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Log-book.- ¿Me hallo en disposición de retornar al culto del sol al que se entregaban algunos paganos? No lo creo, y además no sé nada con precisión de las creencias y de los auténticos ritos de aquellos legendarios «paganos» que quizá no han existido más que en la imaginación de nuestros pastores. Pero es cierto que al flotar en una soledad intolerable que no me dejaba elegir más que entre la locura o el suicidio, he buscado instintivamente el punto de apoyo, que no me proporcionaba en absoluto el cuerpo social. Simultáneamente, las estructuras construidas y mantenidas en mí por el trato con mis semejantes, se desplomaban y desaparecían. De este modo me veía conducido a través de sucesivos tanteos a buscar mi salvación en la comunión con los elementos, convirtiéndome yo mismo en elemental. La tierra de Speranza me proporcionó una primera solución duradera y viable, aunque imperfecta y no carente de peligros. Luego apareció Viernes y, aunque se plegó aparentemente a mi reinado telúrico, lo fue minando con todas las fuerzas de su ser. Sin embargo, había una vía de salvación, porque si Viernes rechazaba con repugnancia y absolutamente a la tierra, era tan elemental por su nacimiento, como yo mismo había llegado a serlo por la casualidad. Bajo su influencia, bajo los sucesivos golpes que ha ido asestándome, he ido avanzando en el camino de una larga y dolorosa metamorfosis. El hombre de la tierra arrancado de su agujero por el genio eólico no se ha convertido a su vez en genio eólico. Había densidad dentro de él, demasiadas cargas y maduraciones muy lentas. Pero el sol ha tocado con su varita de luz a esta gruesa larva blanca y blanda, oculta en las tinieblas subterráneas, y se ha convertido en falena con su tórax metálico, con las alas espejeantes por el polvillo de oro; se ha convertido en un ser solar, duro e inalterable, pero de una turbadora debilidad, cuando los rayos del astro-dios no le alimentan.
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Log-book.- Andoar era yo. Aquel viejo macho solitario y testarudo con su barba de patriarca y sus melenas sudorosas de lubricidad, ese fauno telúrico ásperamente enraizado con sus cuatro pezuñas hendidas en su montaña rocosa, era yo. Viernes sintió en seguida una extraña amistad hacia él y se inició un cruel juego entre los dos. «Voy a hacer volar y cantar a Andoar», repetía misteriosamente el araucano. ¡Pero para que se produjera la transformación eólica del viejo cabrón, ¿a qué pruebas tuvieron que someterse sus despojos?!
El arpa eolia. Siempre encerrado en el instante presente, absolutamente refractario a los pacientes procesos que se desarrollan por acoplamiento de sucesivas piezas, Viernes, con una infalible intuición, encontró el único instrumento de música que respondía a su naturaleza. Porque el arpa eolia no es sólo un instrumento elemental al que hace cantar la rosa de los vientos; es también el único instrumento cuya música, en vez de desarrollarse en el tiempo, se inscribe toda entera en el instante. Se pueden multiplicar sus cuerdas y dar a cada una la nota que se desee y al hacerlo se compone una sinfonía instantánea que estalla desde la primera a la última nota desde que el viento ataca al instrumento.
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Log-book.- Le veo desprenderse riendo de la espuma de las olas que le bañan y una palabra me viene a la cabeza: la venustidad. La venustidad de Viernes. No sé exactamente lo que significa ese substantivo bastante raro, pero esa carne resplandeciente y firme, esos gestos de danza contenidos por el abrazo del agua, esa gracia natural y alegre la hacen aflorar irresistiblemente a mis labios.
No es más que un eslabón en una cadena de significados, cuyo centro es Viernes y que yo intento desentrañar. Otro índice es el sentido etimológico de Viernes. El viernes es, si no me equivoco, el día de Venus. Añado que para los cristianos es el día de la muerte de Cristo. Nacimiento de Venus, muerte de Cristo. No puedo impedir un presentimiento que se desprende de esta coincidencia, evidentemente fortuita, un alcance que por ahora me sobrepasa y que asusta a esa parte que todavía queda en mí de puritano devoto.
El tercer eslabón me lo proporciona el recuerdo de las últimas palabras humanas que me fue dado escuchar antes del naufragio del Virginia. Aquellas palabras que de algún modo fueron el viático espiritual que me concedía la humanidad antes de abandonarme a los elementos, deberían haberse impreso con letras de oro en mi memoria. ¡Pero, sin embargo, no me quedan de ellas más que retazos confusos e incompletos! Eran, creo, las predicciones que el capitán Pieter Van Deyssel leía -o pretendía leer- en las cartas de un tarot. Y el nombre de Venus aparecía repetidas veces en aquellas nociones tan desconcertantes para el joven que yo era entonces. ¿No anunciaron acaso que, tras convertirme en ermitaño en una gruta, sería sacado de allí por la llegada de Venus? Y aquel ser, salido de las aguas, ¿no debía transformarse en arquero que arrojaba sus flechas hacia el sol? Pero eso no es lo que más importa. Puedo ver confusamente una carta en la que dos niños -dos gemelos, dos inocentes- se cogían de la mano ante un muro que simboliza la ciudad solar. Van Deyssel comentó aquella imagen, hablando de sexualidad circular, cerrada sobre sí misma, y había evocado el símbolo de la serpiente que se muerde la cola.
