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– No sé qué voy a hacer sin ella -dije-. Quizá podría usted convencerla para que cambie de opinión y se quede conmigo. Estoy seguro de que deben de necesitar el dinero. Las parejas jóvenes siempre necesitan dinero cuando se casan.

Herr Lehman sacudió la cabeza.

– Me temo que Johannes y su nacionalsocialismo piensan que sólo hay una clase de trabajo para el que las mujeres están capacitadas, y es el que tienen que hacer al cabo de nueve meses. -Encendió su pipa y dio unas chupadas filosóficamente-. De cualquier modo, supongo que van a solicitar uno de esos préstamos matrimoniales del Reich, y eso impediría que ella trabajara, ¿no?

– Sí, supongo que tiene razón -dije, y me tragué el Klares.

Por su cara vi que nunca había pensado que yo fuera un borracho, así que le dije:

– No deje que esto le engañe, Herr Lehman. Sólo lo uso para hacer enjuagues; lo que pasa es que soy demasiado perezoso para escupirlo.

Soltó una risita al oírme, me dio un par de palmadas en la espalda y pidió dos largas. Las bebimos y le pregunté dónde iba la pareja para su luna de miel.

– Al Rin -dijo-, a Wiesbaden. Frau Lehman y yo fuimos a Königstein para la nuestra. Es un sitio muy bonito. Pero él no hace mucho que ha vuelto, y luego se marcha a hacer un viaje de «La Fuerza por la Alegría», por cortesía del Servicio Laboral del Reich.

– ¡Oh! ¿Adonde?

– Al Mediterráneo.

– ¿Usted se lo cree?

El viejo torció el gesto.

– No -dijo en tono grave-. No se lo he dicho a Dagmarr, pero calculo que se va a España…

– Y a la guerra.

– Y a la guerra, sí. Mussolini ha ayudado a Franco, así que Hitler no va a perderse la diversión, ¿verdad? Noestará contento hasta que nos haya metido en otra maldita guerra.

Después de eso bebimos un poco más, y más tarde me encontré bailando con una bonita compradora de medias de los almacenes Grunfeld. Se llamaba Carola y la convencí para irnos juntos, así que fuimos a despedirnos de Dagmarr y Buerckel y desearles buena suerte. Fue algo extraño, pensé, que Buerckel escogiera aquel momento para referirse a mi historial de guerra.

– Dagmarr me ha dicho que estuvo en el frente turco.

Me pregunté si no estaría un poco preocupado por tener que ir a España.

– Y que ganó la Cruz de Hierro -añadió.

– Sólo la de segunda clase -dije encogiéndome de hombros. Así que era eso, pensé, el aviador estaba sediento de gloria.

– No importa -dijo-. Una Cruz de Hierro. La del Führer también fue de segunda clase.

– Bueno, no puedo hablar por él, pero según mis propios recuerdos, bastaba que un soldado fuera honrado – honrado por comparación- y sirviera en el frente, y resultaba bastante fácil conseguir una de segunda clase. ¿Sabes?, la mayoría de las medallas de primera clase se las daban a los hombres que estaban ya en los cementerios. A mí me dieron mi Cruz de Hierro por no meterme en problemas. -Me iba entusiasmando con el tema-. ¿Quién sabe?, si todo va bien, puede que tú también consigas una. Luciría mucho en esa guerrera tan estupenda.

Los músculos de la enjuta cara de Buerckel se tensaron. Se inclinó hacia mí y le llegó el olor de mi aliento.

– Está bebido.

– Sí -dije. Poco seguro sobre mis pies, me di media vuelta-. Adiós, hombre. [1]

2

Era tarde, más de la una, cuando cogí el coche para volver a mi piso en la Trautenaustrasse, que está en Wilmersdorf, un barrio modesto, pero mucho mejor que Wedding, el distrito de Berlín en el que me crié. La calle va hacia el noroeste desde la Güntzelstrasse y más allá de la Nikolsburger Platz, donde hay una especie de fuente paisajística en medio de la plaza. Yo vivía, bastante cómodamente, en el otro extremo, el de la Prager Platz.

Avergonzado por haberme burlado de Buerckel delante de Dagmarr y por las libertades que me había tomado con Carola, la compradora de medias, en el Tiergarten, cerca del estanque de los peces, me quedé sentado dentro del coche fumando un cigarrillo pensativamente. Tenía que admitir que la boda de Dagmarr me había afectado más de lo que yo habría esperado. Comprendía que no ganaba nada con amargarme pensando en ello. No creía que pudiera olvidarla, pero podía apostar sin miedo a perder a que encontraría un montón de maneras para dejar de pensar en ella.

