Colleen Galaher, atónita y horrorizada, susurró una plegaria. Luego, la niña decidió que lo mejor sería abandonar cuanto antes Maam Cross.
Aquella misma noche una de las hermanas del Holy Trinity optó finalmente por hacer compañía a Colleen y su desvalida mamá.
Incluso acudió la Madre Superiora, sor Katherine Dominica.
El padre Eduardo Rosetti permaneció inmóvil en su asiento apretando los ojos a bordo de un Aer Lingus-747 surcando la noche entre Shannon y Nueva York. Siguió viendo la viscosa explosión de fuego. Las infernales motocicletas volando por los aires. Los chillones murciélagos.
Al principio, el sacerdote, mental y físicamente exhausto intentó dormir, dejar en blanco la enmarañada mente, recuperar las energías perdidas del cuerpo. Repentinamente, recordó aquel ataque misterioso en la Via di Porta Angélico de Roma. La grandiosa advertencia.
Apenas transcurrida una hora de vuelo, Rosetti encendió la lamparilla de lectura sobre su cabeza. Con manos temblorosas deshebilló el saco negro de viaje que contenía todo su trabajo sobre la investigación de la virginidad.
Los documentos y las pruebas más recientes estaban en la boca de su saco. Una deposición de diecinueve páginas sobre la entrevista con la joven Colleen Galaher en Maam Cross, la sorprendente virgen irlandesa de catorce años.
Luego seguía un paquete con datos de periódicos publicados dos o tres días antes. Recortes de The Times londinense, el Angeles Times, el Observer, el Irish Press y otros.
Rosetti sintió que el cuello se le empezaba aponer rígido. Una tensión absorbente. Dejadme reposar, por favor.
Todas las crónicas recientes sobre un drama médico estremecedor. Una pesadilla auténtica tomando cuerpo en la Costa Occidental de los Estados Unidos.
Otra faceta del mensaje barroco de Fátima; Rosetti lo supo a ciencia cierta. Una advertencia pronunciada por Nuestra Señora de los Dolores. Lo que el padre Rosetti denominó y clasificó en sus apuntes como los Signos.
Una nota que él había recortado del Observer londinense decía que un equipo de neurólogos americanos había partido precipitadamente hacia Los Angeles para instalarse en el Consejo Sanitario de California que colaboraba con el Centro Federal sobre el control de enfermedades epidémicas. La labor de los doctores había tenido por objeto el componer sin tardanza una vacuna que fuera efectiva contra un tipo nuevo y horripilante de afección gripal. Una enfermedad mortífera denominada polio veneciana había sido detectada en Venice Beach, California.
Los signos eran inequívocos. Se estaba cumpliendo la profecía.
El padre Rosetti notó que su pensamiento comenzaba a nublarse.
La aterradora advertencia de Fátima. Mantenida en secreto durante setenta años más o menos.
Los signos del Apocalipsis.
El Investigador releyó una crónica del Irish Press:
«La polio veneciana es una afección paralizadora del sistema nervioso central que parece reunir los síntomas de la polio y la esclerosis múltiple. Se la localizó primeramente en Venice Beach, al sudoeste de Los Angeles. Desde julio pasado el mortífero virus ha causado siete mil muertos a lo largo de la Costa Occidental americana, siguiendo una pauta casual, desconcertante. No parece probable una curación inmediata.»
Rosetti echó un vistazo a una columna del New York Times:
«Rastros del potente virus recién descubierto se encuentran en nariz, boca y excrementos. Cuando ataca a una víctima con toda su virulencia, la polio veneciana paraliza los brazos y piernas. En la mitad aproximada de todos los casos, la polio veneciana paraliza los músculos respiratorios y deglutidores.»
Las últimas noticias estaban en una crónica que Rosetti había recortado de la primera plana de Los Angeles Times:
LA POLIO VENECIANA ALCANZA UN NUEVO RECORD, MATANDO A 122 PERSONAS POR DÍA. Este titular resaltó bajo la luz cruda del avión. Se ha advertido una vez más a la población de Los Angeles que evite los cinematógrafos, teatros, museos, grandes almacenes y otros centros de aglomeración.
