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Otro ejemplo todavía: aquellos breves momentos de alucinación que yo tenía a veces y a los que denominaba -no sin intuición adivinatoria-«mis momentos de inocencia». Entonces me parecía entrever durante un breve instante otra isla oculta bajo el armazón de construcción y explotación agrícola con que yo había cubierto a Speranza. A aquella otra Speranza he sido transportado y en ella estoy instalado para siempre en un «momento de inocencia». Speranza ya no es más una tierra agreste que hay que hacer fructificar, ni Viernes es un salvaje al que debo amonestar. Tanto la una como el otro requieren toda mi atención contemplativa, una vigilancia maravillada, porque me parece -no, tengo la certeza- que a cada instante les descubro por primera vez y que nada empeña jamás su mágica novedad.

Log-book.- Sobre el espejo húmedo de la laguna, veo a Viernes que viene hacia mí con su paso calmo y regular y el desierto del cielo y del agua es tan vasto en torno suyo que no hay nada que proporcione su escala, de modo que igual podría ser un Viernes de tres pulgadas colocado en el hueco de mi mano el que se encuentra allí, que un gigante de seis toesas situado a una media milla de distancia…

Hele aquí. ¿Sabré yo alguna vez caminar con parecida majestad? ¿Puedo escribir sin ser ridículo que parece vestido en su desnudez? Marcha llevando su carne con una ostentación soberana, llevándose hacia adelante como una custodia de carne. Belleza evidente, brutal, que parece crear la nada en torno suyo.

Abandona la laguna y se aproxima a mí, que estoy sentado en la playa. Desde el momento en que ha comenzado a pisar la arena sembrada de conchas trituradas, desde que ha atravesado por en medio de ese montón de algas malvas y de aquella roca, devolviendo así un paisaje familiar, su belleza cambia de registro: se convierte en gracia. Me sonríe y hace un gesto hacia el cielo -como algunos ángeles en los cuadros religiosos- para señalarme sin duda que una brisa de sudoeste expulsa a las nubes, que se habían acumulado desde hacía varios días y que se va a restablecer durante largo tiempo la absoluta realeza del sol. Esboza un paso de danza que realza el equilibrio de plenitud y delicadeza de su cuerpo. Cuando llega cerca de mí, no dice nada…, taciturno compañero. Se da la vuelta y contempla la laguna por donde caminaba hace sólo un momento. Su alma flota entre las brumas que envuelven la caída de un día incierto, mientras deja su cuerpo plantado en la arena sobre sus piernas separadas y abiertas. Sentado a sus espaldas, observo esa parte de la pierna que está situada detrás de la rodilla -y que es exactamente la corva-, su palidez nacarada, la H mayúscula que allí se dibuja. Hinchada y pulposa cuando la pierna está tensa, esa garganta de carne se ahueca y se hace tierna cuando se dobla.

Aplico mis manos a sus rodillas. Hago de mis manos dos rodilleras atentas a experimentar su forma y a recoger su vida. La rodilla, dada su dureza, su sequedad-que contrasta con la ternura de la nalga y de la corva-, es la clave de bóveda del edificio carnal que él lleva en equilibrio viviente hasta el cielo. No hay temblor, impulso, duda que no arranque de esas tibias y móviles bisagras y que no regrese a ellas. Durante varios segundos, mis manos han podido apreciar que la inmovilidad de mi compañero no era la de una piedra, sino, muy por el contrario, la resultante inestable, sin cesar implicada y recreada de un juego complejo de acciones y reacciones de todos sus músculos.

Log-book.- Camino en el crepúsculo al borde del pantano, donde los tallos se entrechocan hasta el infinito, cuando veo que se acerca trotando a mi encuentro un cuadrúpedo que me recuerda a Tenn. Reconozco inmediatamente que se trata de una gran hembra de jutía. El viento está a mi favor y el animalillo -naturalmente miope- avanza con tranquilidad, sin sospechar mi presencia. Me hago tronco, roca, árbol, y espero que cruce ante mí y prosiga su camino. Pero no. Cuando se halla a cinco pasos, se queda quieta, con las orejas alzadas y la cabeza vuelta para observarme con su gran ojo brumoso. Después, como un relámpago, se da media vuelta y escapa como una exhalación, no por entre las cañas, en donde podría haber desaparecido inmediatamente, sino a través del sendero por el que antes avanzaba y ya no es más que una sombra saltarina, cuando todavía puedo escuchar sus pasitos resonando en las piedras del camino.

