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Las derrotas de la Dominica y de Santa Lucía y luego la pérdida de Tobago sorprendieron a Hunter y le inspiraron un definitivo odio hacia los franceses. Las capitulaciones de Saratoga, luego la de Yorktown, que preparaban el cobarde abandono por parte de la metrópoli del más hermoso florón de la Corona de Inglaterra, quebraron la violenta pasión por el honor que hasta aquel momento había sido el resorte de su vida. Poco después del Tratado de Versalles, que consumaba la vergonzosa dimisión de Inglaterra, había devuelto su uniforme del Cuerpo de Oficiales Reales y se había orientado hacia la marina mercante.

Pero era demasiado marino exclusivamente como para acomodarse a las servidumbres de aquel oficio que él había creído oficio de hombre libre. Disimular ante los armadores el desprecio que experimentaba ante aquellos hombres de tierra ávidos y cobardes, disputar sobre el precio del flete, firmar conocimientos, hacer facturas, soportar los registros aduaneros, poner toda su vida en sacas, fardos, barricas, era demasiado para él. A ello se añadía que había jurado no volver a pisar suelo inglés y que confundía en el mismo odio a Estados Unidos y a Francia. Se hallaba al límite de sus fuerzas cuando tuvo la oportunidad -la única que la suerte le había deparado, subrayaba- de conseguir que le fuera confiado el mando de Whitebird, que por sus reducidas dimensiones y por su magnífico velamen estaba predestinado a fletes de pequeño volumen -té, especias, metales raros, piedras preciosas u opio-, cuyo comercio implicaba además riesgos y misterios que estimulaban a su carácter aventurero y novelesco. Indudablemente, la trata o la piratería hubieran sido aún más adecuadas para su situación, pero su educación militar le había legado una repulsión instintiva hacia esas actividades contrarias a la ley.

Cuando Robinsón saltó sobre el puente del Whitebird fue acogido por un Viernes radiante, que había sido transportado por la chalupa en su anterior viaje. El araucano había sido adoptado por la tripulación y aparentemente conocía ya al barco como si hubiera nacido en él. Robinsón había tenido ocasión de observar que los primitivos no admiran más que aquellos objetos de la industria humana que se hallan, por así decir, a su niveclass="underline" el cuchillo, el vestido, y a decir verdad, la piragua. Pero a partir de ese nivel, dejan de admirar porque consideran, sin duda, a un palacio o a un bajel como productos de la naturaleza, ni más sorprendentes ni menos que una gruta o un iceberg. Pero con Viernes sucedía de otra forma, y Robinsón atribuyó a su propia influencia la inmediata comprensión que manifestó a bordo. Luego le vio trepar por los obenques, subir a la gavia y desde allí caminar por la verga, columpiándose a cincuenta pies de las olas con una enorme risa de felicidad. Pensó entonces en los atributos aéreos de los que Viernes se había ido rodeando sucesivamente -la flecha, el carnero-volador, el arpa eolia- y comprendió que un gran velero, esbelto y tan audazmente enjarciado como aquél, era la culminación triunfaclass="underline" algo así como la apoteosis de aquella conquista del éter. Aquello le produjo un poco de tristeza, y más aún desde el momento en que sentía aumentar dentro de sí el sentimiento de oposición hacia aquel universo al que le arrastraban, eso le parecía, contra su voluntad.

Su malestar creció cuando distinguió, atada al pie del mástil de mesana, una diminuta forma humana, medio desnuda y acurrucada sobre sí misma. Era un niño que podría tener unos doce años, de una delgadez de gato desollado. No se podía ver su rostro, pero sus cabellos formaban una opulenta masa rojiza que hacía que todavía parecieran más enclenques sus delgados hombros, sus omoplatos que sobresalían como alas de angelote, su espalda que estaba cubierta de pecas y estriada por marcas sangrientas. Robinsón había disminuido el paso al verle.

– Es Jaan, nuestro grumete -le dijo el capitán. Luego se volvió hacia el segundo-. ¿Qué ha hecho ahora?

Un rostro de borracho tocado con un gorro de cocinero emergió de repente de la escotilla de la cocina, como un diablo que sale de una caja.

– ¡No puedo hacer nada con él! Esta mañana me ha destrozado un pastel de pollo, porque por distracción lo ha salado tres veces. Ha tenido sus doce latigazos. Tendrá más si no se enmienda.

Y la cabeza desapareció tan deprisa como había aparecido.

– Desátele -dijo el capitán al segundo-. Le necesitamos en el comedor.

