Bruscos aguaceros y líneas blancas en el horizonte anunciaron un cambio de tiempo. Una mañana el cielo, que sin embargó parecía tan puro como de costumbre, adquirió un tinte metálico que le intranquilizó. El azul transparente de los días anteriores se había tornado en un azul mate y plomizo. En seguida una capa de nubes totalmente homogéneas comenzó a pesar sobre la línea del horizonte y las primeras gotas ametrallaron el casco del Evasión. Robinsón, en un primer momento, quiso ignorar aquel imprevisto contratiempo, pero al poco rato tuvo que quitarse sus vestidos calados, porque su peso húmedo entorpecía sus movimientos. Para protegerlos, los guardó bajo la parte ya concluida del casco. Durante un instante se detuvo a contemplar el agua tibia que chorreaba por su cuerpo cubierto de costras de tierra y mugre que se fundían, formando pequeños regueros de barro. Su vello rojizo formaba placas brillantes y se orientaba siguiendo líneas de fuerza que acentuaban su animalidad. «Una foca dorada», pensó con una vaga sonrisa. Después orinó, disfrutando al añadir su modesta contribución al diluvio que lo anegaba todo a su alrededor. De pronto se sentía de vacaciones y un acceso de alegría le hizo esbozar un paso de danza mientras corría, cegado por las gotas y azotado por las ráfagas de viento, para refugiarse bajo los árboles.
La lluvia no había traspasado todavía las mil techumbres superpuestas de follaje y tamborileaba sobre ellas con un ruido ensordecedor. Del suelo subía un vapor caliente que se perdía en las bóvedas de hojarasca. Robinsón esperaba en todo momento que el agua penetrara al fin y le inundara. Pero el suelo era cada vez más fangoso bajo sus pies, sin que una sola gota de agua le hubiera caído todavía ni sobre la cabeza, ni sobre los hombros. Comprendió entonces que a lo largo de cada tronco de árbol resbalaba un pequeño torrente, utilizando canales horadados en la corteza, que parecían trazados para ese fin. Algunas horas después el sol del atardecer, surgido entre el horizonte y la línea inferior del techo formado por las nubes, bañó la isla en una luz de incendio, sin que la lluvia disminuyera su violencia.
El impulso de alegría pueril que se había apoderado de Robinsón se había derrumbado al mismo tiempo que se disipaba aquella especie de borrachera en que le mantenía su frenético trabajo. Se sentía naufragar en un abismo de desamparo, desnudo y solo en aquel paisaje apocalíptico con dos cadáveres pudriéndose sobre el puente de un navío que se había ido a pique, como única compañía. Hasta mucho después no alcanzaría a comprender el alcance de aquella experiencia de la desnudez que experimentaba por primera vez. Es evidente que ni la temperatura, ni un sentimiento de pudor, le obligaba a llevar vestidos de civilizado. Pero si hasta aquel momento los había conservado por simple rutina, ahora experimentaba, dada su desesperación, el valor de aquella armadura de lana y lino con que la sociedad humana le arropaba sólo unos minutos antes. La desnudez es un lujo que sólo puede permitirse el hombre que se halla cómodamente rodeado por la multitud de sus semejantes. Pero para Robinsón, que indudablemente todavía no podía haber modificado su alma, era una prueba de temeridad asesina. Despojado de aquellos pobres harapos -usados, desgarrados, manchados, pero procedentes de varios milenios de civilización e impregnados de humanidad-, su carne se ofrecía vulnerable y blanca a la irradiación de los elementos naturales. El viento, los cactus, las piedras y hasta aquella luz implacable cercaban, atacaban y lastimaban a aquella víctima sin defensas. Robinsón se sintió morir. ¿Hubo alguna vez criatura humana sometida a prueba tan cruel? Por vez primera desde el naufragio se escaparon de sus labios palabras de rebelión contra los decretos de la Providencia:
– Señor -murmuró-, si no te has apartado completamente de tu criatura, si no quieres que sucumba en los próximos minutos por el peso de la desolación que le impones, entonces manifiéstate. Concédeme un signo que dé testimonio de tu presencia cerca de mí.
