El sol comenzaba a declinar. Era la hora en que Robinsón acostumbraba a exponerse a sus rayos para acumular su energía calurosa antes de que las sombras se extendieran y la brisa marina hiciera cuchichear entre sí a los eucaliptos de la playa. A una sugerencia de Joseph se tumbó sobre la toldilla, a la sombra del cataviento, y contempló durante largo rato la flecha del mástil de la gavia escribir signos invisibles en el cielo azul donde se había perdido una delgada y creciente luna de porcelana traslúcida. Girando un poco la cabeza, podía ver a Speranza, línea de arena dorada a ras de las olas, derroche de verdor y caos rocoso. Fue allí donde tomó conciencia de la decisión, que iba madurando inexorablemente dentro de él, de dejar que partiera de nuevo el Whitebird y quedarse en la isla con Viernes. Más aún que por todo lo que le separaba de los hombres de aquel navío, se veía empujado por su rechazo aterrado del torbellino de tiempo, degradante y mortal, que ellos segregaban a su alrededor y en el cual vivían. Diecinueve de diciembre de 1787. Veintiocho años, dos meses y diecinueve días. Aquellos indiscutibles datos no dejaban de llenarle de estupor. De ese modo, si él no hubiera naufragado en las costas de Speranza, sería ya casi quincuagenario. Sus cabellos serían grises y sus articulaciones crujirían. Sus hijos serían más viejos de lo que era él cuando les dejó y quizá sería incluso abuelo. Pero nada de aquello se había producido. Speranza se erguía a dos cables de distancia de aquel navío, repleto de miasmas, como luminosa negación de toda aquella siniestra degradación. En realidad era más joven hoy que aquel joven piadoso y avaro que embarcó en el Virginia. Porque no era joven de juventud biológica, putrescible y sustentador como de una especie de impulso hacia la decrepitud. Su juventud era mineral, divina, solar. Cada mañana representaba para él un primer comienzo, el comienzo absoluto de la historia del mundo. Bajo el sol-dios, Speranza vibraba en un presente perpetuo, sin pasado ni porvenir. No iba a sustraerse a ese instante eterno, situado en equilibrio en el vértice de un paroxismo de perfección, para caer en un mundo de usura, de polvo y de ruinas.
Cuando comunicó su decisión de permanecer en la isla, solamente Joseph manifestó sorpresa. Hunter nada más mostró una helada sonrisa. Seguramente agradecía, en el fondo, no tener que embarcar a dos pasajeros suplementarios en un buque, al fin y al cabo modesto, y cuyas plazas estaban rigurosamente calculadas. Tuvo la cortesía de considerar todo lo que habla sido embarcado durante la jornada, como pruebas de la generosidad de Robinsón, dueño de la isla. Le ofreció a cambio la pequeña yola de reconocimiento estibada sobre la toldilla, que se sumaba a las dos chalupas de salvamento reglamentarias. Era una canoa ligera y de buen aspecto, ideal para uno o dos hombres en tiempo calmo o incluso regular y que vendría a sustituir con ventaja a la vieja piragua de Viernes. Fue en aquella embarcación en la que Robinsón y su compañero regresaron a la isla al caer el sol.
La alegría que experimentó Robinsón al volver a tomar posesión de aquella tierra que había creído perdida para siempre era acorde con los rojizos resplandores del crepúsculo. Era inmenso, desde luego, su desahogo, pero había algo fúnebre en la paz que le rodeaba. Más aún que herido, se sentía envejecido, como si la visita del Whitebird hubiera marcado el fin de una juventud muy prolongada y dichosa. Pero ¿qué importaba? Con las primeras luces del alba el navío inglés levaría el ancla y reemprendería su carrera errante, conducido por la fantasía de su tenebroso capitán. Las aguas de la Bahía de la Salvación se volverían a cerrar sobre la estela del único navío que se había acercado a Speranza en veintiocho años. Con medias palabras, Robinsón había dejado entender que no deseaba que la existencia y la posición de aquel islote fueran reveladas por la tripulación del Whitebird. Aquella promesa iba bien con el carácter del misterioso Hunter y probablemente iba a hacerla respetar. Así se cerraría para siempre aquel paréntesis que había introducido veinticuatro horas de tumulto y desunión en la eternidad serena de los Dióscuros.
Capítulo XII
El alba era todavía blanquecina cuando Robinsón descendió de la araucaria. Se había acostumbrado a dormir hasta los últimos minutos que preceden a la salida del sol, para reducir lo más posible ese período átono, el más anodino de la jornada, ya que era el más alejado del poniente. Pero la comida inhabitual, los vinos y también una angustia sorda le habían producido un sueño febril, destrozado por bruscos despertares y por breves, pero estériles, insomnios. Acostado, rodeado de tinieblas, había sido desarmada presa de ideas fijas y de obsesiones torturadoras. Había tenido que levantarse precipitadamente para sacudirse aquella jauría imaginaria.
Dio algunos pasos por la playa. Como ya esperaba, el Whitebird había desaparecido. El agua era gris bajo el cielo descolorido. Un rocío abundante pesaba sobre las plantas que se curvaban desconsoladas bajo aquella luz pálida, sin estridencias y sin sombras, de una lucidez desgarradora. Los pájaros guardaban un silencio gélido. Robinsón sintió que se abría dentro de sí un abismo de desesperación, una cisterna sonora y negra de donde subía -como si fuera un espíritu deletéreo- una náusea que le llenó la boca de hilillos de saliva. Una ola se estiraba con suavidad sobre la playa, jugaba un momento con un cangrejo muerto y se retiraba, decepcionada. En sólo unos minutos, en una hora como mucho, se levantaría el sol y llenaría de vida y de alegría a todas las cosas y al propio Robinsón. No había más que aguantar hasta ese momento y resistir la tentación de ir a despertar a Viernes.
Era indiscutible que la visita del Whitebird había comprometido seriamente el equilibrio delicado del triángulo Robinsón-Viernes-Speranza. Speranza se hallaba cubierta de heridas que eran evidentes pero, a pesar de todo, superficiales y que desaparecían en pocos meses. Pero ¿cuánto tiempo necesitaría Viernes para olvidar al hermoso lebrel de los mares que se inclinaba con tanta gracia, bajo la caricia de todos los vientos? Robinsón se reprochaba por haber tomado la decisión de permanecer en la isla sin haber hablado antes de ello con su compañero. Aquella misma mañana le contaría los siniestros detalles que había sabido por Joseph acerca de la trata de negros y de la suerte que corrían en las antiguas colonias americanas. De este modo su nostalgia -si es que existía- disminuiría.
Pensando en Viernes, se acercaba maquinalmente a los dos pimenteros entre los cuales el mestizo tendía su hamaca y en donde pasaba sus noches y gran parte de sus días. No iba a despertarle, desde luego, pero le contemplaría mientras dormía y aquella presencia apacible e inocente le reconfortaría.