Выбрать главу

– Veamos, Herr Gunther -dijo Six cuando la puerta se hubo cerrado. Hablaba sujetando el Black Wisdom en la comisura de los labios, de tal forma que parecía un voceador de feria y sonaba como un niño con un trozo de caramelo en la boca-. Tengo que disculparme por traerle aquí a esta hora tan intempestiva, pero soy un hombre muy ocupado. Y, lo que es más importante, tiene que comprender que también soy una persona muy reservada.

– Pese a todo, Herr Six -dije-, he oído hablar de usted.

– Es muy probable. En mi posición tengo que ser el patrón de muchas causas y el mecenas de muchas obras benéficas, ya sabe de qué estoy hablando. La riqueza tiene sus obligaciones.

«Y también un retrete en el exterior», pensé. Anticipando lo que iba a venir, bostecé interiormente. Pero dije:

– No me cabe la menor duda. -Fingí tanta comprensión que le hice vacilar un momento antes de continuar con las manidas frases que he oído tantas veces. «Es necesaria la discreción» y «No quiero involucrar a las autoridades en mis asuntos» y «Garantías de una absoluta discreción», etc., etc. Es lo que pasa con mi trabajo. Todo el mundo te dice cómo tienes que llevar su caso, casi como si no confiaran en ti, como si tuvieras que elevar tus principios a fin de trabajar para ellos.

– Si pudiera ganarme mejor la vida como investigador no tan privado, lo hubiera probado hace mucho tiempo -le dije-. Pero en mi trabajo, ser un bocazas es malo para el negocio. Se correría la voz y una o dos compañías aseguradoras y varios bufetes de abogados de reconocido prestigio, que se cuentan entre mis clientes habituales, se irían a otra parte. Mire, sé que ha comprobado mi reputación, así que vayamos al asunto, ¿no le parece?

Lo interesante de los ricos es que les gusta que les digan las cosas sin tapujos. Lo confunden con la sinceridad.Six cabeceó, con gesto de aprobación.

En ese momento, el mayordomo entró en la sala, deslizándose tan suavemente como un neumático sobre un suelo encerado, y oliendo ligeramente a sudor y a algo especioso, sirvió el café, el agua y el brandy de su amo, con la mirada inexpresiva de alguien que se cambia los tapones de los oídos seis veces al día. Tomé un sorbo de café y pensé que podría haberle dicho a Six que mi abuela nonagenaria se había fugado con el Führer, y el mayordomo habría continuado sirviendo las bebidas sin que se le moviera ni un pelo. Juro que apenas me enteré cuando salió de la habitación.

– La fotografía que usted estaba mirando fue tomada hace muy pocos años, cuando mi hija se graduó. Después trabajó como maestra en la escuela primaria Arndt en Berlin-Dahlem.

Saqué una pluma y me preparé para tomar notas en el reverso de la invitación de boda de Dagmarr.

– No -dijo él-. No tome notas, limítese a escuchar. Al final de esta reunión Herr Schemm le proporcionará una carpeta con toda la información.

»De hecho, era una maestra bastante buena, aunque para ser sincero tengo que decirle que yo habría preferido que hiciera otra cosa con su vida. Grete (sí, había olvidado decirle su nombre), Grete tenía una voz maravillosa para el canto, y yo quería que se dedicara a cantar como profesional. Pero en 1930 se casó con un abogado joven destinado en el Tribunal Provincial de Berlín. Se llamaba Paul Pfarr.

– ¿Se llamaba? -dije.

Mi interrupción hizo que volviera a suspirar profundamente.

– Sí. Tendría que haberlo mencionado. Me temo que él también ha muerto.

– Dos asesinatos, entonces -dije.

– Sí -respondió incómodo-. Dos asesinatos.

Sacó la cartera, y de ella una fotografía.

– La tomaron el día de la boda.

No se podía deducir mucho de la foto, salvo que, como en la mayoría de las recepciones de boda de la buena sociedad, se había celebrado en el hotel Adlon. Reconocí la característica pagoda de la Fuente Susurrante, y los elefantes esculpidos del Jardín Goethe del Adlon. Disimulé un bostezo de verdad. No era una fotografíaespecialmente buena, y ya había tenido bastantes bodas en un día y medio. Se la devolví.