Pero, si se trata de mi sexualidad, me doy cuenta de que ni una sola vez Viernes ha despertado en mí una tentación sodomita. En primer lugar porque ha llegado demasiado tarde: mi sexualidad se había vuelto ya elemental y se volvía hacia Speranza. Pero, sobre todo, se debe a que Venus no salió de las aguas y arribó a mis costas para seducirme, sino para conducirme a la fuerza hacia su padre Ouranos. No se trataba, por tanto, de hacerme regresar hacia amores humanos sino, sin salir de lo elemental, cambiar de elemento. Es lo que ha sucedido hoy. Mis amores con Speranza se inspiraban todavía en gran parte en modelos humanos. En una palabra: yo fecundaba a esta tierra, como lo habría hecho con una esposa. Viernes me ha forzado a una conversión más radical. La voluptuosidad brutal que traspasa los riñones del amante, se ha transformado para mí en un júbilo dulce que me envuelve y me lleva de los pies a la cabeza durante todo el tiempo en que el sol-dios me baña con sus rayos. Y no se trata de una pérdida de sustancia que siempre deja al animal triste post coitum. Mis amores uranianos me llenan, por el contrario, de una energía vital que me da fuerzas para todo un día y toda una noche. Si fuera preciso traducir en términos humanos este coito solar, sería más bien bajo caracteres femeninos: como la esposa del cielo es como habría que definirme. Pero ese antropomorfismo es un contrasentido. En realidad, en el grado al que Viernes y yo hemos accedido, la diferencia de sexos ha quedado superada y Viernes puede identificarse con Venus, del mismo modo que puede decirse en el lenguaje humano que yo me abro a la fecundación del Astro Mayor.
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Log-book.- La luna llena derrama una luz tan viva que puedo escribir estas líneas sin la ayuda de una lámpara. Viernes duerme, hecho una bola a mis pies. La atmósfera irreal, la abolición de todas las cosas familiares en torno mío, toda esta carencia proporcionan a mis ideas una ligereza, una gratuidad, que redimen de su fugacidad. Esta meditación no será más que agua de borrajas. Ave spiritu, ¡las ideas que van a morir te saludan!
En el cielo aborrascado por su radiación el Gran Astro Alucinado flota como una gota gigantesca y viscosa. Su forma geométrica es impecable, pero su materia se halla agitada por un torbellino que evoca una creación intestina en pleno trabajo. En su blancura albuminosa se dibujan figuras vagas que desaparecen lentamente, miembros diseminados se recomponen, rostros que sonríen durante un instante; luego todo concluye en un remolino lechoso. De pronto los torbellinos aceleran su rotación hasta el punto de parecer inmóviles. Parece prevalecer una especie de congelación lunar, por el propio exceso de su temblor. Poco a poco las líneas encabalgadas que allí se dibujan se van precisando. Dos focos ocupan los polos contrapuestos del huevo. Un juego de arabescos se propaga de uno a otro. Los focos son ahora cabezas, el arabesco la conjunción de dos cuerpos. Dos seres semejantes, unos gemelos se están gestando en la luna; unos gemelos nacen de la luna. Anudados el uno al otro, se remueven con lentitud, como si despertaran de un sueño secular. Sus movimientos, que al principio parecen caricias mullidas y soñadoras, adquieren un sentido completamente opuesto: tratan ahora de separarse el uno del otro. Cada uno lucha con su sombra, espesa y obsesiva, como un niño con las húmedas tinieblas maternas. En cuanto se desprenden el uno del otro, se yerguen absortos y solitarios y tanteando reemprenden el camino de su intimidad fraterna. En el huevo de Leda, fecundado por el Cisne jupiterino, nacieron los Dióscuros, gemelos de la ciudad solar. Son hermanos con mucha más intensidad que los gemelos humanos, porque comparten la misma alma. Los gemelos humanos son pluránimes. Los Gemelos son unánimes. Por eso su carne posee una densidad extraordinaria, ya que se halla dos veces menos penetrada por el espíritu y es, por tanto, dos veces menos porosa, dos veces más pesada y más carne que la de los gemelos. Y de ahí proceden su eterna juventud, su inhumana belleza. Hay en ellos algo del cristal, del metal, algo de las brillantes superficies barnizadas, un resplandor que no es vivo. Se debe a que no son eslabones de una cadena que se extiende de generación en generación a través de las vicisitudes de la historia. Son los Dióscuros, seres caídos del cielo como meteoros, salidos de una generación vertical, abrupta. Su padre, el Sol, les bendice y su fuego les bendice y les confiere la eternidad.