Era como si cayese por un pozo insondable.
Como si se precipitara por un túnel vertical.
El velocímetro de marcas rojas señaló 80, 90, 95… Y eso en una carretera serpenteante donde los 60 kilómetros eran ya excesivos.
¡Pum!
¡Pum, pum!
¿Por qué? ¿Quiénes serían esos sacerdotes alucinados?
Al fin, dos palabras increíbles tomaron forma en la mente enfebrecida del padre Eduardo Rosetti. Una idea imposible. Un horroroso concepto medieval que no podía materializarse en pleno siglo xx.
Asesinos endemoniados, pensó el padre Rosetti. Entonces voy a morir. ¿Quién se ocupará de encontrar y proteger a la virgen?
Acto seguido, ambas motocicletas atacaron a su coche por el costado derecho exclusivamente. Intentaron despeñarlo por el peñascoso precipicio de la carretera de montaña. Muerte instantánea.
MI padre Rosetti se esforzó por apretar el freno.
¡Pum! Después un sonido nuevo, como si algo desgarrara el fondo del coche.
Las dos motocicletas golpearon casi simultáneamente su costado derecho. El pequeño «Ford» se apartó del carril izquierdo en la angosta carretera. Rosetti no vio más que la negrura del firmamento y el brillo blanquecino de las estrellas frente a él.
Milagrosamente el vehículo alquilado se aferró a la cuneta. Esta vez no hubo despeñamiento. El velocímetro osciló en los 100 kilómetros. Los neumáticos chirriaron sin cesar.
¡Ah, Dios mío, siento de todo corazón haberte ofendido! -rezó el padre Rosetti -. ¡Protege a esa niña! ¡Os lo suplico, buen Padre!
Repentinamente, el sacerdote italiano apagó los faros, aferró el volante haciéndole girar hacia la derecha todo lo posible y al propio tiempo apretó cuanto pudo el pedal del freno. Por fin, su velocidad empezó a disminuir.
Cuando las dos motocicletas le pasaron raudas, el padre Rosetti aceleró otra vez.
Entonces, cuando giraba el volante hacia el extremo izquierdo, barrió a las motocicletas trazando un ángulo extremadamente agudo. Estupefacto, las vio saltar fuera de la carretera como juguetes. Justo lo que ellos pretendieron hacerle a él. Irreal. Enloquecedor. Las motos dieron una súbita voltereta. Ambos vehículos y sus conductores se precipitaron por el despeñadero de la sinuosa carretera.
Por fin, el padre Rosetti logró detener su coche. Con el corazón en la garganta, balbuceando incoherencias, el sacerdote descendió del automóvil.
Aún pudo presenciar los últimos e increíbles segundos del descenso de las motocicletas…, los tumbos finales y el estallido definitivo.
Sin duda, los dos sacerdotes estarán muertos, pensó el padre Rosetti sintiéndose enfermo. Empezó a musitar una plegaria. Empezó a rogar por las dos almas perdidas.
Y entonces, el padre Rosetti vio algo absolutamente increíble.
El clérigo italiano comenzó a gritar en la sombría y solitaria ladera.
Dos enormes murciélagos se elevaron despaciosos de las fulgurantes llamas de allá abajo. Emprendieron el vuelo directamente hacia el risco donde se encontraba el padre Eduardo Rosetti.
CUATRO
Los pequeños aldeanos y aldeanas de Maam Cross podían ser muy crueles, sin piedad ni remordimiento. Llamaban a Colleen Galaher, de catorce años, «la pequeña ramera de Liffey Glade». Pintaban las paredes enjalbegadas del Catholic Social Club con letreros de un rojo rabioso: ¡COLLEEN ES UNA BUSCONA!
No obstante, Colleen debía ir una vez por semana al pueblo para comprar todo cuanto necesitaban ella y su madre, una mujer inválida como consecuencia de un ataque apopléjico. Ambas conseguían vivir a duras penas con cincuenta libras justas mensuales, pensión concedida por el Estado y la Iglesia.
