Pasó la noche acurrucado entre las hierbas con el rostro vuelto hacia la caverna incandescente, recorrida por reflejos fulgurantes que se abría en la base del árbol y, cuando su calor disminuía, se iba acercando a la hoguera. Fue ya con las primeras luces del alba cuando logró dar un nombre -en realidad un nombre propio- a la joven del galeón. Era Lucy, su hermana pequeña, muerta adolescente hacía ya dos lustros. De este modo no podía dudar ya que aquel navío de otro siglo era sólo producto de su imaginación enferma.
Se levantó y contempló el mar. Aquella llanura metálica, claveteada ya por los primeros dardos del sol, había sido su tentación, su trampa, su opio. Poco había faltado para que, tras haberle envilecido, le entregara después a las tinieblas de la demencia. Era preciso, bajo peligro de muerte, recuperar fuerzas para sustraerse a él. La isla estaba a sus espaldas, inmensa y virgen, llena de promesas limitadas y de lecciones austeras. Él volvería a tomar las riendas de su destino. Consumaría, sin soñar más, las nupcias con su implacable esposa: la soledad.
Dando la espalda a la inmensa superficie, se sumergió en los detritos sembrados de cardos plateados que conducían al centro de la isla.
Capítulo III
Robinsón dedicó las semanas siguientes a la exploración metódica de la isla y a efectuar un censo de sus recursos. Puso nombre a los vegetales comestibles, a los animales que podían serle de alguna ayuda, a los manantiales, a los refugios naturales. Por suerte, los restos del Virginia no habían sucumbido completamente a la violenta intemperie de los meses precedentes, aunque trozos enteros del casco y del puente habían desaparecido. El cuerpo del capitán y el del marinero habían sido también arrastrados -cosa de la que se felicitó Robinsón, no sin experimentar al mismo tiempo vivos remordimientos de conciencia. Les había prometido una tumba y se hallaba en paz para preparar un cenotafio-. Estableció su depósito general en la gruta que se abría en el macizo rocoso del centro de la isla. Transportó hasta allí todo lo que pudo arrancar de los restos del barco naufragado y no despreció ninguna cosa que pudiera ser transportable, porque hasta los objetos menos utilizables guardaban ante sus ojos el valor de reliquias de la comunidad humana de la que había sido exiliado. Tras haber colocado los cuarenta barriles de pólvora negra en lo más profundo de la gruta, colocó allí tres cofres con vestidos, cinco sacos de cereales, dos cestos de vajilla y cubertería, varios cuencos con objetos de todo tipo -bujías, espuelas, joyas, lentes, gafas, cortaplumas, cartas marinas, espejos, dados, bastones, etc.-, diversos recipientes para líquidos, un arcón con aparejos -maromas, poleas, fanales, pasadores, sedales, flotadores, etc.- y, por último, un cofre con piezas de oro y monedas de plata y cobre. Los libros que encontró esparcidos por los camarotes habían sido hasta tal punto estropeados por el agua del mar y las lluvias que el texto impreso se había borrado; pero se dio cuenta de que si dejaba secar aquellas páginas blancas al sol, podría utilizarlas para escribir su diario, si encontraba además un líquido que pudiera servirle de tinta. Ese líquido le fue proporcionado casualmente por un pez que pululaba entonces en la orilla del acantilado de levante. El pez globo, temido por su mandíbula potente y dentellada y por los dardos urticantes que erizan su cuerpo en caso de alerta, tiene la curiosa facultad de hincharse a voluntad con aire y agua hasta hacerse redondo como una bola. El aire que absorbe se acumula en su vientre y entonces nada de espaldas sin que, por otra parte, parezca hallarse incómodo en esa sorprendente postura. Removiendo con un bastón sobre uno de esos peces arrojados a la arena, Robinsón pudo observar que todo lo que entraba en contacto con su vientre fofo o distendido tomaba un color rojo carmín extraordinariamente persistente. Después de haber pescado una gran cantidad de aquellos peces, cuya carne, delicada y firme como la del pollo, saboreaba, exprimió en un paño la materia fibrosa que segregaban los poros de su vientre y recogió de este modo un tinte de olor fétido, pero de un rojo admirable. Se dedicó entonces a tallar convenientemente una pluma de buitre y creyó llorar de alegría al trazar sus primeras palabras sobre una hoja de papel. Le parecía de pronto que medio se había arrancado del abismo de bestialidad en que había caído y le parecía también que volvía a entrar en el mundo del espíritu mediante este acto sagrado: escribir. Desde entonces abrió casi a diario su log-book para consignar en él no los acontecimientos pequeños o grandes de su vida material -no había motivo para tomarlos en cuenta-, sino sus meditaciones, la evolución de su vida interior o incluso los recuerdos que volvían de su pasado y las reflexiones que aquéllos le inspiraban.
