Una expresión displicente desfiguró el rostro de monseñor Stingley.
– ¿Por qué recurre a mí si ambos compartimos la misma información?
Sentado allí en el pequeño aposento de San Juan, el padre Rosetti rememoró vividamente el ataque paralizador en las calles romanas, las agresivas motocicletas, los chirriantes murciélagos…
– Por favor, monseñor, necesito saber cómo va a terminar esto. Mi investigación. La búsqueda de la virgen. El proceso apocalíptico.
«Deseo que me revele cuál será el desenlace… El descenso al Averno que yo he iniciado ya…
Monseñor Stingley se levantó y miró de arriba abajo la desordenada mesa y a Eduardo Rosetti. Luego, se alejó arrastrando los pies hacia una de sus atiborradas librerías. Repentinamente, se desmoronó todo su cuerpo. Sintió un intenso escalofrío.
– Para comenzar, lo peor…, la pérdida de dominio, la pérdida de voluntad, que usted experimentará. Usted comprobará que no tendrá libertad para elegir. Ninguna libertad para pensar y actuar. Esto será el comienzo. Esto es el comienzo. ¿Se imagina lo que será? ¿Perder todo control sobre la propia voluntad…?
»A renglón seguido, sentirá un decaimiento de cuerpo, mente y espíritu. Perderá toda esperanza, padre Rosetti. Y esa desesperanza corrosiva, esa abyecta sensación de impotencia y futilidad, será la más demoledora de todas las experiencias humanas concebibles. Mucho peor de lo que usted pueda suponer.
«Cuando sobrevenga esto, cuando no haya nada en su mente y alma salvo la desesperanza abismal, infausta, entonces usted sabrá que está a punto de dar el primer paso ignominioso hacia el Infierno.
Joseph Stingley se mantuvo erguido ante el ventanal de un azul deslumbrante dando la espalda al sacerdote del Vaticano. Pareció como si no quisiera enfrentarse con el padre Rosetti en esa coyuntura.
– Padre, ahora mismo yo rogaría a Dios Todopoderoso que se apiadara de usted. Pero eso sería engañarle con falsas esperanzas. Padre Rosetti, no siga adelante con su terrible investigación. ¡No debe hacerlo!
Monseñor Stingley dio media vuelta… y se encontró con una habitación vacía.
El padre Rosetti caminaba ya por los largos y resonantes corredores desfilando ante murmurantes monjes.
Apretó el paso.
Lo avivó más todavía.
Abandonó corriendo San Juan de la Cruz.
– ¡Te lo suplico, padre! -oyó gritar a sus espaldas -. ¡Nadie tiene derecho a exigirte eso! ¡Ni siquiera el Papa tiene derecho a exigirtelo!
»¡ PARA CONDENARTE A UNA VIDA ETERNA EN EL INFIERNO!
Aquel domingo fue un día congelador en Washington. Durante toda la jornada se elevaron sin pausa, a lo largo de Bay City, humaredas de un gris azulado para fundirse con un cielo alto igualmente sutil. Durante todo el día, los rumores sobre un posible nacimiento virginal en Nueva Inglaterra fueron incrementándose con una celeridad y un histerismo sin precedentes. Al anochecer del domingo el arzobispo de Boston, cardenal John Rooney, publicó una declaración desde su despacho, situado a gran altura sobre la Commonwealth Avenue:
«Atendiendo al creciente interés sobre el embarazo de Kathleen Beavier, se celebrará el próximo lunes una conferencia restringida de Prensa.
Dicha conferencia tendrá lugar en Sun Cottage, residencia de los Beavier en Newport. La propia Kathleen Beavier estará presente para responder a las preguntas.
Entrada sólo con invitación. Así pues, hasta el lunes estaréis en mis oraciones. Dios os bendiga.»
Durante su clase de las nueve del lunes, en Providence College, el doctor Leonard Caputo, un vehemente y entusiástico profesor laico de Teología, decidió hablar sobre la virgen.
– ¿Alguno de ustedes, caballeros, sabe algo sobre la obra The Golden Bough de Sir James Frazier? -empezó diciendo el doctor Caputo.