No…. ¡Por favor, Señor!
El padre Rosetti estiró el brazo y apagó la lámpara de lectura. Durante unos momentos miró absorto por la oscura ventanilla ovalada, vio su propia imagen, pálida y desvaída, sintió una fatiga y un desvalimiento indescriptibles.
Los signos…, provenientes del mundo entero…, portentos de un próximo futuro.
A una hora escasa de Nueva York, el agotado sacerdote se durmió por fin.
Bajo el húmedo y humeante asfalto de la West 43.ªStreet de Nueva York en un cavernoso sótano de dos plantas, el impresor jefe del New York Times oprimió repetidas veces un tiznado botón rojo.
Dieciocho rotativas de veinticinco toneladas empezaron a imprimir la segunda de cuatro ediciones del Times de la próxima jornada. Cada rotativa expulsaría cuarenta mil periódicos por hora, totalmente plegados y contados, listos para su envío a todos los rincones del mundo conocido.
A las 9:39 h. sonó el teléfono en el pupitre de la corresponsal Elizabeth Poner, del Times; aunque una sola vez, porque se cogió al instante el auricular. Ese pupitre estaba situado en un rincón a la derecha de la National News de prevención policial. Su proximidad al despacho de Thomas McGoey, editor del National News, denotaba la influencia que ejercía aquella mujer frágil -madre de cuatro niños -en las decisiones del editor de News.
– ¿Puede facilitarme cualquier otra prueba de lo que está diciendo? Sea lo que fuere. Sea quien fuere. Ahora tengo dos confirmaciones. Pero rne gustaría saber algo más sobre esa historia. Por favor…
Liz Porter cubrió el auricular con la mano. Intentó hablar y escuchar pese al inaguantable alboroto de correctores, teléfonos resonantes y parlanchines teletipos de United Press International y Associated Press.
– Está bien, monseñor. ¡Sí, sí! Comprendo sus problemas. Escúcheme, monseñor… Oiga lo que voy a decirle… Me propongo hablar ahora mismo con nuestro editor de noticias. Por cierto, sus antecedentes religiosos son extremadamente episcopalistas, casi católicos. El tendrá que discutir todo con el editor jefe, estoy segura. ¿Querrá permanecer usted junto al teléfono? Está bien. Sí, monseñor. Y ahora, por favor, no se aleje del teléfono. Haremos un trabajo honrado y justo sobre ese asunto. Se lo prometo. Lo haremos.
Liz Porter dejó el auricular en la horquilla y se tomó unos instantes para analizar el caso. Encendió nerviosa un cigarrillo con filtro. «Primero lo primero», masculló para sí.
Hizo una rápida llamada a Thomas Lapinsky, el contacto del Times en Boston. Le dijo que se diera un paseo hasta la Commonwealth Avenue, donde se hallaba la Oficina Archidiocesana de la Iglesia Católica.
– Claro, ahora mismo, Tom. Siento interrumpir tu partida de bridge. Siento que sea sábado por la noche. Necesito una confirmación de palabra. Este es un asunto sumamente importante. Ve a la Cancillería. Haz que monseñor John Brennan te relate otra vez toda la historia. El se muestra reacio, pero sabe que la noticia saldrá a la luz tarde o temprano. Lamento aguarte la velada, Tom. De verdad. Te juro que es una historia desorbitante. Potencialmente enorme.
Después de la llamada, Elizabeth se llevó su interconexión telefónica al despacho del editor de noticias. Cerró con sumo cuidado la puerta acristalada de McGoey. Seguidamente, Elizabeth Porter intentó explicar la increíble historia que le acababa de confirmar monseñor John Brennan, de la Oficina Archidiocesana en Boston. Una historia llegada a sus oídos mediante una extraña llamada anónima desde Newport, Rhode Island.