Выбрать главу

Cuando hubo escuchado todo el relato, el editor de ojos piturrosos y perpetuamente acosados abrió su línea directa con el editor jefe. McGoey refirió a Howard Geller la asombrosa historia que acababa de oír.

Por último, McGoey colgó el auricular y se volvió hacia Elizabeth Porter.

– Francamente, él tampoco sabe qué hacer con eso. La historia resulta interesante porque procede de la Oficina cardenalicia. El hecho es que ellos no desmienten el rumor. Quiere una copia escrita, Liz.

Elizabeth Porter asintió y regresó presurosa a su pupitre. Allí mecanografió la historia en la computadora terminal de un gris acero situada frente a ella.

Entretanto, Thomas McGoey alertó al editor cajista sobre un posible cambio de la primera página. Le dijo que no quería una transformación costosa, pero sí la reserva de un espacio en primera plana. Quince minutos después, el editor jefe llamó a McGoey. Howard Geller oprimió un botón de su computadora terminal. Ahora tenía ya delante, en la pequeña pantalla de un gris pálido, la crónica de Elizabeth Porter.

– No me gusta que ella diga inminente en su crónica. Esto parece sugerir que estamos haciendo una predicción aventurada sobre el nacimiento de ese… niño. Quiero que restes importancia a ese asunto, Tom. Procura aparentar que la historia podría representar una gran mistificación de este asunto. Lo exótico. Dile al cajista que le reserve un hueco de seiscientas palabras más o menos. Mantenla en primera página.

McGoey soltó el auricular y miró a Elizabeth Porter.

– Tienes quince minutos para refundir el texto. El aborrece el uso de la palabra inminente. Sin embargo, le encanta el resto.

A las 11:45 h. el tanteador de fieltro verde en la sala de composición del New York Times mostró que llegaban noticias adicionales para las páginas una, diecinueve y treinta y dos.

A las 11:59 el impresor jefe apretó una vez más el tiznado botón rojo de arranque.

La edición de media noche empezó a rodar.

Seiscientas mil copias destinadas a los hogares de todo el área metropolitana hacia la hora del desayuno.

A las 12:16 se compuso la plancha de la última página. Todas las monstruosas máquinas empezaron a aullar. El equipo de mantenimiento llenó y rellenó afanosamente los inmensos pozos negros que lubricaban todas las piezas movibles, comprobó el surtidor de tinta y se aseguró de que todos los papeles estaban en posición.

Junto a cada máquina se apostó un impresor y un grupo de periodistas. Cada impresor se encasquetó un gorro de papel para protegerse el pelo contra las salpicaduras de grasa y tinta. Las camisas y los antebrazos quedaron cubiertos muy pronto con tinta linotípica. En poco menos de una hora, se reintegrarían a sus familias de los Queens o Brooklyn con un aspecto más astroso que un mecánico automovilista al término de sus ocho horas. Vida inédita la de estos hombres; algunos despertarían incluso a sus mujeres para enseñarles alguna crónica en primera plana escrita a últimas horas de la noche.

El Times matutino fue surgiendo de las potentes máquinas, diez periódicos completos por segundo. Luego, los periódicos ascendieron por una cinta sin fin hasta la sala de distribución al nivel de la calle. Allí se los amontonó por medios automáticos para formar impecables paquetes encordelados y se los condujo mediante transportadores a las plataformas de carga.

Diez minutos después, el primer camión New York Times con sus rayas blancas y azules se lanzó cuesta abajo por la 43.ªStreet para repartir la última edición.

TODAS LAS NOTICIAS DIGNAS DE SER IMPRESAS, rezaba el letrero en un costado del rugiente vehículo.

Un poco después de las doce y media, Elizabeth Porter abandonó el Times llevando bajo el brazo una copia reciente del periódico

Diez minutos más tarde se dejó caer derrengada en un asiento del familiar «Cafe des Artistes», a dos manzanas de donde ella tenía su apartamento en el edificio Prasada. Abrió el periódico y le echó una ojeada bajo la tenue luz ámbar.

