– Buenos días -dije, pero el mayordomo estaba allí con sus pasos de gato para distraerla de mi presencia y ayudarla a quitarse el abrigo.
– Farraj, ¿dónde está mi marido?
– Herr Six está en la biblioteca, señora.
Mis ojos azules se me salieron de las órbitas al oír aquello, y noté que la boca se me abría aún más. Que esa diosa estuviera casada con el gnomo sentado en el estudio era la clase de cosa que refuerza la fe de uno en el dinero. La miré mientras se dirigía hacia la puerta de la biblioteca que quedaba detrás de mí. Frau Six -no podía creérmelo- era alta y rubia, y con un aspecto tan saludable como la cuenta bancaria de su marido en Suiza. Había un mohín enfurruñado en sus labios, y por mis conocimientos de la ciencia de la fisonomía supe que estaba acostumbrada a salirse con la suya: en metálico. Unos pendientes de brillantes relucían en sus orejas perfectas y, al acercarse, el aire se llenó del perfume de la colonia 4711. Justo cuando pensaba que iba a ignorarme, lanzó una mirada en mi dirección y dijo fríamente:
– Buenas noches, quienquiera que sea.
Luego la biblioteca se la tragó entera, antes de que yo tuviera la oportunidad de hacer lo mismo. Recogí la lengua que se me había quedado colgando y volví a metérmela en la boca. Miré el reloj. Eran las tres y media. Ulrich volvió a aparecer.
– No me extraña que él trasnoche -dije, y salí por la puerta siguiendo al chófer.
3
La mañana siguiente estaba gris y húmeda. Me desperté con un sabor a bragas de puta en la boca, bebí una taza de café y hojeé el Berliner Borsenzeitung, que me resultó aún más difícil de leer que de costumbre, con frases tan largas y tan difíciles e incomprensibles como un discurso de Hess.
Al cabo de menos de una hora, afeitado y vestido y llevando mi bolsa para la lavandería, estaba en la Alexanderplatz, el principal centro de tráfico del este de Berlín. Viniendo desde la Neue Köningstrasse, la plaza está flanqueada por dos grandes bloques de oficinas: la Berolina Haus, a la derecha, y la Alexander Haus, a la izquierda, donde yo tenía mi despacho, en el cuarto piso. Antes de subir, dejé la colada en la lavandería de la planta baja del Adler.
Mientras esperaba el ascensor, era difícil dejar de ver el pequeño tablero situado inmediatamente al lado, donde se exhibía una petición para contribuir al Fondo Madre e Hijo, una exhortación del partido para ir a ver una película antisemita y una inspiradora fotografía del Führer. El tablero era responsabilidad del portero de la finca, Herr Gruber, un hombre pequeño y furtivo, con aspecto de enterrador. No sólo es el responsable de la defensa aérea del bloque, con poderes policiales (por cortesía de la Orpo, la policía uniformada), es también un informador de la Gestapo. Hacía tiempo que yo había decidido que sería malo para el negocio caerle mal y, por eso, y al igual que los demás residentes de la Alexander Haus, le daba tres marcos a la semana, suma que se supone que cubre mis aportaciones a cualquier nuevo plan para recaudar dinero que el DAF, el Frente Alemán del Trabajo, se haya inventado.
Maldije la escasa rapidez del ascensor al ver cómo se abría la puerta de Gruber justo lo suficiente como para que su cara de comadreja echara una ojeada pasillo abajo.
– Ah, Herr Gunther, es usted -dijo, saliendo de su guarida. Fue avanzando hacia mí como un cangrejo con una grave dolencia de callos.
– Buenos días, Herr Gruber -dije, evitando mirarlo a la cara.
Había algo en ella que me recordaba el retrato de Nosferatu que Max Sckreck había hecho para el cine, un efectoque se veía aumentado cuando se frotaba las esqueléticas manos, con un movimiento que recordaba al de un roedor.
– Vino una joven a verlo -dijo-. La envié arriba. Espero haber hecho bien, Herr Gunther.
– Sí.
– Es decir, si es que sigue allí -dijo él-. Hace por lo menos media hora. Como sabía que Fraulein Lehmann ya no trabajaba para usted, le tuve que decir que no sabía cuándo aparecería usted, con ese horario tan irregular que tiene.
