como una piel de tambor, a veces detenido en una trepidante inmovilidad y a veces lanzándose a furiosas embestidas. Andoar volador acompañaba a Andoar cantor y parecía que simultáneamente cuidaba de él y le amenazaba. Bajo la luz cambiante de la luna, las dos alas de buitre se abrían y se cerraban espasmódicamente a ambos lados del cráneo y le prestaban una vida fantástica, acorde con la tempestad. Y por encima de todo aquel bramido potente y melodioso, música verdaderamente elemental, inhumana, que era a la vez la voz tenebrosa de la tierra, la armonía de las esferas celestes y la queja ronca del gran cabrón sacrificado. Apretados el uno contra el otro, al abrigo de una roca saliente, Robinsón y Viernes perdieron en seguida la conciencia de sí mismos en la grandeza del misterio en que comulgaban los brutos elementos. La tierra, el árbol y el viento celebraban al unísono la apoteosis de Andoar.