Выбрать главу

– A decir verdad, esto es todo cuanto puedo decirles por ahora -dijo Kathleen, poniendo punto final a su relato.

No supo decirse si había respondido correctamente a la pregunta, pero intuyó que los periodistas simpatizaban con ella. Durante unos momentos hubo cierta extraña intimidad compartida por todos. Sin embargo, ella se sintió soñadora e irreal, casi ajena a su cuerpo.

La voz de un corresponsal se alzó fluctuante sobre la nutrida concurrencia.

– John Kamerer, Boston Record-American:

«Entonces, ¿hay algo más en su historia, Miss Beavier? Usted ha dicho "esto es todo cuanto puedo decirles por ahora".

Kathleen se tambaleó sobre el estrado improvisado. Miró a las caras expectantes, curiosas. No supo si debía decir o no lo que pasaba por su mente.

– Hay algo…. algo que me sucedió una noche de enero -murmuró por último Kathleen.

– ¿Nos hace el favor de contárnoslo, Kathleen?

Esta terrible sensación de irrealidad… esa atormentadora confusión sobre lo real y lo irreal la asaltó ahora con creciente fuerza. Unos temores que ella jamás imaginara le causaron estremecimientos. Kathleen se sintió como si estuviera hablando a todos ellos en sueños. O como si ellos mismos estuvieran soñando.

Se sobresaltó cuando, al extender la mano, tocó un micrófono auténtico. Metal auténtico. Un sonido intenso, amplificado, tintineante.

– Lo siento -Kathleen sacudió la cabeza-. Hay algunas cosas de las que no puedo hablarles. Lo… lo siento mucho.

Kathleen estuvo a punto de llorar cuando las fotografías aceleraron el ritmo. No supo qué decirles en aquel momento. No pudo revelarles la verdad. Le fue absolutamente imposible.

– No me proponía comportarme de esta forma… Lo siento -repitió.

En aquel instante algo distrajo a Kathleen, le hizo apartar su atención de los periodistas… ¿Un ruido…? ¿Una cosa invisible moviéndose por el césped…?

Algo estaba sucediendo.

Algo estaba sucediendo junto al oscuro pinar que se elevaba cual un centinela gigantesco a espaldas de los apelotonados periodistas.

Kathleen sintió una aceleración horrible del corazón. Durante unos segundos, Kathleen creyó sentir en sus entrañas los movimientos violentos del niño. Su faz enrojeció enormemente, ella se apercibió. Sintió un extraño sofoco que no había experimentado nunca. Su cuerpo y su vestido estaban empapados de sudor.

– Ella está ahí.

Súbitamente, la joven de diecisiete años alzó la voz sobre la concurrencia. Su eco resonante se extendió por los prados y pareció seguir hacia el mar atraído por una fuerza absorbente. Luego se hizo un extraño silencio.

– Ella está aquí ahora -repitió Kathleen con voz más templada.

Los periodistas empezaron a volverse pausadamente y miraron hacia el lugar adonde señalaba el brazo de la joven rubia.

– Nuestra Señora ha llegado. Por favor, miren detrás de ustedes. La Gentil Señora está entre nosotros.

Los suaves ojos azules de Kathleen parecieron cristalizarse; se hicieron cada vez más distantes y sosegados; la muchacha rubia siguió señalando sobre sus cabezas; una sonrisa encantadora iluminó su rostro.

Una reverencia obvia y una expresión de dulce sorpresa se hicieron patentes en la faz de Kathleen.

Todos los objetivos de cámara se movieron hacia adelante para tomar un primer plano de la singular joven. Todos intentaron captar la asombrosa inocencia y el arrobamiento de su expresión.

– ¿Es que no la ven? -les susurró de repente Kathleen echándose a temblar. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El cuerpo se estremeció de pies a cabeza-. ¡Ah, no…! ¡Véanla, se lo ruego! ¡Ah, no, no! No pueden verla, ¿verdad? -les preguntó calmosa Kathleen Beavier-. ¡Ah, Dios mío! ¿Por qué yo…? ¿Por qué yo sola?