Con gran alivio por mi parte, llegó el ascensor, abrí la puerta y entré.
– Gracias, Herr Gruber -dije, y cerré la puerta.
– ¡Heil Hitler! -dijo él.
El ascensor empezó a subir y yo grité:
– ¡Heil Hitler!
No puedes olvidarte del saludo a Hitler con alguien como Gruber. No vale la pena. Pero un día tendré que sacarle la mierda a tortas a esa comadreja, sólo por el placer de hacerlo.
Comparto el cuarto piso con un dentista «alemán», un agente de seguros «alemán» y una agencia de empleo «alemana». Esta última es la que me había proporcionado la secretaria eventual que suponía era la mujer que me estaba aguardando sentada en la sala de espera. Mientras salía del ascensor pensaba que ojalá no fuera más fea que la misma guerra. No esperaba ni por un segundo que fuera a ser alguien suculento, pero tampoco estaba dispuesto a aceptar a una serpiente cobra.
– ¿Herr Gunther?
Se puso de pie y le eché una buena mirada. Bueno, no era tan joven como me había hecho creer Gruber (le hice unos cuarenta y cinco años), pero no estaba mal. Un poco cálida y hogareña (tenía un trasero voluminoso), pero resulta que a mí me gustan así. Tenía el pelo rojo, con toques de gris en las sienes y en la coronilla, y lo llevaba recogido en un moño. Vestía un sencillo traje de paño gris, una blusa con cuello blanco y un sombrero negro con un ala estilo bretón doblada hacia arriba, todo alrededor de la cabeza.
– Buenos días -dije tan amablemente como pude, venciendo al gato salvaje de mi resaca-. Usted debe de ser misecretaria temporal.
Ya era una suerte conseguir una mujer, y ésta tenía un aspecto bastante aceptable.
– Frau Protze -declaró, y me estrechó la mano-. Soy viuda.
– Lo siento -dije abriendo la puerta de la oficina-. ¿De qué parte de Baviera es? -El acento era inconfundible.
– Ratisbona.
– Bonita ciudad.
– Si dice eso es que ha encontrado un tesoro escondido allí.
Además tenía sentido del humor, pensé, y eso estaba bien; necesitaría sentido del humor para trabajar conmigo.
Le conté todo sobre mi trabajo. Dijo que sonaba emocionante. La acompañé al cubículo contiguo donde iba a sentar aquel trasero suyo.
– En realidad, no está tan mal si deja la puerta de la sala de espera abierta -le expliqué. Luego le enseñé el lavabo al final del corredor y me disculpé por los fragmentos de jabón y las toallas sucias-. Pago setenta y cinco marcos al mes y me dan esta basura. Maldita sea, voy a quejarme a ese cabrón de propietario.
Pero en el momento mismo de decirlo sabía que nunca lo haría.
De vuelta a la oficina abrí mi agenda y vi que la única cita del día era Frau Heine, a las once.
– Tengo una visita dentro de veinte minutos -dije-. Una mujer que quiere saber si he conseguido encontrar a su hijo desaparecido. Es un submarino judío.
– ¿Un qué?
– Un judío escondido.
– ¿Qué hizo para tener que esconderse? -preguntó.
– ¿Quiere decir además de ser judío?
Era fácil ver que había llevado una vida retirada, incluso para alguien de Ratisbona, y parecía una vergüenza exponer a la pobre mujer a la visión, potencialmente angustiosa, del culo maloliente de su país. Con todo, era toda una adulta, y yo no tenía tiempo para preocuparme de eso.
– Sólo ayudó a un viejo al que estaban dando una paliza unos matones…
– Pero, si estaba ayudando a un anciano…
– Ah, pero el viejo era judío -expliqué-. Y los dos matones pertenecían a las SA. Es curioso cómo eso lo cambia todo, ¿no? Su madre me pidió que averiguara si todavía estaba vivo y en libertad. Verá, cuando un hombre es arrestado y le cortan la cabeza o lo envían a un KZ, las autoridades no siempre se molestan en informar a la familia. Hay un montón de PD -personas desaparecidas- de familias judías estos días. Una gran parte de mi trabajo es tratar de encontrarlas.