Después aguardó, apretados los labios, semejante al primer hombre bajo el Árbol del Conocimiento, cuando toda la tierra permanecía aún blanda y húmeda tras la retirada de las aguas. Y en ese momento, mientras el fragor de la lluvia arreciaba sobre las hojas y todo parecía querer disolverse en la nube vaporosa que ascendía del suelo, vio formarse en el horizonte el arco iris más amplio y brillante que la naturaleza pueda crear. Más que un arco iris era como una aureola casi perfecta; su segmento inferior desaparecía bajo las olas y ostentaba los siete colores del espectro con una admirable vivacidad.
El aguacero cesó casi tan bruscamente como había comenzado. Robinsón, con sus vestidos, volvió a descubrir el sentido y la llamada de su trabajo. A los pocos minutos había superado aquel breve pero instructivo desfallecimiento.
Estaba ocupado en torcer una cuaderna para obtener su escuadra exacta, cargando sobre ella todo su peso, cuando tuvo la confusa sensación de ser observado. Alzó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Tenn, el perro del Virginia, aquel setter-laverack que no era de pura raza, pero que resultaba afectuoso como un niño y que se encontraba al lado del vigía, sobre el puente, en el momento del naufragio. El animal estaba tumbado boca arriba, a una docena de pasos aproximadamente con sus orejas tiesas y la pata delantera izquierda plegada. La emoción caldeó el corazón de Robinsón. Esta vez sí tenía la certeza de no ser el único que había escapado del naufragio. Dio algunos pasos hacia el animal, pronunciando repetidas veces su nombre. Tenn pertenecía a una de esas razas de perros que manifiestan una necesidad vital, imperiosa de la presencia humana, de la voz y de la mano del hombre. Era extraño que no se precipitase hacia Robinsón gimiendo con el lomo erizado y moviendo el rabo. Robinsón se hallaba ya a sólo unos escasos pasos del animal cuando él comenzó a retirarse -alzados los belfos- con un gruñido de odio. Después se dio media vuelta con brusquedad y huyó rastreando entre la maleza para desaparecer poco después.
Robinsón, pese a la decepción sufrida, extrajo de aquel incidente un remanente de alegría que le sirvió para vivir durante algunos días. Además, el incomprensible comportamiento de Tenn sirvió también para que apartara su pensamiento del Evasión, entretenido ahora con un nuevo alimento: ¿Era posible que los terrores y los sufrimientos del naufragio hubieran provocado la locura del animal? ¿O es que era tan grande su pesar por la muerte del capitán que ya no soportaba la presencia de otro hombre? Pero una nueva hipótesis se gestó en su espíritu y le llenó de angustia: quizá llevaba ya tanto tiempo en la isla que en último término era natural que el perro hubiera regresado al estado salvaje. ¿Cuántos días, semanas, meses habían transcurrido desde el naufragio del Virginia? Robinsón sentía vértigo al plantearse esta pregunta. Le parecía que arrojaba una piedra al fondo de un pozo y que esperaba inútilmente para poder oír el ruido de su caída al fondo. Se juró entonces que a partir de ese momento marcaría una muesca cada día, sobre un árbol de la isla, y una cruz cada treinta. Luego olvidó su propósito, enfrascado de nuevo en la construcción del Evasión.
Poco a poco la embarcación tomaba forma: la de un cúter amplio con la roda muy poco elevada; un barco poco pesado que debía tener de cuatro a cinco toneladas de calado. Era lo menos que se requería para intentar con alguna posibilidad de éxito la travesía hasta la costa chilena. Robinsón había optado por colocar un solo mástil que portaría una vela triangular latina, lo que le aseguraba una gran superficie de velamen y que, sin embargo, sería fácilmente manejable por un solo hombre, adaptándose especialmente al viento de costado (N-S), que era el que predominaría sin duda alguna si se navegaba proa al este. El mástil debería atravesar la camareta para llegar a incrustarse en la quilla de modo que quedara completamente soldado al casco. Robinsón, antes de proceder a la instalación del puente, pasó por última vez la mano sobre la superficie interior -lisa y estrechamente soldada- de los costados del barco e imaginó con delectación las gotas que aparecerían en todas las junturas cuando botara el barco por primera vez. Harían falta varios días de inmersión para que, al hincharse la madera, el casco resultara impermeable. El armazón del puente, soportado por los baos, exigió por sí solo varias semanas de duro trabajo, pero no podía renunciar a él porque el barco no debía echarse a la mar en caso de mal tiempo y era necesario que las provisiones indispensables para la subsistencia del pasajero durante la travesía se mantuvieran resguardadas.