Era el tipo de noticia desconcertante que desequilibraba a las gentes. Consecuentemente, todo el mundo discutía de ello en las cafeterías, las colas de teatros y durante la cena en casa.
Un poco más tarde, Liz Porter salió presurosa de su apartamento de motel para presentarse a tiempo en la mansión Beavier. Mientras avanzaba a zancadas por el aparcamiento, se sorprendió a sí misma haciendo algo que, según podía recordar, no había hecho desde hacía quince o veinte años.
Elizabeth Smith Porter estaba rezando un Padrenuestro.
No fue porque creyera en la virginidad, sino más bien porque le resultaba difícil darle crédito.
Charles Beavier se acercó al florido espejo donde Carolyn estaba absorta pasándose el peine por la melena. El se dijo que su esposa conservaba todavía una belleza innegable a los cuarenta y ocho años. Incluso bajo la insostenible presión ejercida por el embarazo virginal de Kathleen, Carolyn parecía valiente y dueña de sus nervios.
El le pasó un brazo por el esbelto talle.
– ¿Sabes lo que he comprobado hoy acerca de ti? Algo en lo que he estado cavilando mucho últimamente.
Carolyn le miró a través del espejo y sonrió afectuosa.
– ¿Qué comprobación puedes hacer sobre mí a estas alturas?
– Bueno, veinticinco años después de nuestra boda… te sigo queriendo tanto como antes. Más, creo yo.
Carolyn Beavier bajó la vista.
– Yo no cambiaría por nada nuestros años. Te amo tanto, Charles… -susurró y Mrs. Beavier se volvió para mirar de frente a su marido.
Aquellos últimos meses, y sobre todo las últimas semanas, habían sido una horrible ordalía, algo indescriptible. Su hija, la chica con quien convivieran y a quien criaran amorosamente durante diecisiete años, había cambiado de repente. No era que Kathy hubiese sufrido un cambio radical. Pero las circunstancias habían originado una evolución drástica. Ese nacimiento. Ese increíble nacimiento virginal. La sospecha eclesiástica de que Kathy pudiera ser la madre de Dios… ¿Cómo podía ser posible eso? ¿Cómo podía ser posible tal cosa? ¿Qué significaría eso para ella y Charles? ¿Qué le ocurriría a Kathy cuando naciera el niño?
– Charles, me pregunto si habremos dado lo suficiente de nosotros a Kathy. Algunas veces temo que la hayamos apartado de nuestras agitadas vidas. ¡Cuánto me gustaría que ella y yo estuviésemos más unidas! ¡Quiero tanto a Kathy…!
– ¿Se lo has dicho a ella? -preguntó Charles.
– No lo suficiente hasta ahora. Creo poder mejorarlo. Espero que no sea demasido tarde.
– No lo es. Todo saldrá bien. Estoy seguro.
– Ruego porque todo concluya bien hoy. Dios mío, ¡qué duro es esto! Hemos caído en un auténtico infierno.
– Vamos abajo, querida -murmuró Charles-. Te quiero mucho, mucho.
– Me tiemblan las piernas, créeme… ¿Quieres cogerme la mano, Charles, por favor.
Cuando el ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba aseando el dormitorio de la hermana Anne, creyó oír la voz de Kathleen. Ida Walsh interrumpió su trabajo y se deslizó de puntillas hacia el penumbroso pasillo. Sintió como un alfilerazo en las orejas bajo la cofia que cubría su pelo blanco.
– ¡Dulce Corazón de Jesús, María y José! -bisbiseó Mrs. Walsh.
¿No estaría la joven declamando sus oraciones antes de la importante reunión con los periodistas?
Ida Waísh no consiguió entender las palabras. Pero no…, Kathleen parecía estar hablando con alguien.
No era su madre ni su padre. Tampoco la hermana Anne o el padre Milsap. El ama de llaves reflexionó. ¿Quién sería entonces?
Mrs. Walsh se acercó cautelosa al dormitorio de la niña.
