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Una nubecilla, nacida en el occidente, viene a tapar el huevo de Leda. Viernes dirige hacia mí un rostro perdido y pronuncia varias frases incoherentes con una voz extraordinariamente rápida y luego se sumerge de nuevo en su sueño, con las piernas perezosamente plegadas bajo su vientre, los puños cerrados, colocados a un lado y a otro de su negra cabeza. Venus, el Cisne, Leda, los Dióscuros…, tanteo en busca de mí mismo en un bosque de alegorías.

Capítulo XI

Viernes recogía flores de mirto para hacer con ellas agua de ángeles, cuando percibió un punto blanco en el horizonte por la zona de levante. Inmediatamente saltó de rama en rama hasta llegar al suelo y corrió sin detenerse para prevenir a Robinsón, que en ese momento terminaba de afeitarse la barba. Si a Robinsón le emocionó la noticia, no dejó que se trasluciera.

– Vamos a tener visita -dijo sencillamente-, razón de más para que termine mi aseo.

Viernes, excitadísimo, subió a la cima del picacho rocoso. Llevaba consigo el catalejo y con él apuntó hacia el navío, que ahora era claramente visible. Se trataba de una goleta provista de gavia, con arboladura alta y esbelta. Repleta de velas, debía alcanzar unos doce o trece nudos impulsada por una fuerte brisa del sudeste que la lanzaba directamente hacia la costa pantanosa de Speranza. Viernes se apresuró a comunicar todas aquellas precisiones a Robinsón, que ponía en orden su cabellera revuelta con un gran peine de concha. Después regresó a su observatorio. El capitán debía haberse dado cuenta de que la costa no era abordable por ese lado de la isla, porque cambiaba el rumbo. La botavara barrió el puente y el buque reemprendió la marcha amurado a estribor. Después capeó y avanzó sólo con las velas pequeñas paralelo a la costa.

Viernes fue a avisar a Robinsón de que el visitante doblaba las dunas de levante y que probablemente iba a anclar en la Bahía de la Salvación. Lo más importante era reconocer su nacionalidad. Robinsón se adentró con Viernes hasta la última fila de árboles que lindaba ya con la playa y dirigió el catalejo hacia el buque que viraba de bordo y se detenía, cara al viento, a dos cables de la orilla. Algunos segundos después podía oírse el claro tintineo de la cadena del ancla rechinando en el escobén.

Robinsón no conocía aquel tipo de barco, que debía ser de reciente construcción, pero identificó a sus compatriotas por la bandera de la Unión Jack izada en el palo de mesana. Entonces avanzó algunos pasos a través de la playa, como habría hecho un soberano que saliera a acoger a unos extranjeros de visita en su tierra. Allí, no muy lejos, una chalupa cargada de hombres lanzaba al aire sus serviolas y luego tocaba el agua, con una estela irisada. En seguida los remos golpearon las aguas.

Robinsón midió mentalmente el peso extraordinario que adquirían los pocos instantes que quedaban antes de que el hombre de la proa tanteara en las rocas con su botador. Como un moribundo antes de entregar su alma, podía ver en una sola visión panorámica toda su vida en la isla, el Evasión, la ciénaga, la organización frenética de Speranza, la gruta, la loma, la llegada de Viernes, la explosión y, sobre todo, aquella vasta playa del tiempo, virgen de cualquier medida, en la que se había producido su metamorfosis solar en una tranquila dicha.

En la chalupa se amontonaban unos barriles, destinados a renovar la provisión de agua dulce del navío, y en la parte de atrás podía verse -de pie, el sombrero de paja inclinado sobre una barba negra- un hombre con altas botas y armado, el capitán, sin duda. Iba a ser el primero de la comunidad humana que envolvería a Robinsón en la red de sus palabras y sus gestos, y le haría introducirse de nuevo en el gran sistema. Y todo el universo pacientemente elaborado y trenzado por el solitario iba a verse sometido a una considerable prueba desde el momento en que su mano tocara a la del plenipotenciario de la humanidad.

Hubo un roce y la roda de la embarcación se levantó antes de quedarse quieta. Los hombres saltaron entre las revueltas olas y comenzaron a situar la chalupa fuera del alcance de la marea alta. La barba negra tendió la mano a Robinsón.

– William Hunter de Blackpool, capitán de la goleta el Whitebird.

– ¿A qué día estamos? -le preguntó Robinsón.

El capitán, sorprendido por la pregunta, se volvió hacia el hombre que le seguía y que debía ser su segundo.

– ¿A qué día estamos, Joseph?

– Miércoles, 19 de diciembre de 1787, sir -respondió.

– A miércoles, 19 de diciembre de 1787 -repitió el capitán dirigiéndose a Robinsón.

El cerebro de Robinsón trabajó a toda velocidad. El naufragio del Virginia había tenido lugar el 30 de septiembre de 1759. Hacía exactamente veintiocho años, dos meses y diecinueve días. Fuera cual fuera el número de acontecimientos ocurridos desde entonces y la profundidad de la evolución sufrida, aquella duración le resultaba fantástica a Robinsón. Sin embargo, no se atrevió a preguntar al segundo que le confirmase aquella fecha que pertenecía a un futuro lejano todavía. Decidió incluso ocultar a los recién llegados la fecha del naufragio del Virginia, por una especie de pudor, por temor a pasar ante sus ojos o por un impostor o por un fenómeno.

– Fui arrojado a estas costas cuando viajaba a bordo de la galeota Virginia, gobernada por Pieter Van Deyssel, de Flessingue. Fui el único salvado de aquel naufragio. El suceso, desdichadamente, fue un choque que borró más de un recuerdo en mi espíritu y, concretamente, nunca más he podido recuperar la fecha del siniestro.

– No he oído hablar de ese buque en ninguna parte y menos aún de su desaparición -observó Hunter-, pero también es verdad que la guerra con las Américas ha trastocado todas las relaciones marítimas.