Fue sólo después de salir del coche cuando vi el gran Mercedes descapotable de color azul oscuro, aparcado unos veinte metros calle abajo, y a los dos hombres apoyados en él, esperando a alguien. Me preparé cuando uno de los dos tiró el cigarrillo y se dirigió rápidamente hacia mí. Cuando estuvo más cerca vi que iba demasiado bien vestido para ser de la Gestapo y que el otro llevaba uniforme de chófer, aunque con su musculatura de levantador de pesos de un teatro de variedades habría parecido mucho más cómodo dentro de unas mallas de piel de leopardo. Su presencia, que distaba mucho de ser discreta, le daba al hombre bien vestido y más joven una evidente confianza.

– ¿Herr Gunther? ¿Es usted Herr Gunther?

Se detuvo delante de mí y yo le lancé mi mirada más dura, de la clase que hace parpadear a un oso. No me gusta la gente que me aborda frente a mi casa a la una de la madrugada.

– Soy su hermano. Él está fuera de la ciudad.

El hombre sonrió. No se lo había tragado.

– ¿Herr Gunther, el investigador privado? A mi patrón le gustaría hablar con usted. -Señaló el Mercedes-. Está esperando en el coche. He hablado con la portera y me ha dicho que esperaba que volviera esta noche. Eso fue hacetres horas, así que, como puede ver, llevamos esperando bastante rato. De verdad, es muy urgente.

Levanté el brazo y lancé una ojeada al reloj.

– Amigo, son las dos menos veinte de la madrugada, así que, cualquier cosa que venda, no me interesa. Estoy cansado y borracho y quiero irme a la cama. Tengo un despacho en la Alexanderplatz, o sea que hágame un favor y déjelo para mañana.

El hombre, un tipo agradable, con una cara de aspecto lozano y una flor en el ojal, me cerró el paso.

– No puede esperar hasta mañana -dijo con una sonrisa encantadora-; por favor, hable con él, sólo un minuto, se lo ruego.

– ¿Que hable con quién? -murmuré mirando hacia el coche.

– Aquí tiene su tarjeta.

Me la dio y yo me quedé mirándola fijamente con un aire estúpido, como si fuera un boleto de una tómbola. Él se inclinó y me la leyó, mirándola al revés.

– Doctor Fritz Schemm. Abogado alemán, de Schemm and Schellenberg, Unter den Linden, número 67. Es una buena dirección.

– No me cabe duda -dije-. Pero un abogado en medio de la calle y a estas horas de la noche y, además, de una firma tan prestigiosa… No pensará que creo en las hadas.

Pero, de cualquier modo, lo seguí hasta el coche. El chófer me abrió la puerta. Con un pie en el estribo, eché una ojeada al interior. Un hombre que olía a colonia se inclinó hacia delante, aunque sus rasgos quedaban ocultos en la oscuridad, y cuando habló, su voz era fría y poco hospitalaria, como alguien con estreñimiento.

– ¿Es usted Gunther, el detective?

– Exacto -dije-, y usted debe de ser… -fingí leer su tarjeta- el doctor Fritz Schemm, abogado alemán.

Pronuncié «alemán» con un énfasis deliberadamente sarcástico. Siempre he odiado esa palabra en las tarjetas y en los letreros por lo que sugiere de respetabilidad social; y todavía más ahora cuando -por lo menos, en lo que se refiere a los abogados- es algo redundante, ya que a los judíos se les prohibe la práctica de la abogacía. Yo no me describiría como «investigador privado alemán» más de lo que me llamaría «investigador privado luterano» o «investigador privado antisocial» o «investigador privado viudo», aunque sea, o haya sido en algún momento, todas estas cosas (ahora no se me ve mucho por la iglesia). Es verdad que muchos de mis clientes son judíos. Trabajar para ellos es muy rentable (pagan a tocateja), y siempre se trata de lo mismo: personas desaparecidas. Los resultados son también casi siempre los mismos: un cuerpo arrojado al canal Landwehr por cortesía de la Gestapo o de las SA; un suicidio solitario en una barca en el Wansee, o un nombre en una lista policial de condenados enviados a un KZ, un campo de concentración. Así que aquel abogado, aquel abogado alemán, me cayó mal desde el principio.