Mientras Anne pensaba sobre Kathleen, marcó con sus huellas la ondulante línea del agua; se preguntó qué podría significar ahora la implicación personal del cardenal Rooney.
Sobre todo, intentó imaginar qué podría decir el cardenal en la importante conferencia de Prensa, convocada para las cinco y media de la tarde. Todo cuanto había conseguido averiguar hasta entonces era que los corresponsales llegaban de todas partes a Newport y estaban llenando rápidamente los escasos hoteles de la localidad. Uno de los pinches, que vivía en la ciudad, le había dicho que Thames Street tenía aquella mañana el mismo ambiente que en plena temporada veraniega. A las siete se había formado ya una gran cola ante el café «Poor Richard».
Escalando una duna de tres metros, en donde ondeaba hierba playera y brezo escocés, Anne volvió la vista hacia la imponente mansión.
Un poco hacia el Este se dejó ver su viejo «Buick Special» negro traqueteando a lo largo de una fila de pinos albares. El horrible coche se detuvo. Se lo aparcó -un error imperdonable-en la avenida Beavier, una calzada impecable con su gravilla blanca.
El corazón de Anne empezó a alterarse. Inesperadamente, ella misma tuvo dificultades para mantener el equilibrio sobre unas piernas temblonas. Sintió que todo su cuerpo enrojecía.
El padre Justin O'Carroll había llegado a la mansión Beavier.
Protegiéndose los ojos contra el reflejo solar de la blanca residencia y de las dunas todavía más blancas, el padre Justin descendió del «Buick Special» modelo 1965 que él rescatara de la hacienda de un monseñor en Wilberham, Massachusetts.
La silueta de Justin, con sus 1,82 metros, se elevó sobre el aerodinámico automóvil, su orgullo y deleite en América. Su rizado pelo rojizo y fornida constitución sugirieron diversas profesiones, cualquiera menos la del sacerdocio.
A decir verdad, Justin mostró una sonrisa radiante, bendiciente, pero eso se debió más bien al resol que a la estimulante sensación producida por su inminente encuentro con Anne.
Observó cómo se le acercaba Anne caminando a través de las dunas y experimentó un vuelco del corazón. Era todavía demasiado vulnerable.
Su pelo oscuro captó el sol matinal. Anne pareció caminar a paso lento.
Por último, ambos quedaron uno frente al otro en la avenida conducente a la mansión Beavier.
Anne hizo alto a la distancia de un brazo extendido. Durante unos instantes, su mente quedó en blanco. No supo qué decir.
– Siento haber llegado de esta forma -dijo por fin Justin-. Hoy la gente se está aglomerando en Newport. Parece casi tan inaguantable como la muchedumbre de la Copa de América. Los peregrinos vienen a presenciar el milagro virginal, Anne. Yo estoy aquí como cualquier otro. He venido para ver a la madre virgen.
Sin poder remediarlo, Anne sonrió al sacerdote irlandés y le tendió la mano.
– Celebro que hayas venido, Justin. He deseado hablar contigo desde que sucedió esto.
– ¿Ha acumulado tu viejo coche algunos cuantos kilómetros más?
– Cien mil, por lo menos.
– Entonces demos un paseo. Así te contaré lo que está aconteciendo aquí, a mi juicio. Me gustaría conocer tu opinión. Tenemos mucho de qué hablar.
Justin siguió favorecido por la suerte y encontró un espacio para aparcar en la turística Thames Street de Newport. Luego, él y Anne se encaminaron sorteando la estruendosa circulación hacia Bowen's y Bannister's Wharfs.
Desde mediados de los años 1970 la antigua plaza del mercado, en Colonial Newport, era la sede de una pequeña concentración comercial. Allí había numerosas tiendas de artes y oficios, simpáticos cafés con terrazas al aire libre y algunos restaurantes coloristas a orillas del mar. Justin y Anne pasaron ante los restaurantes «Black Pearl» y «Clarke Cook House», ante una tienda de bisutería llamada «HMS Bliss», la «Gallery Eastbourne» y el «Spring Pottery Store», donde un auténtico horno antiguo estaba encendido y empezaba a funcionar.