DONALD MAC CORMACK, FAMILY GROCER era la tercera de varias tiendas mugrientas de una sola planta en la Calle Mayor. Sobre el tejado de pizarra una chimenea expulsaba fumaradas grisáceas. En el sucio escaparate estaba expuesto el espaldar sanguinolento de una ternera.
Aquella semana, Colleen no compró vaca a Mac Cormack (ella y su madre procuraban comer carne dos veces al mes mientras fuera posible). Así pues, compró media docena de huevos, harina para hacer bizcocho y pan, arenque ahumado, patatas, leche, miel y queso de granja.
Cuando salía del establecimiento familiar sintiendo en la espalda los ojos inquisitivos de la dependienta, luchando con sus paquetes y su abultado estómago y la puerta atascada… Colleen marchó directamente por el camino de Michael Colom Sheedy.
– ¡Ah, maldita sea, dispénseme, missus! -Michael fingió una sonrisa cortés y se quitó su gorra de tweed. El muchacho de dieciséis años, estudiante de St. Ignatius Boys, apoyó ambos puños en sus nervudas caderas -. Es nuestra Colleen Galaher… con su enorme y vergonzosa panza.
La mirada de Colleen fue rápidamente de Michael a los demás elementos de su pandilla. Allí estaban, vestidos todavía con sus pantalones grises y las chaquetas azules escolares, Johno Sullivan, Pintón Cleary, Liam Mclnnie y también la amiga de Michael, Ginny Anne Drury. Todos ellos babeando frente a la confitería.
– Por favor, Michael, mi madre se encuentra muy mal hoy. Necesito regresar a casa cuanto antes.
– Ya, Colleen. Esto requerirá un minuto escaso. Sólo queremos celebrar un pequeño debate de grupo aquí.
Diciendo esto, levantó a la diminuta Colleen con todos sus paquetes de la acera y se la llevó hacia el sol poniente cuya luminosidad rojiza, bañaba los tejados de la villa.
– ¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!
El rostro de Colleen se tornó de una palidez increíble. Las lágrimas asomaron a los suaves ojos verdes. El corazón se le subió a la garganta.
– ¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!
El joven aldeano la imitó con voz estridente y burlona.
Cuando su pandilla estalló en estruendosas carcajadas, el brutal muchacho hizo pasar a Colleen por toda la línea como si fuera un saco de gatos rabiosos.
– ¡Rápido, Johno! No dejes caer la pelota.
Johno Sullivan, un gordinflón cuyo peso superaba las doscientas libras a los dieciséis años, casi dejó caer a Colleen. En el último segundo crucial la empujó hacia Liam Mclnnie, el lugarteniente de Michael, personaje adulador e imitador.
– Por favor, Liam -gritó Colleen estremeciéndose-. ¡Ginny Anne, deténlos, te lo ruego! ¡Yo no he hecho daño a nadie!¡Estoy encinta!
El pecoso muchacho granjero alzó a Colleen por encima de su cabeza con colgantes melenas rojizas. Lanzó un apellido victorioso como el de los seguidores futbolísticos del Croke Park. Los demás casi se cayeron de risa entre resonantes hurras.
– ¡Ya, ya, puta! ¡Pequeña puta Colleen! ¡No se te ocurra proponerme jamás una cita!
Entonces sucedió de forma súbita una cosa sobremanera peculiar en la desértica Calle Mayor de Maam Cross. Algo jamás visto en la antigua villa druida.
Un zorzal, entre pardusco y amarillento, lanzó un solo graznido. Luego, el pájaro planeó hasta alcanzar un costado del sudoroso rostro de Liam Mclnne. El muchacho irlandés soltó instintivamente a Colleen. Se llevó ambas manos a la cara. Se cubrió sus ojos picoteados. Prorrumpió en horribles gemidos.
– ¡Maldito jodido! -gritó Liam Mclnne-. ¡Ah, maldito jodido! ¡Mis ojos! ¡Ah, Jesús! ¡Mis ojos!
Cuando Colleen se alejaba del horripilante escenario, vio que Liam bajaba al fin las manos. El rostro del joven y fornido granjero estaba horriblemente ensangrentado. Regueros rojos y jirones de carne sonrosada se desprendían de su mejilla. El pájaro que había atacado a Liam había desaparecido. No se le veía por parte alguna.