– Guapa pareja -dije encendiendo otro Muratti.

El puro negro de Six descansaba abandonado y sin humear en el redondo cenicero de bronce.

– Grete siguió enseñando hasta 1934, cuando, como muchas otras mujeres, perdió su empleo, una víctima más de la discriminación general del gobierno contra las mujeres que trabajan, dentro de su campaña por crear empleo. Entretanto, Paul consiguió trabajo en el Ministerio del Interior. Poco después murió mi primera esposa, Lisa, y Grete tuvo una fuerte depresión. Empezó a beber y a salir hasta altas horas de la noche. Pero hace sólo unas pocas semanas parecía que había vuelto a ser ella misma. -Six miró su brandy, taciturno, y luego se lo bebió de un trago-. Sin embargo, hace tres noches, Paul y Grete murieron en un incendio en su casa de Lichterfelde-Ost. Pero antes de que la casa se incendiara les dispararon, varias veces a cada uno, y desvalijaron la caja fuerte.

– ¿Alguna idea de qué había en la caja?

– Les dije a los de la Kripo que no tenía ni idea de lo que contenía.

Leyendo entre líneas dije:

– Lo cual no era del todo cierto, ¿verdad?

– No tengo ni idea de la mayoría del contenido de la caja. Pero había una cosa que sí sabía y de la que no les informé.

– ¿Y por qué lo hizo, Herr Six?

– Porque prefiero que no lo sepan.

– ¿Y yo?

– El artículo en cuestión le ofrece una oportunidad excelente de seguir la pista del asesino, yendo por delante de la policía.

– ¿Y entonces qué?

Esperaba que no estuviera pensando en alguna pequeña ejecución privada, porque no me apetecía tener que vérmelas con mi conciencia, especialmente cuando había un montón de dinero de por medio.

– Antes de entregar al asesino a manos de las autoridades, recuperará usted mi propiedad. No tienen que poner las manos en ella bajo ningún concepto.

– ¿De qué estamos hablando exactamente?

Six juntó las manos pensativamente, luego las separó de nuevo y se rodeó con los brazos como si llevara un chal de fiesta. Me miró inquisitivamente.

– Por supuesto, es confidencial -dije en tono grave.

– Joyas. Verá, Herr Gunther, mi hija murió sin hacer testamento, y sin testamento todo lo suyo pasa a serpropiedad de su marido. Y Paul sí que hizo testamento, dejándoselo todo al Reich. ¿Puede creerse tamaña estupidez, Herr Gunther? -dijo sacudiendo la cabeza-. Se lo dejó todo. Todo. Apenas se puede dar crédito a algo así.

– Es que era un patriota.

Six no percibió la ironía que había en mi comentario. Soltando un resoplido dijo:

– Mi querido Herr Gunther, era un nacionalsocialista. Esa gente cree que son los primeros que han amado alguna vez a su madre patria. -Sonrió sin ganas-. Amo a mi país. Y no hay nadie que le dé más que yo. Pero, sencillamente, no puedo aguantar la idea de que el Reich se enriquezca aún más a mis expensas. ¿Me comprende?

– Me parece que sí.

– Y no es sólo eso; además las joyas eran de la madre de Grete, así que aparte de su valor intrínseco, que puedo asegurarle que es considerable, también tienen un valor sentimental.

– ¿Cuánto valen?

Schemm volvió a la vida para ofrecer algunos datos y cifras.

– Me parece que en eso puedo ayudarle, Herr Six -dijo rebuscando en una cartera que descansaba a sus pies y sacando una carpeta color búfalo que dejó en la alfombra, entre los dos sofás-. Aquí tengo las últimas valoraciones de la compañía de seguros, así como algunas fotografías. -Seleccionó una hoja de papel y leyó la cifra final sin más expresión que si estuviera leyendo el total de lo que le pagaba mensualmente por el periódico-. Setecientos cincuenta mil Reichsmarks.

Solté un silbido involuntario. A Schemm se le crispó el rostro al oírlo y me pasó unas fotos. Yo había visto piedras más grandes, pero sólo en las fotografías de las pirámides. Six lo relevó para ofrecerme una descripción de su historia.