Algo más allá del «Pottery Store» estaba el «Ezra More Café», un local bullicioso adonde entraron Anne y Justin para tomar café, charlar… y quedarse petrificados al verse juntos.
Primeramente, Anne intentó hablar sobre lo sucedido entre ambos; lo sucedido en New Hampshire, lo sucedido en Boston cuando ella se distanciara de repente. Cuando resultó imposible discutir un asunto tan penoso para ambos, decidieron departir exclusivamente sobre Kathleen. Cada cual procuró soslayar al otro como si jamás hubiera existido.
– Anoche, después de la cena -dijo Anne cuando llegaron las tazas de café-hablé con el médico de cabecera, quien suele visitar la casa para hacer un reconocimiento a Kathleen.
– ¿Es el que confirmó al principio la virginidad de Kathleen? -inquirió Justin.
– Sí. Por cierto, el doctor Armstrong es católico. Entre unas cosas y otras expuso algunos puntos interesantes sobre el nacimiento. Sugirió la posibilidad de un agente externo, quizás un virus que pudiera provocar la duplicación de los cromosomas. Según dijo el doctor, esto es bastante frecuente.
– Partenogénesis. He leído un poco al respecto -repuso Justin inclinando la cabeza.
– Ahora bien, el doctor Armstrong lo creyó improbable en el caso de Kathleen -prosiguió Anne-. Ninguno de los análisis lo ha confirmado… Sin embargo, él tocó otro punto. Hay un dilema fundamental, según el doctor Armstrong: ¿quedará intacta Kathleen después del parto?
– El Vaticano no investigará el nacimiento a menos que ella siga siendo virgen -dijo Justin-. Y me temo que no lo haga de ninguna forma.
Anne replicó:
– Como mujer he pensado siempre que el criterio de la Iglesia sobre ese tema es degradable para todas las madres que han dado a luz de forma natural. Parece inferir que el parto y las mujeres son algo deshonesto e indigno.
Justin meneó la cabeza.
– Retengo en la memoria una idea disparatada. Sobre algunas mujeres que quedan embarazadas porque hay semen en su bañera.
– Un cuento de viejas viudas. El doctor Armstrong dice que la temperatura normal del cuerpo controla la actividad del semen. El descarta todas esas teorías de chicas que pueden quedar embarazadas en piscinas o bañeras. No obstante, escucha esto.
»Una mujer puede permanecer intacta, pero hay una minúscula abertura por la cual se efectúa la menstruación. Si Kathleen hubiese estado drogada o desvanecida -sugiere el doctor Armstrong-, es posible que un hombre intentara tener contacto sexual con ella, y entonces podría depositar semen por excesivo enardecimiento pero sin llegar a la penetración total. Siendo así, ella seguiría siendo virgen. No sabría siquiera cómo había quedado encinta.
– ¡Qué gran detective hubieras sido! -Justin hizo una mueca irónica-. La versión de nuestra Iglesia sobre Rabbi David Small…, que en viernes el Rabbi hizo Esto o Aquello…. ¿Es así como ve el doctor Armstrong lo sucedido, Anne?
– No. Ni mucho menos. El doctor Armstrong cree que habrá un nacimiento divino aquí, en Newport.
Desde su ancha cama de matrimonio en el «Newport Goat Island Sheraton», Elizabeth Porter tenía una espléndida vista del puente Jarnestown con sus templados arcos.
– ¿Qué habrán producido Dios y The Times? -susurró mientras observaba la notable circulación… ¿de quiénes?
¿Creyentes? ¿Incrédulos? ¿Simples curiosos? ¿Perseguidores de ambulancias?
La crónica de Elizabeth, sobre la parturienta virginal, era lo que los periodistas cuarentones denominarían noticia candente. Tenía los ingredientes necesarios para mantenerse en primera plana durante un largo período: misterio y controversia, religión y sexo.