Una era nueva comenzaba para él -o más exactamente, comenzaba su verdadera vida en la isla después de la etapa de debilidad que ahora le producía vergüenza y se esforzaba por olvidar-. Por eso, cuando se decidió al fin a inaugurar un calendario, le importaba poco que le resultara imposible evaluar el tiempo que había transcurrido desde el naufragio del Virginia. El naufragio había tenido lugar el día 30 de septiembre de 1759 hacia las dos de la madrugada. Entre aquella fecha y el primer día en que él marcó una muesca en un poste de pino seco se inscribía una duración indeterminada, indefinible, llena de tinieblas y de lágrimas, de tal modo que Robinsón se hallaba apartado del calendario de los hombres como estaba separado de ellos por las aguas y reducido a vivir en un islote de tiempo, como en una isla en medio del espacio.
Dedicó varios días a trazar un mapa de la isla que fue completando y enriqueciendo después, como resultado y a medida de sus exploraciones. Se dedicó al fin a rebautizar a aquella tierra a la que el primer día había enturbiado con aquel nombre duro como el oprobio: «isla de la Desolación». Al leer la Biblia se había sorprendido ante la admirable paradoja según la cual para la religión es la desesperación el peor de los pecados, mientras que la esperanza es una de las tres virtudes teologales, y por ello tomó la decisión de que la isla se llamaría a partir de aquel instante Speranza, nombre melodioso y alegre que además evocaba el recuerdo muy mundano de una ardiente italiana a la que había conocido antaño cuando era estudiante en la Universidad de York. La sencillez y profundidad de su devoción se adaptaba a aquellas asociaciones que un espíritu más superficial habría considerado blasfemas. Por otra parte tenía la sensación, cuando miraba de un determinado modo el mapa de la isla, que había dibujado aproximadamente, de que podía representar el perfil de un cuerpo femenino sin cabeza; una mujer, sí, sentada, con las piernas dobladas bajo su propio cuerpo, en una actitud en la que resultaba difícil separar lo que había de sumisión, de miedo o de simple abandono. Le vino esta idea y luego le abandonó. Volvería sobre ella.
El examen de los sacos de arroz, trigo, cebada y maíz que había salvado del Virginia le causó una pesada decepción. Los ratones y los gorgojos habían devorado una parte de la que no quedaba más que una masa mezclada con excrementos. La otra parte había sido estropeada por el agua de la lluvia y del mar y atacada por el moho. Una limpia exhaustiva, realizada grano a grano, le permitió salvar, además del arroz -intacto pero imposible de cultivar- diez galones de trigo, seis galones de cebada y cuatro galones de maíz. Se prohibió a sí mismo consumir la menor porción del trigo. Quería sembrarlo, porque concedía un valor infinito al pan, símbolo de vida, único alimento citado en el Pater, como se lo concedía a todo aquello que podía aún vincularle con la comunidad humana. Le parecía, además, que aquel pan que le daría la tierra de Speranza sería la prueba tangible de que ella le había adoptado, como él a su vez había adoptado a aquella isla sin nombre a donde le arrojó el azar.