Intento imaginarme el universo de ese animal, cuyo prodigioso olfato viene a desempeñar el papel importantísimo que juega en el hombre la visión. La fuerza y la dirección del viento -que al hombre le importan tan poco- desempeñan en su caso un papel fundamental. El animal se encuentra siempre en el quicio de dos zonas que puede distinguir de modo desigual, o según el lenguaje humano, «iluminadas» de modo desigual. Una de ellas está sumergida en una oscuridad que resulta todavía más densa en la medida en que la otra -aquella de donde sopla el viento- está más cargada de olores. Cuando no hay viento, esas dos mitades del mundo permanecen en un crepúsculo turbio; pero, al menor soplo, una de las dos se ilumina con un rastro de luz que se convierte en un rastro de atención desde que alcanza y sobrepasa al animal. Esos olores provenientes de la zona clara, por un poder de distinción formidable -comparable al poder diferenciador del ojo humano-, los identifica a millas de distancia como correspondientes a tal árbol, tal pécari o tal papagayo, o al mismo Viernes regresando a sus pimenteros, masticando un grano de araucaria y todo eso con la profundidad incomparable propia del conocimiento olfativo. Vuelvo a ver a nuestro pobre Tenn, cuando Viernes cavaba agujeros en la tierra. Con el hocico hundido en lo más profundo de los terrones removidos estaba como borracho, corriendo y titubeando en torno a mi compañero, mientras lanzaba pequeños jadeos atemorizados y voluptuosos. Se hallaba tan apasionadamente absorbido por aquella caza de los olores que ninguna otra cosa parecía existir para él.

Log-book.- Nada de sorprendente cuando pienso en él, excepto la atención casi maníaca con que yo le observo. Lo que es increíble es que haya podido vivir tanto tiempo con él, por decirlo de algún modo, sin verle. ¿Cómo concebir esa in-deferencia, esa ceguera, cuando él es para mí toda la humanidad reunida en un solo individuo, mi hijo y mi padre, mi hermano y mi vecino, mi prójimo, mi ajeno…? ¿Estoy por eso obligado a hacer converger todos los sentimientos que un hombre proyecta hacia todos los que viven a su alrededor, sobre ese único «otro»?, si no ¿qué sería de ellos? ¿Qué haría yo de mi piedad y de mi odio, de mi admiración y de mi miedo, si Viernes no me inspirase al mismo tiempo piedad, odio, admiración y miedo? Además esa fascinación que él ejerce sobre mí es en gran parte recíproca y he tenido la prueba de ello en varias ocasiones. Antes de ayer concretamente, me encontraba adormecido sobre la playa, cuando se acercó a mí. Permaneció de pie durante largo rato contemplándome: negra y flexible silueta sobre el luminoso cielo. Luego se arrodilló y comenzó a examinarme con una extraordinaria intensidad. Sus dedos se perdieron en mi rostro, palpando mis mejillas, familiarizándose con la curva de mi barbilla, experimentando la elasticidad de la punta de mi nariz. Me hizo levantar los brazos por encima de mi cabeza e inclinado sobre mi cuerpo lo fue reconociendo pulgada a pulgada con la atención de un anatomista que se prepara a disecar un cadáver. Parecía haber olvidado que yo tenía una mirada, una respiración, que había preguntas que podían plantearse a mi espíritu, que podía embargarme la impaciencia. Pero yo había comprendido perfectamente esa sed de lo humano que le impulsa hacia mí para osar contrariar su acción. Al final sonrió, como si saliera de un sueño y se diera cuenta de pronto de mi presencia y, agarrando mi muñeca, colocó su dedo sobre una vena violeta, visible a través de la piel nacarada, y me dijo con un tono de falso reproche: «¡Oh! Se ve tu sangre.»