Fue entonces cuando una estatua de barro se animó a su vez y se deslizó entre los juncos. Robinsón no sabía ya cuánto tiempo había transcurrido desde que abandonara su último harapo en los espinos de un zarzal. Además, ya no temía el ardor del sol, porque una reseca costra de suciedad cubría su espalda, sus costados y sus caderas. Su barba se mezclaba con sus cabellos y su rostro desaparecía tras aquella masa hirsuta. Sus manos, convertidas en muñones ganchudos, no le servían más que para marchar, porque en cuanto intentaba ponerse de pie le invadía el vértigo. Su debilidad, la suavidad de la arena y los cenagales de la isla, pero sobre todo la ruptura de algún pequeño resorte de su alma, hacían que sólo se desplazara arratrándose sobre su vientre.
Sabía ahora que el hombre es semejante a esos heridos en el transcurso de un tumulto que permanecen de pie mientras les sostiene la multitud y caen a tierra en cuanto ésta se dispersa. La multitud de sus hermanos, que le había mantenido en lo humano sin que se hubiera percatado de ello, se había apartado bruscamente de él, y ahora sentía que ya no tenía fuerzas para seguir manteniéndose sobre sus piernas. Comía, con la nariz en tierra, cosas innombrables. Hacía sus necesidades y rara vez dejaba de revolcarse en el calor tibio de sus propias deyecciones. Se desplazaba cada vez menos y sus breves incursiones le conducían siempre a aquella pocilga. Allí perdía su cuerpo y se liberaba de su malestar en la envoltura húmeda y cálida del cenagal, mientras que las emanaciones emponzoñadas de las corrompidas aguas le oscurecían el espíritu. Sólo sus ojos, su nariz y su boca afloraban de aquella alfombra flotante de zadorijas y huevos de galápago. Liberado de todas sus ataduras terrestres, se mantenía en una embrutecida ensoñación con migajas de recuerdos que ascendían del pasado y danzaban en el cielo en las lacerías formadas por las inmóviles hojas. Redescubría las dulces horas que había vivido de niño, acurrucado en el fondo del sombrío almacén de lanas y telas de algodón de su padre. Las piezas de tejido amontonadas formaban en torno suyo como una fortaleza acogedora que absorbía indistintamente los ruidos, los choques y las corrientes de aire. En aquella atmósfera confinada flotaba un olor inmutable de grasa, polvo y barniz al que se añadía el benjuí que el padre Crusoe usaba en todas las estaciones para combatir a un catarro inextinguible. Robinsón pensaba que a aquel hombrecillo tímido y friolero, siempre encaramado en su elevado pupitre mientras inclinaba sus quevedos sobre un libro de cuentas, no le debía más que sus cabellos rojos; lo demás lo había heredado de su madre, que era toda una mujer. El cenagal, al descubrirle sus propias dificultades para replegarse sobre sí mismo y para dimitir frente al mundo exterior, le enseñó que él -mucho más de lo que antes había creído- era el hijo del insignificante pañero de York.
En sus largas horas de meditación brumosa iba desarrollando una filosofía que habría podido ser la de aquel hombre eclipsado. Sólo el pasado tenía una existencia y un valor considerables. El presente no valía más que como fuente de recuerdos, fábrica de pasado. Venía al fin la muerte: ella misma no era más que el momento esperado para gozar de aquella mina de oro acumulada. La eternidad nos era concedida para volver a considerar nuestra vida en toda su profundidad, más atentamente, más inteligentemente, más sensualmente de lo que puede hacerse en el bamboleo del presente
Estaba a punto de pastar un manojo de berros junto a un reguero, cuando de pronto escuchó una música. Irreal, pero clara; era una sinfonía celeste, un coro de voces cristalinas acompañado por acordes de arpa y viola de gamba. Robinsón pensó que se trataba de una música celestial y que, por tanto, él no iba a vivir ya durante mucho tiempo si no era que ya estaba muerto. Pero al levantar la cabeza vio despuntar una vela blanca en el horizonte. De un salto llegó al lugar donde había construido el Evasión, que era donde habían quedado sus herramientas y donde tuvo la suerte de encontrar inmediatamente su mechero. Luego se precipitó hacia el eucalipto seco. Quemó una antorcha de ramas secas y la colocó en la garganta abierta que formaba el tronco a ras del suelo. Al poco tiempo un torrente de humo acre salía de allí, pero el amplio fuego con que él contaba pareció hacerse esperar.
Además, ¿para qué? El navío había dirigido la proa hacia la isla y singlaba derecho hacia la Bahía de la Salvación. No cabe duda de que fondea cerca de la playa y que una chalupa se aleja de él. Con risa de loco, Robinsón corría de un lado para otro buscando un pantalón y una camisa que acabó al fin por encontrar bajo el casco del Evasión. Luego se lanzó hacia la playa, arañándose la cara para intentar despojarla de la compacta crin que le cubría. Bajo una buena brisa del nordeste, el navío bandeaba graciosamente inclinando todo su velamen hacia las olas festoneadas de espuma. Era uno de esos galeones españoles de antaño, destinados a transportar a la madre patria las gemas y los metales preciosos de Méjico. Y a Robinsón le parecía que el fondo del navío que podía verse ahora, cada vez que el mar se hundía por debajo de la línea de flotación, era, en efecto, de color dorado. Tenía un gran pavés y en la punta del elevado mástil galleaba un gallardete bífico, amarillo y negro. Robinsón, a medida que se aproximaba, podía distinguir una reluciente multitud sobre el puente, en el castillo de proa y hasta en la cubierta. Parecía que una tumultuosa fiesta desplegaba toda su pompa. La música provenía de una orquestina de cuerda y de un coro de niños vestidos de blanco que estaban agrupados en el alcázar. Las parejas danzaban con nobleza, rodeando una mesa cubierta con vajillas de oro y de cristal. Nadie parecía ver al náufrago y ni siquiera miraban hacia la orilla, que se encontraba ya a menos de un cable de distancia y que el navío bordeaba en aquel momento tras haber virado. Robinsón le seguía corriendo por la playa. Aullaba, agitaba los brazos, se detenía para recoger guijarros que arrojaba hacia ellos. Cayó, se levantó, volvió a caer. El galeón llegaba en ese instante a la altura de las primeras dunas. Robinsón iba a verse detenido por las lagunas que prolongaban la playa. Se arrojó al agua y con todas sus fuerzas nadó en dirección al navío, del que ya no podía ver más que la redondeada masa del castillo de popa, cubierta de brocados. Una joven estaba reclinada en una de las portas abiertas en el saledizo. Robinsón veía su rostro con una claridad alucinante. Muy joven, muy tierna, muy vulnerable, parecía atormentada ya, pero iluminada, sin embargo, por una sonrisa pálida, escéptica y abandonada. Robinsón conocía a aquella niña. Estaba seguro. Pero ¿quién era? Abrió la boca para llamarla. El agua salada invadió su garganta. Le envolvió un crepúsculo glauco en el que aún tuvo tiempo para ver el rostro gesticulante de una raya que huía hacia atrás.
Una columna de llamas le sacó de su atontamiento. ¡Qué frío tenía! ¿Podría ser que el mar le hubiera arrojado por segunda vez a la misma playa? Allá arriba, sobre el acantilado de Occidente, el eucalipto llameaba como una antorcha en la noche. Robinsón se dirigió titubeando hacia aquella fuente de luz y calor.
De modo que aquella señal que debía barrer el océano y alertar al resto de la humanidad no había logrado atraer más que a él mismo, solamente a él, ¡burla suprema!