Elizabeth Porter releyó su comentario; luego, su crónica de primera plana:

LA IGLESIA CATÓLICA ESTUDIA RIGUROSAMENTE UN EMBARAZO VIRGINAL EN NEWPORT

– Un niño divino -masculló en el barroco y ruidoso «Cafe des Artistes» -. ¡Ah, buen Dios!

El caos se estaba desencadenando en América. Gran santidad…, gran acto pecaminoso. La esencia de selección y tentación

CINCO

EL PADRE ROSETTI

San Juan de la Cruz, en Saugerties, era un conglomerado de edificios acastillados color siena y gris en una boscosa área de 135 kilómetros al norte de Nueva York.

Mientras su vehículo traqueteaba por un sendero trillado, el padre Eduardo Rosetti se sintió impresionado; primero ante la belleza natural del paisaje, y después por la quinta secular y los cottages de arenisca en donde se alojaban los trastornados y melancólicos sacerdotes, así como los hermanos laicos de la Archidiócesis neoyorquina. Era en aquel insólito sanatorio donde Rosetti esperaba dar respuesta al interrogante vital sobre su investigación de la virgen.

Ya dentro de aquel hogar casi medieval, un monje de cabeza pelada, el hermano Thomas Brendan, condujo al visitante romano por pasillos cuyas paredes pétreas reproducían ampliamente el eco de sus voces y pisadas como si fueran pistoletazos. A lo largo del camino, el padre Rosetti vio sobre todo sacerdotes ancianos aunque también algunos sorprendentemente jóvenes.

Por último, abrió una puerta de roble oscuro. El padre Rosetti se vio de repente ante monseñor Joseph Stingley -quien fuera proscrito en 1978, aparentemente por sus radiales enseñanzas «a sangre y fuego»-su antiguo mentor y confesor en el Concilio lateranense de Roma: un erudito del Apocalipsis.

Rosetti echó una ojeada al aposento de monseñor en San Juan. Paredes cubiertas de estanterías. Junto al mayor de los dos ventanales, un lecho sin hacer y una enmarañada mesa de trabajo. Por toda la estancia se veía la colección habitual de estatuillas chinas, griegas y del Extremo Oriente.

– Edward, ¿cómo estás? -Monseñor Stingley abrazó al padre Rosetti -. El hermano Thomas me anunció tu llegada, pero no pude creerle. Dije al hermano que seguramente se había incorporado a las filas de los «santificados» en San Juan.

– He venido porque creo haber encontrado finalmente la respuesta a su antiguo interrogante acerca de san Anselmo y sus pruebas sobre la existencia de Dios.

El rostro macilento del canoso monseñor esbozó una sonrisa.

– A fuer de sincero, padre Rosetti, pongo en duda eso. No lo creo.

Ambos tomaron asiento ante la atestada mesa. Por la ventana, el Hudson semejó una tersa autopista grisácea.

Joseph Stingley habló al fin.

– Basta de dar beligerancia a los circuitos cerrados hospitalarios. Usted es ahora el principal de la Congregación de Ritos, lo comprendo. Esto impresiona mucho a un propagandista veterano del Vaticano como yo. ¿Cómo se le ocurre que yo pueda ayudarle? ¿Cuál es la causa de que el Investigador jefe visite América por vez primera desde que la Madre Seton expusiera sus estimaciones?

El padre Eduardo Rosetti miró de hito en hito los conocidos ojos de un azul acerado.

– Monseñor, yo sé que usted conoce el secreto de Fátima. El mensaje de la Virgen. La promesa… y la advertencia de la Virgen.

Joseph Stingley no respondió. Sus ojos no expresaron nada.

– Usted estuvo con Pablo VI durante la mayor parte de su dolencia. El se refirió a Fátima y usted estuvo presente. Usted lo escuchó todo, monseñor.