No se oyó ni una sola respuesta de sus adormilados discípulos, cuya mayor parte eran graduados de Educación Física y Ciencias Económicas.
– Es un libro clásico que trata de mitos antiguos -dijo al fin uno de los jóvenes.
Más silencio.
Por fin, se oyó un profuno suspiro del doctor Leonard Caputo.
– En el siglo iv después de Cristo (Caputo decidió comenzar su lección con algo ajeno a Sir James Frazier) Santa Úrsula organizó un famoso y espeluznante peregrinaje a Roma. Fue un peregrinaje de once mil vírgenes.
Esa idea estimulante, quizá la metáfora, suscitó cierta animación a lo largo de los maltrechos pupitres del aula. Los ojos enrojecidos se abrieron. Incluso alguien silbó.
– Así fue exactamente. Las vírgenes fueron atacadas y violadas -explicó Caputo empezando a enardecerse con el tema.
«Caballeros. ¿Qué opinan ustedes sobre esa virgen de Newport? Seriamente. El cardenal de Boston se traslada hoy a Newport. Hará una declaración sobre el posible natalicio virginal en el siglo xx. ¿Qué significa eso para los jóvenes cristianos de la actualidad?
Otros dos muchachos de unos veinte años, distribuidores de gasolina en Newport, estaban departiendo sobre la virgen en la estación Mobil de la Thames Street.
– Escucha, Neal…, ¿sabes lo que sucedería a mi entender si Jesucristo descendiera otra vez a la tierra? -preguntó George Winters, un refunfuñón aprendiz de mecánica cubierto con una gorra roja Red Sox.
– Si yo supiera lo que piensas antes de que me lo cuentes…, tendría problemas tan gordos como los tuyos.
– Claro. Bien. Yo creo que le matarían una vez más, le crucificarían una vez más.
Situada sobre una colina de hermosa conformación a un kilómetro escaso de la estación Mobil, el Sagrado Corazón era la pintoresca iglesia que había visitado el presidente John y Jacqueline Kennedy cuando la Casa Blanca veraniega estaba en Hammersmith, Newport, casi treinta años atrás.
El lunes por la mañana dos mujeres ancianas de Newport, Irene Goodman y Nettie Blatt, charlaban animadamente mientras salían arrastrando los pies de la graciosa iglesia con dos capiteles gemelos. Las dos viejas señoras se iban sujetando los sombreros contra la brisa marina, y al propio tiempo ellas creaban una corriente alternativa con su borrascosa conversación.
– ¿Has oído lo que yo, Irene? -preguntó Nettie Blatt.
– Bueno, no lo sé todavía, querida. ¿Qué has oído?
La mejor amiga de Nettie, Irene Goodman, era una mujer perpetuamente acongojada que trabajaba todavía como archivadora en la empresa «Beattie & Grum Insurance Company».
– Según parece… la chica Beavier estuvo fuera en esa gran fecha secreta. Estuvo fuera con algún admirador local cierta noche de marzo. De eso hace aproximadamente nueve meses, Nettie. Se dice que tuvo un buen lío. El rumor corre por todo el Rogers High School.
– ¿Cómo averiguaste eso, encanto?
– La hija de Betty Brown se lo contó a ella. Ya sabes, su hija Reeme. Ella va también al Rogers.
– Uuum… -Nettie Blatt emitió un sonido gutural-. Me muero por conocer la historia que se está cociendo en la casa Beavier, allá por la Ocean Avenue.
– Yo también, Nettie, yo también. Apostaría, digo, apostaría a que sucederá una maravilla terrífica. Asiste el cardenal y todo.
– ¡Vaya! ¡Niño divino! -exclamó Nettie Blatt algo desdeñosa, pero sin olvidar santiguarse.
Bien temprano en la mañana de un delicado azul en la que el cardenal Rooney celebraría su conferencia de Prensa, Anne paseó por la orilla del mar para meditar y rezar.
Balanceando en la mano su tercera taza de café aquella mañana, acortó camino por un sinuoso sendero atravesando las hierbas altas de las dunas que bordeaban la playa. Luego, caminó junto al agua rumorosa dejando que las perezosas olas le lamieran los tobillos desnudos, dejando que los guijarros de color crema y salmón se le introdujeran entre los dedos.