Adoptó una posición perfecta para ver la imagen de Kathleen reflejada en el espejo de su tocador… Ahora un poquito a la derecha y podría ver claramente quién más estaba allí…
¡Dulce y Sagrado Corazón de Jesús!
El ama de llaves dio un paso atrás. Se llevó la mano derecha al pecho. Mrs. Ida Walsh quedó estupefacta, horrorizada.
Desde luego, Kathleen Beavier estaba hablando con alguien. Y hablando en voz alta. Gesticulando con gran animación.
Pero no había absolutamente nadie en aquel aposento.
Y el espejo de la joven -el ama de llaves tenía la seguridad de haberlo visto-estaba lleno de llamas doradas y carmesíes cada vez más altas y envolventes.
El padre Rosetti aceleró la marcha cuanto pudo por la atestada Octava Avenida neoyorquina mientras se preguntaba dónde podría presenciar la trascendental conferencia de Prensa.
Su reacción ante la historia de Kathleen Beavier fue de trauma y desespero. Había sido un craso error el publicar tal noticia en América. Ahora, él podría hacer muy poco o tal vez nada. Iría a Newport para entrevistarse con Kathleen Beavier lo antes posible. Mantendría en secreto la noticia sobre una segunda virgen irlandesa. Cualquiera que sea el desenlace, será la Voluntad de Dios. El padre Rosetti rezó.
Las cinco y treinta y cinco. El padre Rosetti miró su reloj. Era preciso encontrar un televisor. Sin demora. La conferencia en Newport se transmitiría de un momento a otro.
Verdaderamente, el padre Rosetti necesitaba ver a la virgen; necesitaba oír su voz y descubrir la verdad en sus ojos.
Rosetti emprendió la carrera; se abrió paso entre los erráticos y desesperantes peatones de la Octava Avenida.
Por fin vio lo que necesitaba. Dentro de un maltrecho escaparate con el letrero MARTIN'S GRILL. Un televisor proyectando luces fantasmales entre rojizas y azuladas.
Al entrar en aquel bar, el sacerdote del Vaticano topó con una mezcla de col hervida, cerveza agria y salchicha irlandesa. Oyó quejas cuando se anunció que se iba a suspender un partido de los Yankees para dar paso a una emisión especial.
Las caras largas alineadas en la barra se volvieron lentamente hacia la puerta de entrada.
– Aquí está el petimetre que podrá presentar nuestras quejas.
Un gracioso del bar apuntó al sacerdote.
– No, no -dijo el padre Rosetti-. Esto es muy importante. Me refiero a la conferencia de Prensa.
El sacerdote alzó la vista hacia la pantalla de televisión.
El cardenal de Boston apareció de cintura para arriba. Luego, una vista de la hermosa residencia costera donde vivía la chica. Mientras contemplaba aquello, el padre Rosetti rememoró su reunión con Colleen Galaher. La virgen Colleen.
De súbito vio a Kathleen Beavier en el televisor de color.
Se quedó mirando fijamente a la rubia virgen americana. Rogó para sus adentros que las cámaras acercaran más la imagen, mostrando claramente el rostro de Kathleen. Que le permitieran ver los ojos de Kathleen. El padre Eduardo Rosetti empezó a orar en el ruinoso bar de la Octava Avenida.
Pronto llegará a todos vosotros el Sagrado Niño. Muy pronto, ahora mismo.
17:30 h., 30 de setiembre de 1987
Una niebla grisácea y húmeda empezaba a extenderse por Sun Cottage cuando se condujo a Kathleen por los rasposos peldaños del porche trasero.
Allá arriba el cielo apareció pintado de un gris ceniza y largos jirones purpúreos. Las lámparas en los ventanales del salón de estar se fundieron con la cálida luz amarillenta de la avenida, según lo acostumbrado en las noches otoñales e invernales.
Kathleen se estremeció sin poder evitarlo cuando varias máquinas fotográficas lanzaron fogonazos de magnesio desde el penumbroso césped.