Robinsón almorzó con el comandante y el segundo. No oyó hablar más de Viernes, que debía reparar fuerzas con la tripulación. No tuvo necesidad de esforzarse para alimentar la conversación. Sus anfitriones parecían haber admitido de una vez para todas que él tenía todo que aprender de ellos y nada que revelar sobre sí mismo y sobre Viernes, y él se amoldaba perfectamente a esta convención que le permitía observar y meditar a gusto. Por otra parte, era verdad que él, en cierto sentido, tenía todo por aprender, o más bien que tenía todo por asimilar, todo por digerir, pero lo que escuchaba era tan pesado e indigesto como las conservas y las carnes en salsa que desfilaban por su plato y se podía temer que un reflejo de rechazo le hiciera vomitar de golpe y de una sola vez el mundo y las costumbres que iba descubriendo poco a poco.

Pero lo que más le chocaba no era ya tanto la brutalidad, el odio y la rapacidad de aquellos hombres civilizados y altamente honorables de la que hacían gala con una ingenua tranquilidad. Quedaba la posibilidad de imaginar -y sin duda sería posible encontrar- a otros hombres en vez de aquéllos que fueran, en cambio, dulces, benévolos y generosos. Pero el mal, para Robinsón, era más profundo. Lo denunciaba ante sí mismo en la irremediable relatividad de los fines que les veía perseguir febrilmente. Porque lo que todos tenían como meta era tal adquisición, tal riqueza, tal satisfacción, pero ¿por qué precisamente esa adquisición, esa riqueza, esa satisfacción? Ninguno, desde luego, habría sabido decirlo. Y Robinsón imaginaba todo el rato el diálogo que terminaría por enfrentarle con uno de aquellos hombres, con el capitán, por ejemplo. «¿Por qué vives tú?», le preguntaría. Hunter, evidentemente, no sabría qué responder y su único recurso sería entonces pasarle la pregunta al Solitario. Entonces Robinsón le mostraría la tierra de Speranza con su mano izquierda mientras que su mano derecha se alzaría hacia el sol. Tras un momento de estupor, el capitán rompería forzosamente a reír, porque ¿cómo concebir que el Astro Rey es algo distinto de una gigantesca hoguera, que hay en el espíritu y que tiene el poder de irradiar eternidad a los seres que saben abrirse a él?

Era el grumete Jaan quien servía la mesa, medio sumergido en un inmenso mandil blanco. Su diminuto rostro huesudo, salpicado de pecas, se adelgazaba todavía más bajo la masa de sus cabellos leonados y Robinsón buscaba inútilmente la mirada de sus ojos, tan claros, que se podría creer que el día se veía a través de su cabeza. Tampoco él prestaba atención al náufrago, absorbido por entero en su terror de cometer alguna infracción. Tras algunas frases rápidas en las que ponía una contenida vehemencia, el capitán se encerraba después en un silencio que parecía hostil o despectivo y Robinsón pensaba en un sitiado que, tras haber resistido sin reaccionar el acoso del enemigo, se decide por fin a efectuar una salida y corre inmediatamente a encerrarse de nuevo en su fortaleza, después de inflingirle graves pérdidas. Aquellos silencios eran llenados por el parloteo del segundo, Joseph, volcado completamente a la vida práctica y a los progresos técnicos de la navegación, y que experimentaba visiblemente con respecto a su superior una admiración reforzada por la más total incomprensión. Al terminar el almuerzo fue él quien condujo a Robinsón a la cabina de mandos, mientras el capitán se retiraba a su camarote. Quería hacerle los honores de un instrumento introducido recientemente en la navegación: el sextante, gracias al cual, por un sistema de doble reflexión, se podía medir la altura del sol por encima del horizonte con una exactitud incomparablemente mayor que la que se lograba con el tradicional quart de nonante. Robinsón siguió con interés la entusiasta demostración de Joseph y manejaba con satisfacción el hermoso objeto de cobre, de caoba y marfil que había sido extraído de su estuche, y admiraba la vivacidad de espíritu de aquel hombre, en otros momentos tan limitado. Se daba cuenta de que la inteligencia y la tontería pueden habitar en la misma cabeza sin influenciarse en absoluto, como el agua y el aceite se superponen sin mezclarse. Hablando de alidada, limbo, vernier o espejos, Joseph resplandecía de inteligencia. Sin embargo, era él mismo quien explicaba hacía sólo unos instantes, con marcados guiños de ojos dirigidos a Jaan, que el niño haría mal si se quejaba de ser enderezado a latigazos, cuando tenía por madre a una ramera de marineros.