LOS SIGNOS

A juzgar por la sobrecogedora e inmediata reacción observada aquella tarde, todas las gentes del mundo necesitaban creer en algo…

En cualquier cosa…

Incluso en una mirada de honradez e inocencia sobrecogedoras… aunque fueran las de una jovencita.

– ¡Milagro…! ¡Es un milagro!

Un burdo italiano danzó y giró por la magnífica piazza consagrada de San Pedro en Roma. El hombre se rió del

Universo por intentar destruir su maravillosa fe y convertirla en polvo y mera insignificancia durante los últimos cincuenta años.

¡Ahora llegará un niño divino! El hombre se mostró convencido.

Por fin un segundo niño divino llegará para salvar al mundo.

Campanas doradas de un diámetro de 1.50 metros comenzaron a tañer sobre la piazza empedrada de la majestuosa Basílica. El musical y eterno tañido tuvo un significado bajo la inmensa sombra proyectada por el mayor templo del mundo.

Los cristianos de todas partes comenzaron a orar, a clamar por sus pecados y sus almas inmortales.

Por todas partes quedaron pasmados ante la inocencia que habían percibido en los ojos de la virgen americana Kathleen Beavier.

Una larga procesión de alemanes avanzaba penosamente por el área exterior, semejante a un buñuelo, de la famosa catedral berlinesa Kaiser-Wilhelm-Gedáchtniskirche. La cola se extendía mucho más allá del relumbrante Kurfürstendamm. Hasta donde alcanzaba la vista. Opulentos caballeros y damas, caracterizados por sus facciones enjutas, bien cinceladas, y alemanes de clase inferior, tendentes al rostro ancho y carnoso… todos ellos estuvieron juntos en aquella noche fría de Berlín. Todos ellos entonaron juntos los más hermosos y glorificadores himnos a la Santísima Virgen María.

En la catedral neoyorquina de San Patricio, el obispo Donald Browning oficiaba una Misa Mayor imprevista a media noche. Cinco mil neoyorquinos aproximadamente se aglomeraban en la catedral gótica.

En Dublín y Cork ondeaban las banderas papales blancas y amarillas desde la Central de Correos hasta la O'Connel Street, ante todos los restaurantes y pubs, ante el portal del famoso «Gresham Hotel».

La voz se difundió: Un segundo niño divino.

Otra oportunidad para el mundo.

En Notre-Dame de París, la enorme campana de trece toneladas colgando de la torre sur difundió el sagrado mensaje a los escaños de derechas e izquierdas, a la cercana Sorbona, al Marché aux Fleurs y Les Halles. Bajo los grandes torreones en la Place de Parvis los mirones y los amantes, los artistas callejeros y los clochards interrumpían sus actividades durante un momento solemne e impresionante. La multitud ofrecía una plegaria a la joven americana Kathleen Beavier… que tenía en definitiva ascendencia francesa.

En la catedral londinense de Westminster, unas cinco mil personas asistían a una conmovedora misa del alba antes de marchar hacia su trabajo. Allá arriba, en el granítico altar cómico, el propio cardenal Hume oficiaba la Misa mientras se decía que había acudido más gente de la que se hubiera esperado el día de Navidad. ¿Por qué se sentiría ahora tan afectado el pueblo? ¿Por qué se sentiría tan dispuesto a creer? Estas eran las preguntas que se hacía el cardenal. En los diarios matutinos, Graham Greene decía que la sorprendente popularidad de la historia o mito le había confundido un poco. Decía también que eso le recordaba el traslado de casi cien mil personas a Fátima para presenciar aquel curioso milagro, mayormente sin explicar todavía, en el otoño de 1917.

A medianoche, grandes cañones dispararon salvas ceremoniales en la soberbia plaza de Bernini, frente a San Pedro.